
Cuando estén obsoletas las “nuevas tecnologías”, que tanto nos fascinan en este momento (tal como los transistores o los cohetes deslumbraron a nuestros abuelos, en el suyo), los valores y los soportes culturales cambiarán de manera radical. La televisión será una antigualla tan caduca como resulta hoy un libro tipografiado para un adolescente de quince años. Internet no pasará de ser un recuerdo con un valor similar a los telegramas actuales, y los móviles se considerarán cacharros feos y pesados que fueron usados con ingenuidad aldeana por los nacidos en la segunda mitad del siglo XX y primera del XXI.
Los flamantes adelantos, que los nuevos pánfilos considerarán el no va más del no va más tecnológico, con la misma alegría simplona de sus abuelos, inclinarán a los pedagogos, y a otras aves de plumaje similar, a recomendar que los ciudadanos se sienten ante una vieja pantalla para ver programas televisivos con el mismo entusiasmo que hoy los exhortan a la lectura indiscriminada.
Poca gente les va a hacer caso porque ¿quién querrá ver a Tarzán en dos o tres dimensiones si puede disfrutar en Hiper Realidad Inducida (HRI) las sensaciones de saltar con él de liana en liana, oler la caca de los hipopótamos, pensar los calamitosos pensamientos del Hombre Mono e, incluso, arrebatarle a Jane (o a Chita, que para todo hay gustos) con el fin de pulverizar el orgullo del mismísimo rey de la selva? El niño futuro rechazará la televisión y las películas tanto como el chico actual repudia los libros. Para ellos, estas cuestiones no tendrán vuelta de hoja (aunque ni sepan lo que es una hoja).
¿Qué programas recomendarán los pedagogos a estos niños? Cualesquiera. Lo importante será recuperar la capacidad de estimular algunas de sus células cerebrales con la ayuda del televisor. Enseñarles a ver fuera de la mente. Incluso, mover algún dedo utilizando el mando a distancia. Se fomentará la costumbre de ver la televisión para elevar el nivel intelectuall y físico de los ciudadanos: poco importa que la protagonista del programa sea la Marquesa de Babieca o el bisnieto catatónico de Belén Estefanía y Divinio Leico. Lo primordial será mirar, oír y practicar zapping. Mens sana in digito sano. Acciones que promoverá el Ministerio insertando publicidad en la HRI. Los colegios dedicarán diariamente una hora mágica entera, o partida, a que los tiernos infantes vean la caja tonta como quien asiste a misa.
LEER BAJO TIERRA
Todas estas predicciones vienen a propósito de que en el Metro de la Capital de España, hace un tiempo, me encontré frente a cierto reportaje de su cutrísima televisión subterránea. Las pantallas gigantes repetían, cada pocos minutos, lo orgullosos que se sentían de que el 60% de los ciudadanos capitalinos fueran lectores. Y de que leyeran más de cuatro o cinco libros al año, etc. Por supuesto, yo, igual que debió sucederle al editor de la noticia, no me la creí. Llámenme incrédulo, pero lo cierto es que ni siquiera creo que el 30% de los madrileños lea un libro cada dos años. Pero aquellas imágenes sí me sirvieron para fijarme en qué obras leía la gente en el Metro.
Aunque reconozco que a mí ni me va ni me viene lo que los madrileños lean, me dediqué a contar y examinar los libros de mi vagón en cada viaje que hice por el subterráneo. Calculé que, siendo optimistas, no más del 4% de los pasajeros llevaba un libro en las manos. Y que este libro casi siempre era uno de esos bestsellers que, página tras página, obligan a los lectores a dar vueltas como pollinos a la noria de una trillada e insípida historia mil veces contada. En cada capítulo los autores anuncian desvelar alguna simpleza que actúa a modo de zanahoria para que nadie se salte demasiadas páginas a la vez y no pierda la sensación de haber leído la obra. Otros libros eran, simple y llanamente, lo que ahora se llama “autoayuda”, es decir, placebos editoriales para personas sin capacidad crítica, escritos por autores sin escrúpulos que se presentan a sí mismos como auténticos pozos de ciencia.
Es evidente que todos estos textos-basura no pueden ser considerados literatura y nada positivo aportan a quienes los leen. Eso sí, tanto el autor como el editor saben que la venta de su próximo libro depende de que sus lectores se sientan cultos e inteligentes mientras leen el volumen que sostienen en la manos. Por eso, cada dos páginas se les presenta una obviedad advirtiéndoles, soterradamente, que si la entienden pueden considerarse sabios poseedores de una sutileza equiparable a la de Aristóteles o Albert Einstein. Nada extraño, puesto que para vender automóviles, dietas de adelgazamiento, crecepelos, bonolotos o pintalabios se usan los mismos trucos.
¿Puede considerarse ese ejercicio de lectura una actividad cultural o es el equivalente a contemplar la televisión basura? ¿Alguien cree, de verdad, que esos lectores van a pasar algún día a una literatura más auténtica? ¿Es bueno para la sociedad que la gente consuma este tipo de literatura?
Creo que las tres preguntas (podrían formularse cientos sobre el mismo asunto) se contestan solas. Por supuesto, el debate no es nuevo. De hecho, existe una vieja discusión que camina por los mismos derroteros: ¿qué ha de primar en una obra infantil: el contenido literario o el fomento del amor a la literatura?
QUÉ ES LA RESPONSABILIDAD LITERARIA
Desde luego, es factible alegar que ambos aspectos del problema pueden ir unidos en el mismo libro; sin embargo, ateniéndonos a los hechos, no siempre es así. Se suele decir, decir, por ejemplo, que aun no siendo el cómic un tipo de lectura recomendable –tanto por su contenido habitual como por su lenguaje o por su construcción–, es válido en cuanto produce una costumbre lectora en el niño. Asimismo, podrían ser nombradas obras escritas para niños, cuyos contenidos no son, precisamente, los más aconsejables, pero que, publicitadas por la televisión, ejercen un gran atractivo sobre ellos y, si se pusieran en sus manos, las leerían con avidez. Incluso, por qué negarlo, les ayudarían a conseguir una lectura más fluida.
Ciertamente, su futuro como lectores se encontraría cercano al nivel de ese 4% capitalino, tan aficionado a leer basura, mientras circula a cincuenta metros bajo tierra. Si es esto lo que deseamos, nos hallamos en el buen camino. La creación de una legión acrítica alfabetizada estará garantizada, lo cual también es garantía de contar con trabajadores mansos, consumidores compulsivos y votantes apáticos. El auténtico tres en uno. El panorama ideal para los banqueros y las grandes corporaciones.
Sin embargo, si deseamos una sociedad culta y dinámica, debemos ser conscientes de que descifrar las palabras de un texto no lo es todo en la lectura. Cuando un adulto o un niño lee un libro es muy importante la forma en que establece su relación con lo que dice el texto que, al fin y al cabo, viene a constituir un vehículo para tomar contacto con los pensamientos del escritor. Si esta forma de establecer contacto está viciada –como en el caso de la mayoría de los cómics y de la “literatura-basura”–, la literarización (permítaseme el neologismo) del niño está arruinada de antemano.
Lo que pretendo señalar es que un buen libro infantil debe conseguir, mediante su forma y su contenido, un lector activo. De esta manera, el autor se ve involucrado en la creación de una literatura responsable que le ubica en el mismo plano que a los padres y los profesores, es decir, desarrollando un rol similar al de quienes encauzan las lecturas del niño.
Esta responsabilidad literaria no ha de confundirse con la confección o la recomendación de obras útiles, en el sentido que de este concepto tenían los primeros autores de literatura infantil: libro de trabajo, en contraposición a libro de juego.
Honestamente, pienso que en ningún caso debería presentarse la literatura infantil fuera de una concepción lúdica, propia de la niñez. El sentimiento de estar jugando proporciona a los niños un estado de ánimo y unas actitudes más positivas que cuando son conscientes de que se encuentran trabajando. Muchas veces, el rechazo o la atracción que les provoca una obra tiene su génesis en esa diferencia que no conviene olvidar. No quiere esto decir, ni mucho menos, que los libros para niños deban disociar el mundo infantil del mundo adulto. Al contrario, las profesiones y el trabajo del ámbito de las personas mayores deberían estar reflejados en ellos.
NO DE CUALQUIER MANERA
El tema da para mucho y creo oportuno reactivar la discusión sobre la conveniencia o no de inducir a los niños a consumir textos de manera indiscriminada, sirviéndoselos igual que el pienso a los pollos en una granja industrial.
Soy un ferviente partidario de que los niños (y los adultos) lean, aunque no cualquier cosa y de cualquier manera. Los colegios, institutos y universidades deberían proyectar cuidadosamente sus planes de lectura (frecuencia, contenidos, métodos,…), en lugar de colocar delante de los alumnos cualquier texto que les atraiga o que les haga mantener la boca cerrada durante unos minutos, en el caso de los más pequeños. Se trata de solucionar ese problema o de caer en el mismo error que, medio en broma y medio en serio, he descrito al principio de este artículo: televisión-basura para “culturizar” a los futuros colegiales o lectura-basura para hacer lo mismo con los nuestros.
Y, de paso, tranquilizar nuestra conciencia educadora.
Y, si fuera posible, recibir una felicitación del Clouseau institucional de turno.
Y, quizás, ¡oh, maravilla!, ser distinguidos con un Premio de Fomento a la Lectura, todo con mayúsculas.
UNA SOLUCIÓN
A mi modo de ver, una posible solución ‒me refiero a una solución responsable‒ resultaría de crear equipos especializados que roten por los centros educativos y, de acuerdo con el profesorado, articulen planes de lectura adaptados a las necesidades y peculiaridades de cada zona. Esto es necesario porque, en la actualidad, ni los enseñantes ni sus inspectores parecen preparados para llevar a cabo estas programaciones sin ayuda externa. La razón es muy simple: nadie les ha capacitado para ello. No basta con ser un lector asiduo o poseer conocimientos de Pedagogía para gestionar adecuadamente los mecanismos intelectuales que se ponen en marcha durante el complicado proceso de transferencia que tiene lugar entre autor y lector. De poco sirve que se les obligue a seguir un horario de lectura ‒acrítica, inarticulada, con textos elegidos al azar‒ que no remedia absolutamente nada, por muy buena voluntad que ponga cada profesor. Un fracaso que cada día se palpa en la enseñanza sin que nadie se sienta responsable del mismo.
(Queda prohibida la reproducción de este artículo por cualquier medio. Todos los derechos reservados internacionalmente. Parte del texto está extraído de la obra Todo sobre el libro (Primer tomo) de Manuel Mora Morales (2001), con derechos de autor y copyright vigentes). _____________________________________________________________________________________ ¿Quiere continuar el contacto con mis blogs? Le espero en Facebook. Haga click aquí para agregarme como amigo.
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