Ratzinger, Stanislaw Lem y el padre Bonifacio

RATZINGER

En uno de sus poemas, decía Bertolt Brecht que cada persona debe tener más de un vicio, porque uno solo es demasiado para poder caminar con cierto equilibrio por la vida. Y, si su frase exacta no era ésta, seguro que se le parecía mucho.

Uno de mis vicios secretos son las novelas de cienciaficción: me gusta Isaac Asimov, adoro a Ray Bradbury y disfruto con Stanislaw Lem [1]. Precisamente, Lem me vino a la memoria cuando escuché que el papa Ratzinger se jubilará el día 28 de febrero, a los 86 años (a la misma edad en que se jubilarán los trabajadores españoles, cuando el gobierno termine su proyecto de legislación laboral para salir de la crisis). Hoy ha sido la gran noticia internacional, más allá de los cinco grandes muertos norteamericanos y los treinta y seis pequeños muertos hindúes, más allá de las crisis y de los sepulcros blanqueados con declaraciones de la renta.

Estando bien de salud y con la mente clara, ¿qué mosca le habrá picado al papa para tomar una decisión tan drástica? –pensé– ¿Lo hará por vanidad, para que le recuerden como una persona humilde y original? No, no creo que llegue a tales extremos. Ni siquiera para que le canonicen por su gesto de humildad suprema. No me cuadra. Es demasiado inteligente… .

Entonces se me ocurrió: ¿Y si fuera porque…?

Aquí, justamente, pensé en el Vigésimo segundo viaje, de Stanislaw Lem, un relato publicado en 1971, formando parte de la obra Diarios de las estrellas.

¿Tendría Ratzinger una experiencia similar a la del padre Bonifacio? ¿Se retirará a un monasterio cartujo para escribir una obra sobre Física cuántica o sobre las posibilidades de los genes humanos como material adecuado para la construcción de los futuros procesadores? –admito que éstas y otras elucubraciones me vinieron a la mente y, tal vez, también lo piensen ustedes después de haber leído la siguiente cita, que no me resisto a incluir aquí, aun cuando sólo es una parte del cuento de Lem que contiene varios regalos sorprendentes, como si se tratara de una piñata literaria.

Léanlo, les hará pensar y sonreír. En caso contrario, pueden devolvérmelo.

El relato comienza cuando el protagonista, autor del Diario, encuentra a un padre dominico en un planeta lejano. El fraile se halla abatido por las dificultades de su trabajo y el viajero estelar le dice que lo lamenta…

«Dije que lo lamentaba; el padre Lacimón se encogió de hombros:

–Ah, hay cosas peores. Los bzutos, por ejemplo, consideran que la resurrección es un acto tan corriente como ponerse un traje y no hay manera que la reconozcan como un milagro. Los dartrudos de Egilia no tienen brazos ni piernas; podrían santiguarse solamente con colas, pero yo no puedo tomar, solo, una decisión tan importante. Estoy esperando una contestación de la Sede Apostólica desde hace dos años, pero el Vaticano guarda silencio… ¡Y lo del pobre padre Oribacio, nuestra misión! ¿Ha oído hablar de su cruel destino?

Dije que no sabía nada.

–Escuche, pues. Ya los primeros descubridores de Urtama no tenían palabras de elogio para sus habitantes, los poderosos memnogos. Todos están convencidos de que esos seres racionales pertenecen a las criaturas más serviciales, dulces, bondadosas y llenas de altruismo de todo el Cosmos. En la esperanza de que la semilla de la fe brotaría felizmente en esta clase de gleba, mandamos a los memnogos al padre Oribacio, investido de la dignidad de obispo in partibus infidelium. Los memnogos le recibieron en Urtama con una hospitalidad ejemplar: le rodearon de atenciones casi maternales, le respetaban, obedecían a cada palabra suya, adivinaban sus intenciones y cumplían todos sus deseos, parecían absorber sus enseñanzas con anhelo; en una palabra, se le entregaron por entero. Las cartas que el pobrecito me escribía rebosaban de alabanzas y de satisfacción por su comportamiento…

Aquí el padre dominico se secó una lágrima con la manga del hábito.

–En una atmósfera tan favorable, el padre Oribacio no cesaba de predicar día y noche sobre los principios de la fe. Después de explicar a los memnogos la historia del Viejo y del Nuevo Testamento, el Apocalipsis y las Cartas de los Apóstoles pasó a las vidas de los mártires del Señor. Pobre, éste fue siempre su tema predilecto…

Sobreponiéndose a la emoción que le embargaba, el padre Lacimón siguió hablando en voz trémula:

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–Les narró, pues, la vida de san Juan, que logró la luz eterna por ser hervido en aceite; la de santa Águeda, que se dejó cortar la cabeza por la fe; la de san Sebastián, que acribillado de flechas, sufrió crueles tormentos y en recompensa fue recibido en el paraíso por los coros angélicos; les habló de los jóvenes mártires que sufrieron el tormento de descuartización, estrangulamiento, la rueda y la pira, soportándolo todo en éxtasis con la seguridad de ganarse un sitial a la diestra del Señor de las huestes celestiales. Cuando les había relatado la historia de muchas vidas parecidas, dignas de ser imitadas, los memnogos, todo oídos, empezaron a mirarse de soslayo; el mayor de ellos preguntó tímidamente:

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–Reverendo sacerdote nuestro, maestro y padre venerable, si el atrevimiento de tus indignos servidores no es demasiado grande, dinos, te rogamos, si el alma de todo hombre dispuesto a sufrir martirio va al cielo.

–Indudablemente, sí, hijo mío –repuso el padre Oribacio.

–¿Ah, sí? Muy bien… –dijo lentamente el memnogo–. ¿Y tú, padre venerado, deseas ir al cielo?

–Es mi más ferviente deseo, hijo mío.

–¿Deseas también ser santo? –siguió preguntando el memnogo.

–Hijo amado, ¿quién no lo quisiera? Pero yo, un pobre pecador, no puede soñar siquiera con una dignidad tan elevada.

–Pero tú quieres ser santo, ¿no es verdad? –volvió a asegurarse el mayor de los memnogos, echando una mirada significativa a sus compañeros, que ya se levantaban disimuladamente de sus asientos.

–Claro que sí, hijo mío.

–¡En tal caso, nosotros te ayudaremos!

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–¿De qué manera, amados míos? –sonrió el padre Oribacio, conmovido por el ingenuo celo de su fiel rebaño.

Entonces los memnogos lo cogieron suavemente pero con firmeza por los brazos y dijeron:

–¡De la manera, querido padre, que tú mismo nos enseñaste!

Acto seguido le despellejaron la espalda y se la untaron con pez, al igual que el verdugo de Irlanda hiciera con san Jacinto; luego le cortaron la pierna izquierda como los paganos a san Pafnuncio, le abrieron el vientre y se lo rellenaron con un haz de paja igual que le pasó a la beata Elisabeth de Normandía, después de lo cual lo empalaron como los emalquitas a san Hugo, le rompieron las costillas como los siracusanos a san Enrique de Padua, y le quemaron a fuego lento como los borgoñones a la Doncella de Orleans. Después descansaron un ratito, se lavaron y empezaron a verter lágrimas amargas por su pastor amadísimo perdido para siempre.

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Los encontré así, desesperados, al pasar por su parroquia durante mi visita a todas las estrellas de la diócesis. Cuando me dijeron lo que habían hecho se me pusieron los pelos de punta. Al colmo del desespero, grité:

–¡Indignos criminales! ¡El mismo infierno es poco para vosotros! ¿Sabéis que condenasteis vuestras almas para la eternidad?

Aquel memnogo tan grande se puso en pie y me dijo:

–Venerable padre, sabemos que seremos condenados y atormentados hasta el fin del mundo: tuvimos que luchar desesperadamente con nuestra propia conciencia antes de tomar aquella decisión, pero el padre Oribacio nos decía siempre que no había cosa que un buen cristiano no hiciera por su prójimo, que había que dárselo todo y estar preparado para todo. Así que renunciamos con desesperación a nuestra salvación, deseando solamente que nuestro amadísimo pastor tuviera la corona de mártir y la santidad. No puedes imaginar qué difícil fue para nosotros, ya que antes de la llegada del padre Oribacio nadie aquí era capaz de matar una mosca. Le suplicamos, pues, repetidas veces, le pedimos de rodillas que cediera un poco y suavizara la dureza de las obligaciones del creyente, pero él afirmaba que por el prójimo se debía hacer todo, sin excepciones. Nos convencimos finalmente de que no podíamos negarle nada. Comprendíamos igualmente que éramos muy poca cosa en comparación con aquel santo varón y que merecía nuestros mayores sacrificios. Creemos firmemente que nuestro acto tuvo éxito y que el padre Oribacio mora ahora en el cielo. Aquí tienes, padre venerable, la bolsa con la cantidad que hemos reunido para su proceso de canonización, porque él nos había explicado que así se hacía y que era imprescindible. Debo decirte que sólo le hemos aplicado sus torturas preferidas, las que nos describía con mayor entusiasmo. Confiábamos que le serían gratas; sin embargo, él se resistía, y lo que menos le gustó fue tragar el plomo hirviente. En cualquier caso, no quisimos admitir que el sacerdote nos decía una cosa, pensando otra. Sus gritos no podían ser más que una señal de descontento de unas partículas bajas y corporales de su ser, así que no le hicimos caso, conforme a sus enseñanzas de que había que rebajar el cuerpo para enaltecer el espíritu. En el afán de animarle, le recordamos los principios que nos inculcaba, a lo que el padre Oribacio contestó con una sola palabra, desconocida e incomprensible para nosotros; seguimos sin entenderla, porque no la hemos encontrado ni en los libros de oraciones que nos había regalado ni en las Santas Escrituras.

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Al llegar al final de su relato, el padre Lacimón se limpió la frente, perlada de gruesas gotas de sudor. Durante un largo rato ni él ni yo proferimos una palabra. Finalmente, el anciano dominico rompió el silencio diciendo:

–¡Ya me dirá usted cómo se puede ser pastor de almas en estas condiciones! ¡Fíjese ahora en esto!

El padre Lacimón golpeó con la mano una carta abierta sobre la mesa:

–El padre Hipólito me informa desde Arpetusa, un pequeño planeta de Libra, que sus habitantes se niegan a contraer matrimonio y procrear hijos, de modo que su raza corre el peligro de extinción total!

–¿Por qué? –pregunté, asombrado.

–¡Porque al oír que las relaciones carnales eran un pecado, desearon tanto la salvación, que todos hicieron voto de castidad y lo mantienen! La Iglesia lleva dos mil años pregonando la preponderancia de los cuidados necesarios para la salvación del alma sobre los de los asuntos terrenales, pero nadie lo tomaba al pie de la letra, ¡por el amor de Dios! Todos esos arpetusanos, digo bien, todos, sintieron la vocación e ingresaron en masa en las órdenes; observan las reglas de manera ejemplar, rezan, ayunan y se mortifican, mientras que faltan manos en la industria y la agricultura, se ve venir el hambre y el fin del planeta. Mandé un informe sobre ello a Roma, pero, como de costumbre, la respuesta es el silencio…

–Encuentro que lo de llevar la fe a otros planetas fue un paso arriesgado… –observé.

–¿Y qué remedio quedaba? La Iglesia no tiene prisa, Ecclesia non festinat, bien lo sabemos, ya que su reino no es de este mundo; ¡pero mientras el Colegio Cardenalicio celebraba consejos y vacilaba, en los planetas empezaron a crecer como setas después de la lluvia las misiones de calvinistas, baptistas, redentoristas, mariavitas, adventistas y no sé cuantas más todavía! Tuvimos, pues, que salvar lo que aún se podía salvar. Bueno, querido señor, ya que se lo he dicho todo… venga conmigo.

El padre Lacimón me condujo a su despacho. Un enorme mapa azul del cielo estelar ocupaba toda una pared; del lado derecho, una gran parte de él estaba tapada con papel blanco.

–Mire esto –dijo, indicándome la parte tapada.

–¿Qué significa?

–Una derrota, señor. Una derrota definitiva. Estos terrenos están habitados por unos pueblos cuyo nivel de inteligencia es excepcionalmente alto. Allí practican solamente el materialismo y el ateísmo, y dirigen todos sus esfuerzos hacia el desarrollo de la ciencia, la técnica y el perfeccionamiento de las condiciones de vida en los planetas. Estuvimos enviándoles a nuestros misioneros más sabios, padres salesianos, benedictinos, dominicos, incluso jesuitas, predicadores inspirados de la palabra de Dios, oradores incomparables. ¡Todos, absolutamente todos, volvieron transformados en ateos!

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El padre Lacimón, muy nervioso, se acercó a la mesa.

–Teníamos aquí a un tal padre Bonifacio, le recuerdo como a uno de los religiosos más fervientes: pasaba días y noches rezando de bruces en el suelo, todos los asuntos del mundo eran para él polvo y nada, para él no existía otra ocupación que el rezo del rosario ni una alegría más grande que la misa. Pues bien: ¡al cabo de tres semanas de estar allí (el padre Lacimón indicó la parte tapada del mapa) se matriculó en una escuela de ingenieros y escribió el libro que aquí tiene! –El dominico levantó de la mesa un grueso volumen y volvió a tirarlo con asco.

Lo abrí y leí el título: Medios de aumentar la seguridad de los vuelos espaciales

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NOTAS

[1] Stanisław Lem (12 de septiembre de 1921 – 27 de marzo de 2006) fue un escritor polaco cuya obra se ha caracterizado por su tono satírico y filosófico. Sus libros, entre los cuales se encuentran Ciberíada y Solaris, se han traducido a 40 lenguas y ha vendido 27 millones de ejemplares. Es considerado como uno de los mayores exponentes del género de la ciencia ficción y uno de los pocos escritores que siendo de habla no inglesa ha alcanzado fama mundial en el género.
Sus libros exploran temas filosóficos que involucran especulaciones sobre nuevas tecnologías, la naturaleza de la inteligencia, las posibilidades de comunicación y comprensión entre seres racionales; asimismo propone algunos elementos de las limitaciones del conocimiento humano y del lugar de la humanidad en el universo. Su encasillamiento como escritor de ciencia ficción se debe a que ocasionalmente, a lo largo de su carrera como escritor, prefirió presentar sus trabajos como obras de ficción o fantasía, para evitar los atavíos del rigor en el estilo académico de escritura y las limitaciones del número total de lectores al que llegarían sus libros si fueran textos «científicos»; no obstante, algunas de sus obras están en la forma de ensayos científicos o de libros filosóficos, tales como Summa Technologiae y Microworlds (ambas sin traducción al castellano), en las que expresa con rigor sus posturas científicas. (Wikipedia)

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