En voz alta la sal

Desde que Adán perdió el paraíso
todos estamos esperando
(excepto los fines de semana, cuando los dioses y los jueces descansan)
que venga algún poderoso a desnudarnos los pies y demolernos los zapatos.
Desde hace tiempo

todos sabíamos

(excepto la jueza que dictó la sentencia, puesto que la justicia es ciega)
que demolerían legalmente la casa de Berrugo, en Yaiza, Lanzarote.
Durante años
todos sospechábamos
(excepto los notarios y los probos funcionarios de la oficina del catastro)
que la propiedad horizontal y vertical donde vivimos no es del todo nuestra.
Desde que éramos niños
todos creíamos ilusamente
(incluyendo a los hijos de la benemérita, de los fiscales y de los periodistas)
que cada Ginebra tiene su Lanzarote y cada Rubicón, su César Manrique.
Desde que conocimos la sentencia
todos sabemos
(excepto los afortunados que aún creen en el buen salvaje)
que el pueblo lanzaroteño bajará los ojos cuando las palas alcen sus cucharones.
Y después de 24 horas de telediarios, facebooks y sms
no quedará gran cosa,
si acaso
por la mejilla de Santiago Medina Cáceres rodará una lágrima seca,
su hermano José sonreirá una vez más bonanciblemente a la mala fortuna
y la bella Josefa Ángela recordará en voz alta la sal bonita de su juventud en Berrugo.
Ajeno a todas las sales, el resto del mundo seguirá durmiendo.

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