
Todo este espectáculo, montado en torno al ciclista Lance Armstrong, sólo tiene un objetivo: ganar dinero. Desde la pastelera entrevista de la arruinada Oprah Winfrey hasta la película que nos endilgará Holliwood para el próximo año –nadie la ha anunciado, pero hoy se las anuncio yo–, todo está encaminado a subir los números de unas cuantas cuentas corrientes.
En primer lugar, este circo se dirige a reponer –a multiplicar, probablemente– el dinero que el ciclista debe devolver y a sanear las cuentas de la periodista, que había montado su propia cadena de televisión con resultados desastrosos.
¿No es esto también una especie de dopaje periodístico, en que nada tiene que ver la honradez del informante, sino un teatro de títeres para convertir el comportamiento de un sinvergüenza en una heroicidad?
Yo creo que sí.
Naturalmente, no se trata de algo nuevo. Los cineastas y escritores norteamericanos están acostumbrados a presentarnos a sus villanos como héroes y, además, a cobrarnos entrada por admirarlos. Desde que Pat Garret mató a Billy el Niño –cuya foto vendió el año pasado la baronesa Thyssen por unos 2,5 millones de dólares– no han hecho otra cosa, incluyendo a Frank Costello, Bonnie y Clay, Lucky Luciano, Al Capone y una larga lista cuyos integrantes se han convertido en auténticos bestsellers. Entre ellos, yo incluiría a un par de presidentes del talante de Richard Nixon: el Watergate significó una verdadera terapia para los estadounidenses, pero resultó sobradamente pagada por las noticias generadas por sus agencias de prensa y vendidas al resto del mundo como primicias.
No me gusta que los cadáveres de los reos ejecutados sean expuestos en los caminos públicos. Lo hacían los gobernadores españoles en Cuba con los tabaqueros díscolos y lo practicaban en Estados Unidos los miembros de organizaciones racistas con sus víctimas de color. Es una manera de excitar el morbo de la población para conseguir unos fines terroristas. O pecuniarios, como es el caso que nos ocupa, hablando metafóricamente.
No les quepa duda de que se escribirá un libro, o media docena, con título parecido a «Yo confieso», cuya traducción compraremos como auténticos imbéciles para reponer los millones de dólares que tanto llora el canalla Armstrong, el cual, una vez más, nos la está metiendo doblada con sus lágrimas de cocodrilo dopado.
Después del libro, vendrá la película y, después de la película, es capaz de sacar un videojuego para que nuestros hijos vayan adentrándose en las entrañas reales de los deportes de masa. Y una camiseta con un dibujo de Dalí y la frase: «Armstrong se dopa, yo tampoco».
Lo cierto es que, en Estados Unidos, existe un nexo que une a todos los delincuentes famosos: son debidamente procesados, empaquetados, etiquetados… y vendidos por su potente industria de la información como si fueran perritos calientes.
No me quejo del mundo en que me ha tocado vivir, porque considero que es más honrado, más interesante y mejor intencionado ahora que en el pasado. Pero esto no implica que deba tragarme todos los engaños sin decir esta boca es mía. Faltaría más.
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