Cuando René Verneau se despeñó en el Roque Cano

Nadie que haya visitado Vallehermoso podrá olvidar la figura imponente que se alza sobre el pueblo. El Roque Cano. Difiere en forma y altura del resto de los roques isleños, y más parece una señal de basalto clavada allí por algún ser celestial que una masa rocosa esculpida caprichosamente por la naturaleza.

Todos los habitantes del valle han soñado en su niñez con escalar el Roque, pero han sido pocos quienes han llegado a su cima. El más famoso de todos fue Esteban, un fugitivo de la posguerra que vivió temporadas en lo más alto, burlándose de los guardias civiles y alimentándose de las comidas que los vecinos le dejaban por la noche en el camino que conduce a Hermigua. El mismo camino que el ejército de Franco utilizó para transportar cañones y bombardear Vallehermoso, por no querer unirse al Glorioso Movimiento que dejó a media España huérfana y a este mismo pueblo con demasiados muchachos fusilados.

El origen de su nombre es una incógnita. Tal vez, se deba a un colono de apellido Cano que aparece en los documentos de arriendos de tierra que el Conde de La Gomera llevó a cabo en el siglo XVII. O, quizás, porque la niebla se posa de vez en cuando sobre su cabeza.

En el siglo XIX, un naturalista francés, Verneau, le hizo una visita, tuvo una caída por querer escalarlo y nos dejó su testimonio:

Nos pusimos pues en camino. Antes de llegar al pie del Roque encontré una cueva, cerrada en parte por una gran losa, en la que hice excavaciones y recogí algunos cráneos. La expedición comenzaba bien y me prometí que visitaría La Cueva del Telar, que se mostraba en la cumbre del monolito. Es una cueva muy curiosa, una de las más extraordinarias que haya visto. De lejos se ven una serie de columnas inclinadas, paralelas, que explican el nombre que se le ha dado. Se diría que fueron cortadas por la mano del hombre.

Una vez al pie del peñón, mi entusiasmo se enfrió un poco. Por todos lados sus faldas basálticas estaban inclinadas por encima de nuestras cabezas. Por eso me parecía imposible subir. El viejo pastor me enseñó un pequeño agujero por el que penetró arrastrándose e invitándome a imitar todos sus movimientos. Al final de una pequeña galería existe una especie de chimenea estrecha por la que subimos a la manera de los deshollinadores. Franqueamos un grueso bloque y nos metimos en otra chimenea parecida. Lo más difícil estaba hecho, pues nos encontrábamos ya en una pequeña explanada. El resto, aunque fuera completamente escarpado, se podía escalar sin demasiado esfuerzo.

Visité muchas cuevas pequeñas que habían servido de sepulturas, pero que no contenían sino restos inutilizables. Finalmente llegué a la Cueva del Telar. Las columnas no son tan regulares como parecen desde abajo, pero no por eso dejan de ser muy notables. Entre ellas dejan es¡¡ acios suficientes para que pase un hombre. Casi todas están fragmentadas, y se diría que son piedras gruesas cortadas de la misma forma y tan bien ajustadas que el cemento sería inútil para mantenerlas en su sitio, a pesar de su inclinación. No obstante; muchas han perdido la parte media. Sólo queda la base y la cúspide, suspendida como una amenaza por encima de la cabeza del atrevido que viene a profanar las sepulturas.

Estos pilares son, simplemente, columnas basálticas, y existen otras muestras en los alrededores. Entre estos pilares fueron depositados varios cadáveres, de los que no pude encontrar sino algunos restos.

La excursión, que se anunciaba tan bien al principio, se volvía mal, y debía terminar con un accidente. Habíamos descendido e íbamos a alcanzar la chimenea por donde habíamos subido, cuando una piedra, sobre la que había puesto un pie, se desprendió y me hizo perder el equilibrio. Caí de una altura de unos 12 metros. Las gentes que nos habían seguido y que nos esperaban en la base del peñón acudieron, esperando encontrar un cadáver. ¡Cuál sería su sorpresa al encontrarme con vida! No me había matado ni tenía, incluso, ninguna lesión importante.

Había caído sobre una tunera salvaje, cuyas largas espinas puntiagudas, resistentes como el acero, se me clavaron por todas partes. Seguro que sufría, pero estaba demasiado contento de haber salido del paso con tan poco daño como para quejarme.

No se quejaría. Es posible. Pero, de una manera infantil, escribió todo lo malo que pudo sobre los habitantes del pueblo, como si ellos fueran los responsables de su poca habilidad para la escalada. He leído pocos textos con tanta inquina como los escritos por René Verneau sobre Vallehermoso y, principalmente, sobre la familia que lo acogió con cariño e hizo lo indecible para contentarlo. Quien sienta curiosidad, encontrará esos textos en una de las obras de este autor francés a quien tantas buenas descripciones debemos, a pesar de sus lloriqueos de pitiminí.

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