Guggenheim, Óscar Domínguez y George Bush jr. o algunas reflexiones sobre la muerte y de la ignorancia

Foto de Manuel Mora Morales. Copyright, 2013.

Mi antipatía a la muerte está cimentada en un pensamiento ridículo que me acosa de vez en cuando: las grandes posibilidades que tengo de irme de este mundo siendo una persona con una considerable carga de ignorancia. Por más que me repito lo poco trascendente que es morirse sabio o iletrado -¡qué les importará a los gusanitos si comen sopa de letras o sopa de asno!-, no puedo evitar ese maldito pensamiento. Para combatirlo, leo tonterías serias, me duermo en los sillones cuando miro el canal 2 y hasta viajo para acabar muerto de aburrimiento en las cafeterías de los museos, donde me cobran por un mísero café el mismo precio que un guachinche por una divertida cuarta de vino del país.

En realidad, de nada me han servido tantas preocupaciones, porque he adelantado tan poco en sabiduría como tan mucho en años… Posiblemente, sea una de esas personas a las que se refería Monterroso cuando dijo, más o menos, que existen los grados de no publicar, de no escribir y de no pensar, pero que esa senda puede recorrerse al revés: no pensando, escribiendo y publicando.

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Como me sucede a mí, el inmenso cachorro de flores que guarda el Guggenheim, parece estar más pendiente de la calle que del arte.

Monterroso dijo lo anterior tras recordar a Eduardo Torres, protagonista de su primera novela (Lo demás es silencio), el cual había propuesto que a todo escritor debería prohibírsele legalmente publicar el segundo libro mientras no demostrara que el primero era tan malo que su autor merecía tener otra oportunidad. Eso me salva, porque siempre me he sentido plenamente justificado en este aspecto.

Estos pensamientos eran lo que yo llevaba en la cabeza esta mañana, cuando recorría una exposición escalofriante en el museo Guggenheim de Bilbao, cuyo título en español sería El Arte en  Guerra, como si fuera un manuscrito chino o un libro de autoayuda para los lobos de Wall Street. Quizás, por esto, los bilbaínos le dejaron el título original francés, L’Art en Guerre, que suena menos a estrategia.

Me arrastraba por los retorcidos pasillos preguntándome qué carajo hacía yo en este museo, después de haber pasado por los otros dos del mismo nombre, sin notar que mi caudal de cultura hubiera aumentado de forma significativa. Del Guggenheim de Venecia sólo recuerdo una escultura con un pene descomunal que el director del museo le arrancaba cada vez que iba un cardenal de visita, pero de mi cabeza se ha borrado hasta el más leve recuerdo de Peggy. En cuanto al museo de Nueva York, únicamente tengo memoria de una botella de vino barato que, después de la visita, me bebí en Central Park mientras escuchaba el discurso de un loco, ruso o vasco, que estaba subido en la copa de un sauce llorón, siempre a punto de caer al agua del lago, sin que yo lograra entender una sola palabra de su expresiva perorata.

Justo en ese momento, es decir, en ese recuerdo, llegué frente a dos cuadros de Óscar Domínguez.

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Un detalle de la arquitectura interior del museo.

Ambos lienzos están colgados en el Guggenheim de Bilbao, en una sala que trata de imitar la exposición surrealista que tuvo lugar en Francia, en 1938, organizada por André Breton, a la cual se debía entrar con una literna en la mano porque el recinto estaba a oscuras. Los cientos de sacos de carbón que colgaban en el techo, proporcionando una atmósfera asfixiante, se solventó en el Guggenheim con un cielo raso decorado con sacos rellenos de algo que no es carbón ni billetes de quinientos euros. Tampoco me dieron una linterna, dado que en la exposición actual sí había luz. Afortunadamente.

Vuelvo a Domínguez. Nunca me cautivaron sus cuadros. He visto varias exposiciones de sus obras; pero de ningún modo me pareció un genio, sino un ingenioso pintor surrealista más. Si yo hubiera sido un auténtico entendido en arte, probablemente, lo habría admirado en su justa medida desde hace mucho tiempo.

No obstante, de nada sirve que me lamente hora. Lo cierto es que esta mañana, cuando estuve frente a sus dos obras: “Paisaje cósmico” y “Sin título”, pintadas a principios de la década de 1940, quedé fascinado. Sin poder evitarlo, di un paso hacia el primer cuadro, saltándome la línea de prohibición, y la chica que vigilaba la sala se apresuró a llamarme la atención, con toda la razón del mundo.

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Finalmente, sucumbí a la belleza creada por Óscar Domínguez. Ocurrió donde y cuando menos lo esperaba.

De golpe, en menos de un minuto, quedé convertido en eso que los cursis han llamado un rendido admirador, en este caso, del pintor tinerfeño Óscar Domínguez. Dos o tres veces, abandoné otras salas para regresar a la que contenía las dos obras del surrealista canario para quedarme, con los ojos abiertos como cherne, escaneando centímetro a centímetro los dos lienzos. Y diciéndome que bien valió la pena recorrer tres Guggenheim para experimentar este placer y este orgullo de ser compatriota archipielano del ahora fabuloso don Óscar, el de Tacoronte.

Es cierto que mi mala memoria y débiles entendederas no me permitirán saber mucho más de pintura con esta visita; pero, al menos, esta vez me quedará el recuerdo de contemplar con un gozo inmenso esas dos imágenes maravillosas, rodeadas de cuadros de Picasso, Kandinsky, Klee, Magritte y tantos otros artistas que sufrieron la dictadura nazi en sus propios pinceles. Tendré que ir a Getxo para celebrarlo, aprovechando que hoy comienza el festival de jazz. Es como si me hubiera tocado la lotería.

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Un inmenso pie pintado por Glenn Brown.

POST DATA

En la tercera planta del museo, recorriendo una exposición sobre las sensualidades del arte barroco comparadas con las de los pintores actuales, me encontré un cuadro cuyos motivo y título (The happiness in one pocketLa felicidad en el bolsillo) me hizo pensar en lo que debía estar gozando el expresidente Bush hijo (con perdón), cuando, rebosante de dicha, pintó sus propias piernas en una bañera medio vacía, como su cerebro. Pero ya saben lo que decía, más o menos también, don Miguel de Unamuno: hay un requisito imprescindible para alcanzar la felicidad: ser tonto.

Ya ven por qué, a estas alturas, algunos todavía no perdemos la esperanza de ser auténticamente felices, verdes y desquiciados como cronopios, en este mundo o en algún otro de los 79 restantes.

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El cuadro que pintó el expresidente Bush (hijo) de sus piernas en la bañera.

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