Sobre la originalidad

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El astrónomo Galileo Galilei ante la Santa Inquisición. Las ideas originales siempre han tenido poca aceptación entre los ignorantes y los fanáticos.

Durante unos pocos años de mi vida, he tenido el privilegio de impartir clases a niños y adolescentes. A veces, algunas personas que entraban en el aula se extrañaban de ver que un reloj de pared estaba colocado con las doce a la derecha y las nueve en la parte superior; que en un mapamundi tenía el Polo Norte hacia abajo; que una esfera terrestre mostraba a Australia apuntando al techo; etc.

Nunca expliqué a nadie el objeto de esos cambios, pero tenían la intención de provocar la identificación de lo insólito, de aplicar lo que desde entonces dí en llamar la mirada inversa, que es capaz de detectar mensajes lógicos donde la mayoría solo ve errores. Es posible que ninguno de esos alumnos jamás haya sabido por qué un día comenzó a encontrar un torrente de ideas originales en su mente ni, mucho menos, cómo fue el proceso que le condujo a ello.

Estoy convencido de que enseñar a resolver paradojas, a convivir con ellas de una manera natural y a desconfiar de todo objeto o pensamiento con apariencia de normalidad debería utilizarse con más frecuencia en la educación de nuestros jóvenes. En el caso de que no se logre sacar a flote la originalidad personal, al menos, se conseguirá un individuo más crítico que podrá defenderse mejor de la avalancha de mensajes canallescos que recibirá a lo largo de su vida.

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Una de las miles de posibles divisiones que podrían hacerse entre los seres humanos es la que tiene en cuenta la originalidad: unas personas parecen caminar continuamente por sendas trilladas, pronunciar frases hechas y repetir conductas inducidas y otras, en un porcentaje ínfimo, dan nuevo sentido a las palabras, obran de manera diferente a la mayoría y se apartan de las trayectorias vitales ordinarias. Cuando existe respeto y educación, ambas partes se miran con simpatía y reconocen al otro como su complemento; en el caso de los intolerantes o ignorantes, la otra parte es «rara», en el caso de los originales, o «no tiene chispa», si se trata de los integrados. Esta es una situación que se produce con tanta frecuencia que nombrarla no supone ningún descubrimiento para nadie.

Sin embargo, aunque la originalidad debe hallarse potenciada por algunos genes hereditarios, estoy seguro de que puede permanecer dormida durante toda la vida de una persona, si no es activada de manera conveniente. Educar la identificación de las señales insólitas que nos proporcionan los sentidos y la memoria es una buena manera de activar la originalidad. A continuación, viene el aprender a interpretar las señales insólitas para, finalmente, lograr transmitirlas de manera ordenada y comprensible; lo cual puede generar una simple comunicación original o una obra artística.

Creo que la identificación de las señales insólitas, que nos llegan a lomo de las percepciones y de los recuerdos, tiene mucho de genético, aunque un buen adiestramiento nos puede ayudar a descubrir detalles que nunca habíamos imaginado. Conocer técnicas fotográficas o pictóricas nos conduce a nuevas percepciones del color y de los trazos que delimitan los seres vivos o los objetos, en la naturaleza o fuera de ella. Tener nociones de cómo funciona el color en un monitor o en una impresora offset seguirá ampliándonos ese campo, etc. Lo mismo puede decirse del sonido, de los sabores, de los olores, de las sensaciones térmicas o de los impactos artísticos derivados de la literatura.

He conocido a personas que con pocos conocimientos técnicos logran captar muchos detalles que suelen pasar desapercibidos a la mayoría. Otras, lo consiguen por el camino del aprendizaje y la ejercitación. Sin embargo, si no se logra este objetivo, la originalidad no tiene donde construir su nido.

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La interpretación de las señales insólitas es el segundo paso. Más sofisticado que el primero, puesto que es necesario poseer la cultura necesaria para diseccionar la señal insólita y realizar una diagnosis que convenga a nuestros intereses. No me refiero únicamente a conocimientos, sino a lo que el drae define como un “Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.”. Cuanto más amplia sea esa cultura, más probabilidades tendremos de acertar en la interpretación.

Pero la originalidad no es ave de corral, sino que suele emprender el vuelo, sola o acompañada de otros artefactos que la resaltan o la deslucen. Por tanto, es necesaria una transmisión ordenada y comprensible, adecuada para llegar a un determinado número de personas. Número directamente proporcional al mayor o menor grado de masificación que imprimamos al lenguaje empleado en esa transmisión, tanto si es de manera inconsciente o con un determinado propósito.

Nadie puede negar la originalidad de Franz Kafka ni la de Charles Chaplin, pero el número de personas a las que llegan es muy diferente, porque la masificación de sus transmisiones también lo es. No se necesita ser un genio para transmitir originalidad y, muchas veces, el número de “público” depende de oportunidades que nada tienen que ver con las vestiduras del mensaje, sino con agentes económicos, relaciones sociales o profesionales, etc. Quiero decir que la originalidad no es una cualidad inherente a los artistas –en realidad, pocos la poseen–, sino de personas de cualquier nivel o posición social.

La transmisión profesional de las ideas originales requiere, sobre todo cuando se trata de ciencia o de arte, una preparación académica. Y, a veces, es necesario asumir ciertos riesgos y poner sobre la mesa el coraje de desaprender las normas académicas, con el fin de lograr una comunicación más fluida y más fresca de la originalidad.

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Realmente, la originalidad no es una prenda cómoda de llevar. El rechazo y hasta la chanza suelen ser ofensas habituales que reciben quienes la poseen y conviven entre personas de bajo nivel cultural o de escasa perspicacia. A veces, cualquier frase que se salga de los lugares comunes es acogida con un “son las cosas de Fulanito”. Quienes tienen medios más poderosos para expresar su originalidad –como la literatura, la música o la pintura–, sí suelen recibir ese reconocimiento del que tantas veces se ve privado quien vive de manera anónima.

Por suerte, al menos en este país, ya no se lleva a nadie a la hoguera por decir cosas originales. En otros tiempos, sí. ¿Hace falta preguntarle a Galileo para conocer las penas que sufrían quienes transmitían ideas originales, si llegaba a enterarse la Santa Inquisición?

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