Los que escuchan voces

Últimamente, tengo la impresión de que mucha gente –entre la que desgraciadamente no me incluyo– oye voces más o menos misteriosas. Hace pocos días, en cierta Feria del Libro, un escritor contaba que el protagonista de su novela de ciencia ficción se le había aparecido mientras conducía de noche. Inmediatamente, aparcó en el arcén de la carretera, como si le hubiera sonado el móvil, y la voz de su personaje le exigió que escribiera su ficticia historia en el libro. Sin dudarlo, la había escrito y allí estaba presentándoselo a su familiares y amigos, los cuales quedaron muy impresionados con las voces que el escritor escuchó en su relato.

Dos horas antes, en la presentación de otro libro, el chileno Jorge Bucay –cada vez más cerca de metamorfosearse en Carlos Castaneda o en Paulo Coelho o en un mix de ambos con dos gotas de Lobsan Rampa y tres gotas de Channel Número Cuatro– dijo que había tenido una revelación en México y que ello le obligó a redactar su última obra, cuando ya no pensaba escribir más. De paso, se había convertido en un creyente entusiasta en no sé qué cosas invisibles y se sentía feliz. Recomendó a los asistentes adquirir tanto su fe como su libro, con un diez por ciento de descuento por razón de la feria.

Pero a mí no se me presenta nadie. La única voz misteriosa que escucho es la del cobrador del seguro de mi coche para recordarme por teléfono que ya va siendo hora de que ingrese la última cuota. Aunque reconozco que se trata de una voz amable y educada, preferiría que en su lugar me hablara el Cid Campeador, Mark Twain, Pérez Galdós o Marilyn Monroe, pongamos por caso.

Escucho a tantos novelistas decir que sus personajes de ficción les exigen tal acción o que les obligan a cambiar la historia que están contando… ¡Qué envidia! Siempre me he preguntado cómo ocurrirá eso. Imagino al pobre novelista intentando escribir «El asesino, harto ya de tanta sangre, acercó el frío cañón de la pistola a su propia sien y apretó…»; pero entonces resulta que no puede escribirlo, porque su personaje no se lo permite: el maldito asesino dirige una gélida mirada al escritor, le sujeta ambos dedos índice y le fuerza a teclear «El elegante pistolero, harto ya de tanta hipocresía, empuñó con  maestría su pistola y despachó al otro barrio a su corrupto vecino».

De manera que me quejo de tener que escribirlo yo todo. Y con razón, porque mis personajes son unos inútiles que no saben ni hablar si yo no les escribo lo que deben decir en cada caso. Mis personajes jamás me han amenazado ni me han dirigido la palabra ni me han obligado a nada. Quizás, son tímidos o noctámbulos que sólo me susurran de madrugada cuando yo no les oigo porque ya estoy durmiendo. Tal vez, yo padezca una sordera virtual que me impide escuchar a los personajes de ficción, a los espíritus puros y a las empleadas de Movistar que prometen rebajarme las tarifas. Incluso, cuando estuve en México, no se me aparecieron don Juan ni don Genaro y lo único raro que escuché fue un corrido desafinado en la Plaza de Los Mariachis, mientras un plato de asopao y un tequila parado me abrasaban las tripas.

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