A propósito de Piet Mondrian: cuando los políticos, los banqueros y los eclesiásticos pretenden dominar la cultura

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Un excelente artículo, debido a la pluma del desaparecido Santiago Amón (1927-1988), publicado en la revista Nueva Forma, en 1971, continúa teniendo una rabiosa actualidad. Se preguntaba el crítico de arte sobre las pautas a seguir para valorar de manera segura una obra de arte moderno. Su respuesta, aunque encaminada a la posterior defensa de Pablo Picasso como precursor de todo lo moderno, no pudo ser más valiente. Un párrafo:

¿No existirá -preguntábamos en la ocasión citada- una pauta segura, capaz de discernir el metal noble de la ganga? Sí. La certeza del origen, el cotejo del alfabeto original, la confrontación objetiva de cuanto hoy se divulga o se combate, con la fuente genuina de su alumbramiento, con la luz esclarecida de la moderna investigación, con el pálpito inicial del orden contemporáneo que, en su tiempo, supuso una escisión tajante (como no conoció otra la historia) respecto al orden tradicional, preestablecido, y, en el nuestro, sigue sustentando la razón de un suceso histórico, irreversible e innegable, del que nosotros somos parte y consecuencia. Una y cien veces hemos afirmado que la errónea interpretación de la estética contemporánea en manos de supuestos artistas y, aún más, la total incomprensión en la sensibilidad del inexperto, el divorcio palmario entre la masa y la minoría innovadora, obedecen no tanto a la complejidad sintáctica de los nuevos fenómenos estéticos, como al rotundo desconocimiento, por parte de unos y otros, de su elemental morfología, de aquel alfabeto original en que se decantó el impulso genuino, audaz, revolucionario, del orden nuevo, y el contenido, preclaro y abundoso, de la moderna investigación estética. ¿Cómo será posible la instauración o el simple entendimiento (e incluso la repulsa, la negación) de un lenguaje nuevo, de una nueva sintaxis, con una ignorancia absoluta o con el inexcusable olvido del alfabeto subyacente? Aceptar, sin más, unas formas que ayer, apenas alumbradas por la gracia de un sólido proceso investigador, se orientaron a la constitución de un habla nueva, y reconstruirlas hoy, con todas las variaciones imaginables, pero desposeídas de su genuina vinculación a aquel lenguaje originario, es incurrir en vanos esteticismos o alentar el despropósito de la confusión babélica. Aquí radica, a juicio nuestro, la raíz del desconcierto en que, merced principalmente a la acción caprichosa de ciertos o incontables y sedicentes artistas, ha venido a dar la recta, la serena, la lúcida andadura del arte contemporáneo. Hay que retornar, sin demora, al sabor primigenio del alfabeto elemental en que se apoyó originariamente la luminosa indagación de la estética contemporánea, hasta convertirse en lenguaje autónomo, intrínseco, objetivo, y, como tal, independiente, a manera de un sistema regido por sus propias leyes y en posesión de un tipo harto peculiar de legitimidad, por oposición al poder político, económico, religioso…, a todas las instancias que pretenden gobernar la cultura, en nombre de una actividad que no es propiamente cultural (por decirlo en términos gratos a algún moderno estructuralista, como Pierre Bourdieu). ¿Dónde hallar un ejemplo más conciso y congruente que el de Mondrian, tras la búsqueda de la morfología primera, del primer alfabeto en que se fundó el arte de nuestra edad, apto para la emisión de aquel lenguaje intrínseco, objetivo, autónomo, investido de facultad autotransformadora, constituido en estructura?

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