Hablando de Úrsula K.

Hicieron el amor; el amor no se está quieto, ahí, como una piedra, sino que hay que hacerlo, como el pan; rehacerlo todo el tiempo, hacerlo de nuevo. Después se abrazaron, sosteniendo el amor, dormidos.

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Cada vez que termino de leer una buena novela, experimento un sentimiento similar al que me produciría un pequeño funeral, y asisto con tristeza al final inapelable de una historia con la que me he identificado, al lamentable óbito de un organismo intelectual con el que he convivido, estrechamente, durante horas, días e, incluso, semanas. Al desconsuelo de esta pérdida, se une, como las dos páginas de una hoja, la satisfacción del recuerdo emocionado de las vitalidades que la novela ha ido construyendo, palabra a palabra, párrafo a párrafo. Los sentimientos, todos lo sabemos, tienen ciertas dificultades para diferenciar la ficción de la realidad.

Hablando de ficciones y desconsuelos, quiero decir que una novelita de Úrsula K. Le Guin me dejó con ganas de continuar leyendo más allá de la última página. Se titula “La rueda celeste” y cuenta una historia fantástica en que un señor tiene la capacidad de transformar la realidad a través de sus sueños.

Alguien dirá que esto no es fantástico y que mucha gente consigue realizar cambios en la sociedad, o en el territorio, luchando por convertir sus sueños en algo real. Sin embargo, el caso de George Orr, el protagonista, es diferente: si él sueña que no hay más guerra entre los seres humanos de este planeta, cuando despierta se encuentra con que sus sueños se cumplen a rajatabla: los hombres ya no se matan a tiros, aunque, imprevisiblemente, varios países están luchando contra unos invasores extraterrestres. Y si su psiquiatra le sugiere en un trance hipnótico que sueñe con la desaparición del racismo, al despertar le espera una sorpresa: ya no existe la xenofobia, pero todos los humanos tienen la piel de un repugnante color gris.

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“La rueda celeste” es algo más que un cuento clásico de ciencia ficción; se trata de una bien urdida metáfora sobre la ambición personal y la perversión política de los bienintencionados cuando alcanzan el poder. Una parábola sobre la amputación de la libertad de los ciudadanos para hacerlos más felices proporcionándoles aquellas cosas que el bienintencionado cree que les aportará felicidad. Todo lo que el gobernante cree que proporciona prosperidad se lo entrega al pueblo, pero él gobierna prescindiendo de ese mismo pueblo ignorante. No hace falta nombrar a nadie, porque sobran ejemplos en el mundo –ejemplos presentes y pretéritos– con una característica común: todos se agarran al poder como lapas a la roca, advirtiendo a sus respectivos pueblos que la resistencia de los ciudadanos comunes a ser tratados («preventivamente») como potenciales malhechores, atenta contra el bienestar de la nación.

Es muy conocida la frase de Benjamín Franklin aludiendo a que no vale la pena obtener más la seguridad si ello significa sacrificar una sola fracción de libertad. Es decir, exactamente lo contrario de lo que proponen los gobiernos actuales –dictatoriales, democráticos o pseudodemocráticos–, en los cuales se ha instalado un despotismo que ellos mismos tratan de justificar aludiendo a hipotéticos ataques contra la seguridad ciudadana.

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El relato de la norteamericana  Úrsula K. Le Guin, no exento de cierto humor sutil, se interna de manera lúcida en estos galimatías del poder. Sus héroes, más bien torpes, no son monolíticos; están construidos con retazos de imperfecciones que la autora une con el mortero de los buenos sentimientos. Indudablemente, los protagonistas se parecen a los personajes de George Orwell y la moralidad que impregna sus luchas no difiere demasiado; sin embargo, mientras el final de “1984” nos deja a los pies de los caballos, “La rueda celeste” propone un camino, un camino duro, ciertamente, pero un camino hacia la esperanza.

“Contempló el enorme rostro. Le había costado cuarenta años saber qué clase de sonrisa era aquella oculta bajo el bigote negro. ¡Qué cruel e inútil incomprensión! ¡Qué tozudez la suya exilándose a sí mismo de aquel corazón amante! Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al Gran Hermano.” (“1984”, George Orwell)

“Él la conocía, conocía a esa extraña, sabía cómo hacerla hablar y cómo hacerla reír. Dijo, por último:
—¿Acepta una taza de café? Hay un bar al lado. Es la hora de mi descanso.
—No creo que lo sea —replicó ella; eran las cinco menos cuarto de la tarde. Ella miró hacia el Extraño—. Claro que me gustaría tomar café, pero…
—Vuelvo en diez minutos, E’nememen Asfah —le dijo Orr a su patrón mientras iba a buscar su impermeable.
—Tómese la tarde —dijo el Extraño—. Hay tiempo. Hay regresos. Ir es regresar.
—Muchas gracias —dijo Orr, y le estrechó la mano.
En su mano, la gran aleta verde se sentía fría. Salió con Heather a la cálida tarde lluviosa de verano. El Extraño los miró a través de la vidriera, así como un animal marino podría mirar desde un acuario, viéndolos pasar y desaparecer en la bruma.” (“La rueda celeste”, Úrsula K. Le Guin)

Agradezco de corazón a mi amiga Esther que me facilitara este excelente libro. Al mismo tiempo, espero que estas líneas sirvan para que otros lectores disfruten tanto como yo con esta obra de Úrsula K. Le Guin, autora ya octogenaria, que nació en California y vive ahora en Portland (Oregón), contemplando desde su ventana el mismo monte Hood que tanto protagonismo alcanza en esta novela.

He colocado vínculos en “La rueda celeste” para acceder gratuitamente a la versión electrónica, en formato Pdf.

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