Igual que a otros chicos de mi generación, los profesores me pegaron de manera abusiva y sádica. Tengo grabados a fuego en mi cabeza algunos de esos abusos. Los años transcurridos no han logrado arrebatar un solo detalle a esa memoria de la ignominia. Ahora que la derecha se ha adueñado de la educación y aparecen signos augurando el regreso de los tiempos en que la letra con hostias entraba, no creo que esté de más recordar cómo funcionaba aquella pedagogía leñera, por si volvemos a encontrarla en un futuro próximo.
Era la década de 1960, yo tenía diez años, estudiaba el primer curso de bachillerato y cada día, a las ocho en punto, comenzaba mi primera clase. Aspirando el aire mañanero, subía una larga y empinada escalinata que me conducía hasta aquella vieja casa de dos plantas, en cuyo piso alto se había instalado una «academia» que impartía el bachillerato. Mi aula estaba ubicada en una habitación con menos de veinte metros cuadrados, encima de la bodega. Si alguno de los dos asientos empotrados en la ventana se encontraba libre, me sentaba allí, somnoliento, a esperar al profesor.
EL PROFESOR
Como si el tiempo no hubiera transcurrido, me veo en el alféizar, con el cuerpo alongado hacia la calle, oteando cada esquina para ver quién llegaría antes a la puerta de la academia: si los primeros rayos de sol o don Pedro Fataga, el profesor de Geografía. Éste solía aparecer primero, despidiendo una nubecilla de humo por la chimenea de su narizota. Tendría alrededor de treinta y siete años, ni alto ni bajo, ni flaco ni gordo, blusa de punto, pelo corto y rostro caballuno, a lo James Coburn, perfectamente rasurado.
Fumaba un cigarrillo tras otro y en el extremo derecho de sus labios anidaba un rictus de excepticismo permanente. Nada más entrar, tomaba en su mano derecha una larga vara y, tan pronto se sentaba en la ventana, introducía su mano libre por el cuello de la blusa hasta instalarla en el sobaco. Entonces, una gran bocanada de humo surgía de su nariz y se perdía en la mañana lluviosa. El paquete rojo de cigarrillos White Eagle sobresalía en el bolsilllo de la blusa verde oscuro. Ni una sola sonrisa.
El silencio de los doce alumnos era total. Únicamente, el miedo nos hacía mover de forma involuntaria algún miembro, pero procurábamos no rozar ninguna parte de los bancos antediluvianos donde nos sentábamos de tres en tres. El profesor jamás utilizaba la pequeña mesa colocada en el rincón que se formaba junto a la ventana.
–¡A ver, salgan todos a la pizarra y colóquense en fila que voy a preguntar!
Esperancita tropezó al salir de su sitio. Se le dibujó el miedo en los ojos, porque sabía que estaba llamando la atención del profesor. Habría sentido menos terror ante un tigre de Bengala.
–¡Señorita Creta, es usted más torpe que una mula ciega! Hágame el favor de mirar por donde camina y no me cabree más de lo que estoy con sus torpezas. ¿O está buscando que le dé un cogotazo de campeonato?
La llamaba Creta porque sí. A su compañero de banco, un muchachito tranquilo con una pequeña dislexia, le había puesto el mote de Chipre. Poco a poco, iba bautizándonos a todos con sus ocurrencias cáusticas. Los jóvenes que acudían por la noche a sus clases particulares aguantaban sus atropellos con menos paciencia que nosotros y terminaron por darle un escarmiento: dejaron abierta una trampilla que se encontraba justo delante de la puerta de nuestra aula, cubrieron el hueco con un cartel y aflojaron la bombilla del pasillo para que el profesor no viera nada sospechoso. Parece que el golpe de su caída resultó de antología y, por poco, no fue a parar a la bodega que había debajo. Aquella anécdota corrió como la pólvora por todo el pueblo, aunque ningún chico se atrevía a contarla en voz alta.
LA BODEGA
Para los alumnos de mi curso fue un auténtico descubrimiento saber que bajo nuestros pies se hallaba una bodega repleta de enormes barricas de vino. El espíritu aventurero propio de aquella edad terminó por convencernos de que debíamos explorar tan singular territorio. Aunque se trata de una anécdota paralela al desarrollo de este relato –que finalizaré más abajo–, voy a contarla porque, además de tener un punto de humor negro, ayuda a describir la situación que se vivía en la década de 1960.
Un día, los chicos de la clase nos armamos de valor, esperamos escondidos hasta que el centro quedó vacío y abrimos la tentadora trampilla de la bodega. No recuerdo cómo nos descolgamos, pero lo cierto es que pronto estuvimos en medio de una semipenumbra saturada de vapores vinosos que nos repelían más que nos atraían. Sin embargo, había que aguantar el tipo delante de los demás y no retroceder lo más mínimo, si no se deseaba ser considerado un auténtico cobarde hasta el final de los tiempos.
Eran tiempos de épica para una infancia cuyas lecturas principales consistían en cómics del Capitán Trueno, Hazañas Bélicas y Supermán (impresos a todo color en México e importados por los emigrantes que regresaban de Venezuela), adobados con una película semanal de guerras de cruzados, guerras de romanos y guerras de mariachis mexicanos que cantaban rancheras mientras se disparaban en blanco y negro. La consigna, siempre, era no retroceder. Por suerte, alguien descubrió una piña de plátanos, casi madura, que colgaba del techo, sujeta por un alambre. Comerlos nos infundió nuevos ánimos y uno de los asaltantes se acercó a una de las barricas, tomó un vaso que había sobre ella y abrió el torno. Con el vaso lleno en la mano, el chico pareció vacilar un instante, pero pronto encontró el valor necesario para beber el contenido de un solo trago. La oscuridad nos impidió ver cómo la fuerza del vino le hacía saltar las lágrimas.
–¡Es vino viejo! Esta doña Guadalupe sabe bien lo que guarda –decía, con voz jactanciosa, después de limpiarse los labios, las lágrimas y los mocos con la palma de la mano–. ¿Quién va a probarlo primero?
Arrastrando los pies, nos fuimos acercando todos. Después del primer vaso, vinieron otros. Aquel vino, de un color dorado viejo y más de quince grados de alcohol, pudo con nosotros. Lo cierto es que nos costó salir de la bodega, porque las risas nos impedían encaramarnos hasta la trampilla del piso superior. Finalmente, decidimos escapar por la puerta principal, que daba a una carretera. Descorrimos los fechillos interiores y dejamos entornadas ambas hojas.
Calculo que entre todos no llegamos a bebernos más de dos litros de vino, pero nuestra edad no soportaba aquella cantidad alcohol, a pesar de que estábamos acostumbrados a tomar en nuestras casas un vasito de vino conteniendo una yema de huevo entera, a veces aliñada con azúcar o con gofio.
Pasamos unas horas en el barranco, recostados sobre la hierba como romanos en un triclinio, esperando que se disiparan los efectos del vino. Cuando nos sentimos recuperados, caminamos por la carretera de la playa, en dirección al centro del pueblo. Por nuestro lado pasó Cantino, con una de sus habituales borracheras, haciendo eses que llegaban de cuneta a cuneta. No recuerdo si le dijimos algo, pero sí que nos animó el hecho de constatar la existencia de un ser humano que estaba en peores condiciones que nosotros. Al rato, nos separamos preocupados por si alguien se enteraba de nuestra aventura y terminábamos con nuestros huesos en el cuartel de la Guardia Civil. Sin embargo, a la mañana siguiente nos vimos todos sanos y salvos en clase, sin ninguna novedad al respecto. No obstante, era la calma que precede a la tormenta.
CASTIGOS POCO EJEMPLARES
En el aula aguantábamos diariamente las iniquidades del profesor de Geografía. Nos colocaba en fila delante de la pizarra mientras él preguntaba desde su nube de humo.
–Dígame las doce comarcas de Zamora.
Nos trataba de usted, a modo de humillación, como se suele hacer en estas islas con la gente que nos cae mal. El muchacho o la muchacha miraba al suelo y después recitaba un rosario de nombres que nos resultaban exóticos, muy lejanos a nuestra realidad territorial, la cual se hallaba más próxima a La Guaira, Caracas o Barquisimeto, ciudades transitadas por nuestros parientes de forma continuada:
– Alfoz de Toro, Aliste, Benavente y Los Valles, La Carballeda, La Guareña, Sayago, Tierra de Alba, Tierra de Campos, Tierra de Tábara, Tierra del Pan y Tierra del Vino.
–Falta una comarca, estúpido. ¡Dígame la que falta!
–Tierra de Pan.
–¡No! El siguiente –gritó el profesor, con los ojos enardecidos.
El sistema consistía en ir preguntando, por orden, a los integrantes de la fila hasta que uno supiera la respuesta correcta a las preguntas que se le ocurrían a este hombre, siguiendo el plan de estudios del Generalísimo que consistía, básicamente, en: lee, memoriza, contesta y, si no contestas, leña.
–Sanabria –respondió el quinto de la fila.
–Muy bien, Luis, coge la vara y dale un golpe fuerte a cada uno de estos gusarapos que no saben ni dónde les queda la mano derecha.
Luis tomó la vara y propinó fortísimos golpes en las manos extendidas. Si se le hubiera ocurrido dar algún estacazo flojo, habría tenido que repetirlo o sufrir la peor de las vejaciones.
Sin embargo, Luis puso gran esmero en salvarse de un castigo mayor. Yo no fui tan afortunado aquel día, porque cometí el error de negarme rotundamente a pegarle a nadie. Soy consciente de que, a veces, mi cabezonería me ha conducido a pasar malos tragos en la vida; pero, en ocasiones como aquella, soy incapaz de frenar las olas de indignación que me invaden, sin importarme las consecuencias.
Mi negativa disgustó –aunque bien pudo ser lo contrario– a don Pedro Fataga. Me indicó que me situara en el centro del aula y dispuso a los alumnos en un corro, alrededor mío. A continuación, les ordenó que me diesen fuertes coscorrones en la cabeza. Lo hicieron. Ni uno solo se negó, ¡ni uno solo! Me dolió de una manera atroz que los mismos compañeros a quienes yo me había negado a pegar no dudaran un momento en aplicarme el cruel castigo. Todavía me duele esa parte de mi memoria y recuerdo, de manera nítida, aquella rueda de pequeños mequetrefes dándome golpes en la cabeza. Lo peor de todo es que esta temprana lección que me ofreció la vida nunca he logrado aprovecharla.
No terminaron aquí las miserias y los traumas que hube de pasar como estudiante, aunque, por suerte, logré desprenderme del odio intenso que otros compañeros aún guardan hacia aquellos desalmados profesores, indignos de tal nombre.
EL TERROR METÍLICO
Pero ese día, que tan mal había comenzado para mí, tampoco habría de terminar apaciblemente. Hacia media mañana, circulaba el rumor de que Cantino había muerto. Unas campanadas tristes confirmaron el hecho. Antes de salir de clase, alguien llegó con la noticia de que habían fallecido otras dos personas y que todas esas defunciones se debían a que el alcohol de las bebidas se había vuelto venenoso.
Nos miramos asustados. Si los que se habían emborrachado el día anterior habían muerto, sería probable que nosotros fuésemos los próximos en abandonar este mundo. Nos fuimos a nuestras casas mudos y aterrorizados. Yo no me atrevía a decirle a mi familia lo que había hecho el día anterior, así que pasé una tarde y una noche de perros, atento a cualquier síntoma de muerte que notara, aunque no sabía cómo serían esos síntomas. Lo cual aumentaba aún más mis aprensiones.
Tan pronto amaneció, salí disparado para la academia. Parecía que todos se les había ocurrido la misma idea, porque allí estaban mis compañeros de juerga, reunidos en corrillo, comentando la cadena de muertes que había sobrevenido a la isla durante las últimas horas.
Todos suspiramos aliviados cuando Roberto nos informó de que la causa de tales muertes ya se había descubierto. Se trataba de un alcohol falsificado, llamado metílico, que un empresario gallego había introducido en las “bebidas blancas” españolas [1]. Así, pues, nada había que temer del buen vino del país que nos habíamos bebido.
Suspiramos aliviados. Cuando entró el profesor de Geografía, tomó la gran vara de mimbre y avanzó hasta su sitio en la ventana. Tierra del Pan y Tierra del Vino. Cinco minutos más tarde ya estaba preguntando las comarcas y dando leña. Todo volvía a la rutina diaria.

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NOTAS.
[1] «Y a partir de ahí comenzó un reguero de muertes en todo el Estado, que dejó 51 personas fallecidas y nueve afectados -cinco de ellos por ceguera- por envenenamiento con alcohol metílico, usado de forma fraudulenta para la elaboración de aguardientes, licor café, ron y vinagres. Fue el conocido como caso del metílico, del que ahora se cumplen 50 años.
Canarias y Ourense
Simultáneamente a los casos que se registraban en Canarias fueron sucediéndose muertes en Galicia, sobre todo en la provincia de Ourense, y no se vincularon los hechos hasta que se publicaron en la prensa gallega las noticias referidas a los sucesos de Lanzarote. En Cea, el médico José Nóvoa sospechó que la muerte de un vecino el 20 de abril podía tener relación con las registradas en Canarias, toda vez que a finales de 1962 un labrador «había muerto muy rápido» y el 21 de febrero de 1963 se había dado un caso similar. Al constatar que había bebido licor café antes de fallecer, el médico puso los hechos en conocimiento de la Guardia Civil por posible intoxicación.
La muerte silenciosa e invisible, y en la mayor parte de los casos dolorosa, siguió actuando hasta que no se localizaron o destruyeron todas las partidas de bebidas elaboradas con alcohol metílico, cuyo uso estaba prohibido para el consumo humano. El balance dejó 51 cadáveres: 25 en Ourense -la mayoría, 13, en la comarca de O Carballiño-, 18 en Canarias, 7 en A Coruña y uno en el Sáhara español. De los 9 supervivientes -cinco en Ourense, dos en A Coruña y dos en Las Palmas-, cinco quedaron ciegos de por vida.
En el juicio por el caso del metílico, celebrado en 1967, el fiscal Fernando Seoane mostró su convencimiento de que «fueron miles» los fallecidos o intoxicados por las bebidas envenenadas, un dato que vaticinó que nunca se llegaría a saber con exactitud al no relacionarse los síntomas con las bebidas consumidas, por la distribución realizada y por la «mala imagen» asociada a la muerte por consumo de alcohol.
La avaricia de un empresario
El principal responsable del fraude fue el empresario ourensano Rogelio Aguiar Fernández, propietario de Bodegas Aragón, que inició la compra de alcohol metílico, más barato que el alcohol etílico y, por lo tanto, con mayor beneficio para la firma al producir a menores costes, para usarlo como materia prima para la elaboración de diferentes bebidas alcohólicas. En algunos casos, Aguiar vendía sus propias bebidas adulteradas -los bidones de Alcoholes Aroca llegaban con la advertencia «Mercancía de libre circulación, venta y precio. No apta para el consumo humano»- y en otros casos, como quedó probado en el juicio, vendía alcohol metílico a otros empresarios para la elaboración de sus propias bebidas, como las firmas Lago e Hijos (Vigo) o Industrias Rosol (A Coruña). El juicio del caso del metílico, el gran escándalo de la época, se saldó con condenas para Rogelio Aguiar Fernández (19 años), su mujer y cómplice, María Ferreiro (12 años), Román Rafael Saturno Lago (17 años), Román Gerardo Lago Álvarez (17 años), Luis Barral Iglesias (17 años), Ricardo Debén Gallego (12 años) y Miguel Ángel Sabino Basail (15 años), además de otras condenas menores.
Censura de Carrero Blanco
La sentencia llevaba aparejadas consigo importantes indemnizaciones, que nunca se llegaron a pagar. Además, tanto el fiscal Fernando Seoane como el joven juez José Cora -más tarde valedor do pobo- cursaron sendas diligencias para establecer la responsabilidad del Estado por «la total falta de control en el comercio de alcohol metílico y en la elaboración de licores». Tras la vaguedad de las respuestas, Seoane solicitó al Ministerio de Presidencia, bajo el mando de Carrero Blanco, que identificase a los funcionarios con competencias en el caso. El ministerio respondió que los funcionarios habían actuado correctamente y que un instructor de Ourense carecía de competencias para ello. El escrito de José Cora se archivó.» (Xosé Manoel Rodríguez: Medio siglo de un trago mortal. La Voz de Galicia, 27 de marzo de 2013)
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