Dónde brotará el nuevo volcán de El Hierro. Relato de una atrocidad

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Tengo una fantasía recurrente desde que aparecieron las primeras noticias sobre esa lombriz de magma que recorre el subsuelo herreño. Cierro los ojos y veo un enorme gusano de fuego encolerizado que trata de vengar la destrucción de la obra de un antepasado suyo. Por eso, cuando me levanto de la cama, lo primero que hago cada día es correr al ordenador para ver si se ha abierto un nuevo cráter en El Hierro. Y, sobre todo, si ha sido en El Lajial. Naturalmente, esas figuraciones tienen su protohistoria y hasta puede ser que a alguien le interese conocerla.

Antecedentes

En el año 1995, recogí, en un libro titulado Los espacios naturales de El Hierro, la legislación que se había publicado en la comunidad autónoma canaria, respecto a la protección de nuestro patrimonio natural. Para que la publicación resultara un poco más amena que un boletín oficial, incluí algunas informaciones adicionales y una foto de cada espacio protegido. Para obtenerlas, me desplacé a la isla del meridiano cero.

Cuando llegué al lugar conocido como El Lajial, cercano a La Restinga, no me podía creer lo que contemplaba. Varias palas mecánicas estaban destruyendo, de manera metódica, lo que el Parlamento canario había reclasificado como Parque Rural, hacía pocas fechas (Ley 12/1994, de 19 de diciembre, de Espacios Naturales de Canarias). Era evidente que aquél era un lugar de especial interés natural y ecológico cuya destrucción no iba a propiciar un desarrollo armónico de las poblaciones locales y mejoras en sus condiciones de vida. La Ley dice:

«b) Parques Rurales son aquellos Espacios Naturales amplios, en los que coexisten actividades agrícolas y ganaderas o pesqueras, con otras de especial interés natural y ecológico [cursiva mía], conformando un paisaje de gran interés ecocultural que precise su conservación. Su declaración tiene por objeto la conservación de todo el conjunto y promover a su vez el desarrollo armónico de las poblaciones locales y mejoras en sus condiciones de vida [cursiva mía], no siendo compatibles los nuevos usos ajenos a esta finalidad.»

Mi primer pensamiento fue que alguien deseaba construir un estadio de fútbol, dadas las mastodónticas dimensiones del espacio que estaban «limpiando». Sentí que algo me revolvía el estómago.

Aquel lugar no sólo yo lo conocía, sino que lo adoraba. La primera foto que había disparado allí databa de 1975. Desde hacía muchos años, cada vez que tenía ocasión de visitar El Hierro, tomaba mi cámara fotográfica y pasaba muchas horas caminando por aquellas maravillosas figuras de cordones de lava que convertían esa parte de la costa en un lienzo sobre el que la naturaleza había dibujado filigranas insólitas. La nueva Ley de Espacios Naturales de Canarias estaría plenamente justificada, incluso, si no hubiera protegido otra cosa que aquel paraje incomparable.

Mi reacción

Imaginen mi asombro. La primera reacción fue dirigirme al Cabildo de Valverde y preguntar a los funcionarios si conocían lo que allí sucedía. Por el camino, hablé con algunas personas de El Pinar que parecían contentas de que en ese paraje se hiciera algo que dejara dinero, aunque no sabían exactamente qué se estaba construyendo. Supuse que cuando uno vive en un lugar donde suceden tan pocas cosas, está deseando cualquier cambio, aunque sea para peor.

Luego, los funcionarios me dijeron que sí, que estaban al corriente de aquellos trabajos y que no me preocupase, que El Lajial sería una magnífica finca, que formaba parte del desarrollo de la isla y que no contradecía en nada la nueva Ley.

Naturalmente, la Ley de Espacios Naturales de Canarias permite cualquier interpretación torticera; incluso, permite recalificar cualquier espacio natural para que alguien, aunque no sea amigo de quien recalifica, pueda arrasar lo que más le plazca. Si no me creen, visiten una hemeroteca y revisen las modificaciones permitidas en los parque naturales canarios. Por ejemplo, en Valle Gran Rey o en Alojera, en La Gomera.

Lo que pude hacer y no hice

Cuando salí de allí, miré el edificio del Cabildo de El Hierro y me contemplé a mí mismo: un tipo insignificante entrometiéndose en los asuntos de una isla que no era la suya, en lugar de centrarse en buscar dinero para pagar al banco la hipoteca en que acababa de meterse. Ya dijo don Vito Corleone que lo primero debe ser la familia… Y le hice caso a don Vito.

En mi libro sobre Espacios Naturales, puse la foto con las palas mecánicas destruyendo El Lajial. No hice nada más, excepto lamentarme. Debí haber escrito un artículo en la prensa. Pude hacerlo, pero, a pesar de que no me hubiera llevado mucho trabajo, no lo hice. Nunca me he perdonado esa omisión.

El Leviatán repta bajo el Mar de las Calmas

Esa culpabilidad me asalta, ahora, en forma de fantasía. El gusano de magma que circula por los cimientos de la isla me mira a los ojos desde su madriguera, a doce kilómetros bajo tierra, y yo contemplo su rostro de Leviatán, su cuerpo de Leviatán, las ansias de venganza de un Leviatán que vuelve para reconstruir El Lajial. A ornamentarlo, de nuevo, con un encaje de lava como el que perduró intacto durante seis mil años al borde del Mar de las Calmas.

Grabado de Doré (1865)

A pesar de que no creo en el karma ni en la justicia de los dioses, cada vez que leo las cifras de un seísmo en El Hierro, cada vez que en los mapas del Instituto Geográfico Nacional aparece la mancha magenta que representa el último movimiento telúrico, me digo: Leviatán continúa buscando una salida cercana, por eso atravesó la isla y ahora merodea frente a El Lajial.

Epílogo

Durante el tiempo transcurrido entre el atentado a este espacio natural y los terremotos, tuve otra vivencia que no puedo dejar de reseñar. A principios de este siglo XXI, un alto cargo del gobierno autónomo canario me comentó, de manera informal, que un extranjero le había visitado en su despacho, con la pretensión de recibir un subvención por un asunto relacionado con El Lajial. Por lo que pude colegir, se trataba de un asunto tan disparatado que prefiero no reproducirlo aquí, porque nadie me creería.

Poco a poco, entendí que aquel visitante forastero era el dueño de la finca que se había plantado sobre una buena parte –les aseguro que la más hermosa– de El Lajial. No pude dejar de comentar cuánto le costó a nuestro patrimonio natural que aquel señor cultivara sus verduras en el Sur de El Hierro, mientras las autoridades hacían la vista gorda.

Sin embargo, lo único que logré con mi comentario fue que el cargo institucional cambiase el tema de la conversación y que yo no terminara de enterarme del asunto por completo. Honradamente, no creo que le otorgaran aquella subvención, pero ¡quién puede asegurarlo!

Ni el Leviatán ni los sueños forman parte de la realidad, porque en ese caso no sobreviviríamos. Sin embargo, estoy convencido de que la realidad sí forma parte de los sueños, porque en caso contrario nuestra humanidad se perdería.

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