Tomás

Esta mañana, me vino a la memoria Tomás, un personaje al que conocí hace muchos años. Quizás, el desencadenante de ese recuerdo fue el azul profundo del mar que contemplaba desde mi terraza, sentado en una mecedora, medio adormecido por el sol matinal, casi ajeno a la música jamaicana que sonaba en la radio de algún vecino.

Tomás era un hombre de raza india al que conocí en la Costa Atlántica de Centroamérica. Nació en una aldea asomada al Caribe, donde los cocoteros llegan hasta la orilla del mar, por una parte, y, por la otra, se mezclan con una intrincada selva tropical. Un territorio casi virgen que estaba compartido entre dos tipos de población: los aborígenes y los descendientes de los trabajadores jamaicanos que fueron llevados para construir el Tren de la Jungla, a principios del siglo XX. Las familias de ambas razas no se mezclaban: aún se miraban con desconfianza, después de un siglo de convivencia. Los indios, como Tomás, hablan español, comen tamales y gustan de música pachanguera, mientras que los negros hablan dialecto inglés jamaicano, comen panes de coco y escuchan música reggae, desde el amanecer hasta la media noche.

Yo estaba allí, cuando el padre de Tomás murió en un hospital de una ciudad cercana, aquejado de una severa dolencia cardíaca que se le agravó cuando se bebió un frasco entero de un linimento jamaicano, presentado como el linimento Sloan (conocido bajo el nombre de El Bigotudo), muy popular en España antes de la aparición de los sprays Reflex. [1]

Tomás también bebía frascos de linimento cuando no tenía el aguardiente de caña con que las clases populares centroamericanas sustituyen el ron bien destilado. A veces, se daba puñetazos en el pecho para que  su corazón volviera a latir –según me contaba–, porque se le paraba de vez en cuando. Nunca antes había yo escuchado que pudiese suceder algo semejante, pero tampoco me podía imaginar que alguien se bebiera un frasco de un mejunje que a mí me producía sensación de mareo con sólo olerlo desde lejos. Lo cierto es que Tomás trataba de alcoholizarse durante el mayor tiempo posible, pero el dinero no le alcanzaba. Su dolencia del corazón sólo le permitía realizar trabajos descansados, como cuidar alguna pequeña hacienda o estar al tanto de quienes alquilaban habitaciones en el pueblo, lo cual le reportaba una ganancia miserable.

Con Tomás aprendí muchas cosas sobre la vida en aquella extraña comunidad, donde había una iglesia por cada docena de vecinos, los predicadores amenazaban cada mañana de sábado con las llamas del infierno y los caballos andaban cansina y libremente por las calles de tierra, acompañados de unas despreocupadas gallinas.

En aquella época, Tomás trabajaba para Wilson, un descendiente de los esclavos jamaicanos que saludaba diciendo «pura vida» y andaba obsesionado por encontrar, algún día, noticias sobre sus ascendientes familiares en Costa de Marfil. La ingenuidad de Tomás y la picardía de Wilson corrían parejas: ambos estaban encantados con su relación laboral: Tomás, por contar con un mísero trabajo que apenas le daba para comprar una botella de alcohol y otra de linimento a la semana; Wilson, por tener un esclavo que le vigilaba su territorio y, sobre todo, que le escuchaba durante horas sus imaginativos y reiterativos desbarres.

Tomás andaba en esos días muy contento. Uno de los médicos que visitaban los pueblos de la selva, semanalmente, le había dicho que todavía le quedaban dos años de vida, si se cuidaba. Todo un lujo. Además, pronto tendría su cumpleaños. Aparentaba cincuenta años, pero aún no había llegado a los treinta.

Me sentía en deuda con él, después de haberme contado tantas cosas, y decidí regalarle una botella de whisky escocés que yo guardaba para alguna celebración importante. Como me dijo una amiga hace un par de días, con toda la razón del mundo, yo soy de los que sufren ataques súbitos de generosidad y, en ese momento, tiro la casa por la ventana. Claro que aquella botella no tenía un gran valor económico, pero, en aquel lugar y en aquella época, era un pequeño tesoro.

Cuando se la entregué, Tomás se puso un poco violento, pensando que detrás de ese regalo había algo poco claro. Tardé horas en convencerle de que sólo era un regalo de cumpleaños. Finalmente, la aceptó. Es difícil creer que alguien te regala algo por nada, cuando nadie te ha dado algo gratis durante toda tu vida.

Unos días más tarde, le pregunté a Tomás si le había gustado el whisky. Me contestó que aún no lo había probado. Me extrañó que no se lo hubiera bebido de un solo trago, pero no dije nada y cambié de tema. Una semana más tarde, como Tomás no mencionaba el whisky, un licor que él nunca había probado, volví con la misma pregunta. Me dijo que había paladeado un vasito y el resto lo había guardado. Le aconsejé beberlo poco a poco, porque, al fin y al cabo, beber una botella de whisky junta podría ser perjudicial.

–Usted se cree que yo soy un ignorante, ¿no es verdad? –me contestó, visiblemente molesto– Pero yo he visto muchas veces beber whisky en la televisión. He visto beber whisky a millonarios y a personas muy importantes. ¿Usted piensa que si el whisky fuera malo para la salud esos millonarios se lo beberían? Esa gente es inteligente y sólo come y bebe lo mejor, y no lo que les hace daño.

No supe qué contestar. Creo que me senté con él en unos escalones y nos pusimos a hablar de la serpiente coral que el día anterior había matado a un empleado de Wilson en una hacienda de la montaña, como sucedía cada poco tiempo. Tomás era una persona tan curiosa como amable y conocía como nadie las vidas y las costumbres de su comunidad. A veces, se pasaba horas contándome sus últimas lecturas –realizadas en un volumen del Almanaque Mundial que llevaba a todas partes–, tratando vanamente de convertirme en una persona enterada de todo lo importante que sucede en el mundo. Aquel día, sin embargo, me habló, extensamente, de la terrible verdad que se ocultaba detrás de las cacareadas picaduras mortales de las serpientes coral. Creo que me reveló el terrible secreto, porque yo era el único extranjero que lo tratada de “usted” y, en su opinión, “no le faltaba al respeto”. Pero ésta es otra historia…

No habían pasado muchos días cuando Tomás desapareció. No volví a verlo hasta una semana más tarde. Sin embargo, cuando él me vio, tomó por otro camino para no saludarme. Así pasaron varias fechas hasta que logré encararme con él.

Al parecer, una tarde de aburrimiento, se había bebido el whisky, a pico de botella, hasta la última gota. Me dijo que se puso malo como un perro y que estuvo una semana acostado en casa de su madre, maldiciéndome por no haberle advertido de lo peligrosa que era esta bebida. Reconocí mi culpa, pero me costó mucho trabajo que volviera a aceptarme como amigo.

Es extraña la forma en que se ganan amigos y, también, extraña la forma en que se pierden. Hablar el mismo idioma, tener la voluntad de forjar una amistad por ambas partes y ponerse manos a la obra no es suficiente. Hace falta un esfuerzo que pocos están dispuestos a realizar. Un esfuerzo ajeno a la formación académica, económica, profesional, religiosa, geográfica o ideológica. Un esfuerzo auténtico, limpio, sin tratar de imponer las propias fobias o moralidades, ni de medir al otro con ellas. Es imprescindible que ambas partes tengan la capacidad de remontar el vuelo hasta comprender que las diferencias culturales y los códigos tribales de conducta –posicionados en un primer plano– no permiten contemplar los bosques donde crecen las flores de la amistad y de la tolerancia mutua.

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NOTA

Existe un artículo (en inglés) en Wikipedia sobre la creación del linimento Sloan, por parte de un inmigrante irlandés (Dr. Earl Sloan), en Estados Unidos, en el siglo XIX. Ver: http://en.wikipedia.org/wiki/Earl_Sloan

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