EL SOL NACIENTE HA SIDO LA RUINA DE MUCHAS POBRES CHICAS o unos comentarios ocasionales sobre una lectura bifocal de Jack Kerouac y Albert Cohen

Éste es un relato sobre cómo puede uno empezar a leer un libro que trata de un judío nacido en una isla griega, encontrar después un acumulador de orgones en un patio de Nueva Orleáns y terminar corriendo detrás de un alemán que tenía más de Lázaro que de ciego. Síganme y verán que es cierto lo que les digo.

A veces, cuando leo un libro, siento la necesidad de releer, de manera simultánea, otro ya casi olvidado, bien sea porque me lo evoque algún pasaje o por otras razones, a veces misteriosas razones. Lo cierto es que volver a esa segunda obra me potencia el “sabor” de la primera, realizando la misma función que un poco de sal sobre un huevo frito o un mojo picón en unas papas arrugadas. O un calzo en la pata de una mesa que se tambalea. Así fue como tuve la necesidad de ir a una biblioteca cercana para buscar la novela En el camino, de Jack Kerouac.
Antes de mi visita a la biblioteca, llevaba un par de días entusiasmado con la novela Solal, de Albert Cohen. Una auténtica delikatesse, publicada en la década de 1930, salpicada de sabiduría, sandeces y ocurrencias. Nada mejor para penetrar en los secretos de la conducta humana que un poco de humor bien administrado por un autor perspicaz que sabe meter la pata en el momento preciso. Si la lectura se realiza durante los rigores del verano, estas cualidades literarias se agradecen aún más. Y yo estaba encantado.

Albert Cohen (1895-1981) y dos portadas de ediciones francesas de su Solal.

Cuando iba por la mitad de la obra, se presentó sin avisar la necesidad de buscar sal para la yema. Ya me entienden, un calzo. No es que me aburriera la lectura de Solal, al contrario; pero necesitaba tener a un viejo conocido al alcance de la mano, un copiloto. Las peripecias de Solal, el protagonista de la novela de Cohen, se mezclaban con mis recuerdos de Sal, el protagonista-narrador en primera persona de En el camino. Lo cierto es que son pocas las cosas de una historia que recuerdan a la otra, exceptuando que:
a. Ambos relatos son protagonizados por un joven que anda dando tumbos de acá para allá –uno en Europa y otro en América–;
b. Algunos personajes suelen leer con el libro en las rodillas; y
c. La comida falta de vez en cuando.

Los críticos hablan de que Solal busca profundas respuestas a preguntas existenciales profundas y achacan al protagonista de En el Camino idéntico delito. No lo creo. Basta que una obra se haga famosa para alguien comience a pregonar estas mismas majaderías sobre su protagonista: desde El Alonso Quijano de Cervantes hasta la Madame Bovary de Gustave Flaubert, desde el Aureliano Buendía de Gabriel García Márquez hasta el viejo Santiago de Ernest Hemingway. ¡Qué manía trascendentalista!

HENRY JAMES Y COHEN VS. HENRY MILLER Y KEROUAC

El empleo del humor sí podría ser coincidente, pero las técnicas narrativas empleadas envuelven lo cómico en papeles de regalo diferentes: la psicología de sus personajes es revelada por Kerouac a través de una prosa que batalla de manera vana y espléndida contra lo mejor de Ernest Hemingway o fisgonea por los ojos de las cerraduras en las pensiones del Montparnasse golfo de Henry Miller. En cambio, Cohen está más cercano a Henry James cuando se trata de apretar las tuercas narrativas en los malos pensamientos de cualquier personaje.
Lo cierto es que esta lectura conjunta, puede que hasta estereoscópica, me ha proporcionado buenos ratos, mientras huía del calentamiento insular. Me gocé en Cohen, por sus juegos malabares que despliegan la versátil mentalidad mediterránea entre las gélidas nieblas del protestantismo europeo; en Kerouac, por su implacable demolición del embrutecimiento sedentario, usando como arma un nomadismo motorizado y delirante, bendecido con unas gotas de channel existencialista que se convierte en detonador y combustible del sedán literario que arrastra al lector sin mojigaterías, sin concederle un minuto de tregua.

Hudson sedan 1949, el mismo modelo que conduce Dean Moriarty en la novela de Kerouac.


SOLAL, EN EL CAMINO

Estoy cayendo en la cuenta de que sería conveniente informar de su contenido a quienes no hayan leído alguna de estas dos obras o refrescar la memoria a los que ya las conozcan.
La novela Solal relata las andanzas y amoríos del chiflado joven Solal, un judío nacido en una isla griega a principios del siglo XX o finales del siglo XIX, como el propio Albert Cohen. Una de sus primeras acciones, cuando contaba con sólo dieciséis años, es fugarse de su isla con la esposa del Cónsul francés, convertirla en su amante y abandonarla a las veinticuatro horas. A partir de aquí, su vida se vuelve una caótica sucesión de aventuras que le conducen a París, a Barcelona, a Londres, a…, Todo ello imbuido y propiciado por la imprevisión y la despreocupación total de Solal, perfecto ejemplo de la cigarra frente a la hormiga. A su vera, encontramos a personajes tan amenos como el tunante Comeclavos, su mentiroso tío Saltiel o el aguador Salomón, gordo y simple como un cura. Tampoco faltan los esperpénticos Maussane o Lord Rawdon, altos cargos políticos de Francia y Gran Bretaña, retratados con fina ironía por Cohen.
La obra principal de Jack Kerouac está referenciada en Wikipedia, obra digital comunitaria que todo intelectual de valía debe despreciar, nunca citar y siempre consultar:

“El libro comienza presentando al impulsor de la mayoría de las aventuras que tienen lugar a lo largo de la novela, Dean Moriarty, pseudónimo de Neal Cassady, quien fuera el alocado hipster que se convirtió en héroe de todos los beats. El narrador es Sal Paradise, álter ego de Kerouac, fascinado por su ecléctico grupo de amigos, por el jazz, por los paisajes de Norteamérica y por las mujeres. En el primer párrafo de la novela se puede leer Con la aparición de Dean Moriarty comenzó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera, en el que Moriarty ya es presentado como el instigador e inspirador de muchos de los viajes de Sal.
La ciudad de Nueva York es el punto de partida de la aventura, donde poco antes de la llegada de Moriarty, Kerouac/Paradise conocería a Carlo Marx (sobrenombre de Allen Ginsberg), quien pronto se convertiría en su mejor amigo en la ciudad. Sal define a Dean como el estafador santo de mente brillante y a Carlo como el estafador poético y doloroso de mente oscura. Carlo y Dean hablan de sus experiencias con sus amigos por todo el país y Sal se queda fascinado con ellos y con otros que irá conociendo más tarde en sus viajes.”

EL SOL NACIENTE HA SIDO LA RUINA DE MUCHAS POBRES CHICAS

Durante el tiempo transcurrido entre las dos veces que he leído En el camino, tuve ocasión de visitar algunos de los escenarios donde se desarrolla la obra. En realidad, si se viaja a los Estados Unidos, lo difícil es no pasar por alguno de esos lugares, porque la novela no deja carretera sin recorrer, entre Nueva York y Luisiana, entre Nueva York y California, entre Nueva York y Texas,…

La primera vez que fui a Nueva Orleáns, llevaba en la cabeza los vapores de Mark Twain combinados con la idílica descripción de una casa que aparece en la obra de Kerouac. Supongo que también habría algún retazo de La casa del Sol Naciente, en la tardía versión de The Animals, canción muy adecuada para acompañar a Dean y Sal en alguna de sus correrías por los alrededores de la calle Canal.

Había una casa allá en Nueva Orleáns,
la llamaban El Sol Naciente.
Ha sido la ruina de muchas pobres chicas
y yo, oh Dios, soy una.
Mi madre era costurera
ella cosió estos pantalones vaqueros nuevos
mi amante era un vagabundo, Señor,
allá en Nueva Orleáns.
Ahora la única cosa que un vagabundo necesita
es una maleta y un baúl
y el único momento en que está satisfecho
es cuando está bebido.

De modo que esperaba encontrar, en las riberas del río Misisipi, una multitud de chicas en jeans, paseando junto a largas hileras de casas pintadas de colorines, a semejanza de las que hay en Curaçao o las que engañan a los turistas en el barrio bonaerense de La Boca. Sin embargo, la realidad era muy distinta: resultaba imposible aproximarse al río por otro lugar que no fuese el embarcadero donde amarran el Natchez y el resto de los vapores turísticos con ruedas de palas: mi primera noche en la ciudad del jazz tuve que pasarla durmiendo sobre una maleta para impedir que me la robaran en una habitación con la puerta forzada centenares de veces: en un hotel de mala muerte, ubicado más en el intestino que en el corazón del Barrio Francés: lejos del Hilton de la calle Canal, lejos de la calle Bourbon, lejos del parque Louis Armstrong y lejos de los pringosos macdonalds junto a las paradas del tranvía. Aquel hotel era uno de esos sitios donde tanto le encantaba a Norman Mailer situar a Lee Harvey Oswald, el asesino oficial de John Kennedy, el cual siempre he pensado que tenía, mira qué casualidad, un sorprendente parecido físico con el autor de On the Road.

Jack Kerouac y Lee Harvey Oswald. ¿Se parecen físicamente?

Uno de los personajes de En el camino vive en la orilla opuesta del Misisipi, en dirección a Barataria, en una vieja y bella casa, donde hay un acumulador de orgones. En el párrafo siguiente, finalicé mi lectura ese día. Justificadamente, porque era cerca de la tres de la tarde y me entraron ganas de comer. Fue en ese instante cuando me invadió una tremenda añoranza por la comida cayún de Nueva Orleáns y, a falta de la sabrosa carne de caimán, me preparé un gran gumbo con pollo, tan picante que todavía lloro de sólo recordarlo. Después, me senté a la mesa y con el libro sobre mis rodillas evoqué el memorable desencuentro que tuve con los acumuladores de orgones de la mano de un ciego que valía su peso en oro alemán.

EL CIEGO EN EL CUATRO LATAS

Sucedió en Alemania, en el año 1984. Iba con una amiga desde Bremen hasta Berlín. Teníamos coche, pero si encontrábamos gente que quisiera viajar con nosotros, la gasolina nos saldría gratis. El mismo Kerouac había utilizado este método unos treinta años antes. Por medio de una agencia de auto-stop, aparecieron dos personas: una estudiante que iba a pasar el fin de semana corriéndose una juerga en los subvencionados territorios que encerraba el Muro y un ciego joven, rubio y sonriente.
Llegado el día, recogimos a ambos. Siento no recordar demasiado de la chica. Del invidente sí: iba vestido con un elegante traje blanco, unas gafas negras y un bastón que movía incesantemente, aunque no estuviera caminando. En realidad, el bastón parecía vestirlo más que la chaqueta. Mi amiga y yo entendimos que se dirigía a Berlín para recoger un órgano que le habían fabricado. Le pregunté si pretendía traer el órgano en el coche, un pequeño Renault 4 latas. Respondió que sí. Las medidas era, aproximadamente éstas: 1,50 m x 1,00 m x 1,30 m. A mí me parecía mucho bulto para tan poco coche, pero como el vehículo no era mío, opté por cerrar el pico.
Por su parte, el ciego no daba pie con bola. Durante el viaje, cada vez que nos deteníamos, el hombre se iba golpeando en todos los postes, mesas, sillas, puertas, niños y ventanas que hubiera a su paso. A veces, no parecía sino que se desviaba de su camino para ir a tropezar con algo. Nos tenía el corazón encogido.

Yo me preguntaba cómo cargaríamos el órgano en el 4 Latas…

Además, como nunca encontraba su cartera, me vi en la obligación de pagar sus comidas y bebidas con mi dinero. No comía poco el caballero, pero yo no quería ser desconsiderado con una persona tan desvalida como parecía aquel presunto José Feliciano criado en la nieve. Quién sabe si algún día me dedicaría una canción, rememorando un húmedo viaje en que no dejó de llover ni un solo minuto. Incluso, tuve la delicadeza de ponerle una moneda cuando se detuvo a jugar a las máquinas tragaperras en una zona de descanso. Siempre fui muy atento…
Llegamos a Berlín sin que parase de llover. Dejamos a los pasajeros en sus respectivos destinos y nosotros fuimos a un apartamento en el elegante barrio de Kreutzberg. Afortunadamente, cuando llegamos todavía no habían derribado aquel edificio en ruinas y pudimos pasar allí dos noches sin mojarnos.

UN ACUMULADOR DE ORGONES Y UN MILAGRO

El domingo por la tarde, nos dirigimos a recoger al ciego en una dirección de Charlottenburg. Pese a que la lluvia era débil, no había cesado de caer agua. Aparcamos en Kastanienallee, aunque más propio sería decir que atracamos. Allí estaba el hombre de las gafas negras y el vestido blanco, sonriendo beatíficamente debajo de un inmenso paraguas. Su traje continuaba inmaculado, pese a la que estaba cayendo.

Kastanienallee, una avenida de Charlottenburg, un barrio señorial de Berlín.

Nos hizo señas de que entráramos en un portal. No había ascensor. Comenzamos a subir escaleras. Los pisos de esta zona berlinesa poseen una altura considerable. En la cuarta planta, teníamos que recoger el encargo. Lo que yo me pregunta era: ¿Cómo rayos vamos a bajar el órgano por estas escaleras, sabiendo de antemano que el muchacho no va a ser de gran ayuda?
–¿No pesará demasiado? –le pregunté.
–No hay problema, lo llevaremos desarmado.
–¿Desarmado? ¿Cómo vas a desarmar un órgano?
–¿Un órgano? –se asombró mi ciego– ¿Qué órgano?
–¿No es un órgano? ¿Entonces, qué es, una guitarra?
–Es un orgón.
–¿Un orgón?
–Una máquina acumuladora de orgones.
–¿Como las de Wilhem Reich?
–Una de esas, pero modernizada y mucho más potente.
Pensé que quizás el pobre muchacho tenía esperanzas de recuperar la vista metiéndose dentro del acumulador. No quería ser descortés, pero moví la cabeza y exageré la cara de asombro, sin poder evitarlo. Al fin y al cabo, no podría verme.
–Bueno –comenté en un tono que debió sonar muy falso, sin poder sospechar que estaba pronunciando la profecía de un milagro–, supongo que con ese aparato uno se cura de cualquier cosa.
Tocamos en la puerta durante diez minutos. No se abrió. Esperamos casi una hora más en el rellano, pero tampoco apareció nadie por allí.


Wilhem Reich sentado en su acumulador de orgones.

El ciego se lamentaba. Nosotros tratábamos de consolarlo. Finalmente, lo convencimos para regresar a Bremen. La chica había llamado por la mañana, diciendo que el resacón le aconsejaba no moverse durante unos días de Berlín.
El viaje de vuelta fue igual que el de ida, con el añadido de algunos ignorantes comentarios sobre Reich, el más pintoresco psicoanalista alemán: impresionante ejemplo de cómo una persona inteligente y cuerda puede convertirse en un chivo loco si se le ocurre llevar las teorías psicológicas a sus últimas consecuencias.
Nos acercábamos a nuestro destino. Seguía lloviendo. Yo pensaba que aquel viaje era para no olvidarlo. Pero todavía me esperaba la sorpresa más grande.
Decidió apearse mi ciego en la estación de ferrocarril de un pueblo cercano a Bremen. Como su tren partiría desde el otro lado del andén, yo también abandoné el coche para ayudarle a bajar las escaleras del paso subterráneo. Justo cuando empezábamos a descender, los altavoces anunciaron la salida de su tren.
El ciego empezó a correr como un loco. Bajaba los escalones de tres en tres. Pronto, me dejó atrás. Pensé que se mataría. Cuando subía las otras escaleras, se le cayó la bufanda y, antes de que yo llegara, el tipo dio media vuela, se quitó las gafas, se fue hacia la bufanda sin titubear, la recogió del suelo y salió disparado escaleras arriba.
Yo me quedé allí, helado, parado durante varios minutos en mitad del subterráneo, sintiéndome el mayor pendejo del mundo, sin saber qué pensar ni poder entender las razones que tiene una persona para hacerse el ciego durante días.

El ciego empezó a correr como un loco. Bajaba los escalones de tres en tres.

Regresé por fin al coche y allí entendí el enigma: además de comer y beber a mi costa, también se ahorró el precio del viaje porque mi amiga tampoco le había cobrado su parte para la gasolina: le había dado pena recoger el dinero de la escasa pensión de un pobre muchacho invidente. ¡Bastante tenía con vivir en la oscuridad, el pobrecito! Probablemente, el fabricante de orgones tuvo que olerse algo parecido y puso pies en polvorosa.
De sobra sé que Reich no es culpable de este engaño, sin embargo nunca más su obra, incluyendo su vistoso análisis de los caracteres, ha gozado de mis enteras simpatías.
Lo que me resucitó todos estos extravagantes recuerdos fueron los siguientes párrafos del séptimo capítulo de En el camino:

“De pronto se sintió cansado y entró en la casa desapareciendo en el cuarto de baño para su fije antes de la comida. Volvió con los ojos vidriosos y muy tranquilo, y se sentó bajo la lámpara encendida. La luz del sol se colaba débilmente por las rendijas de la persiana.
–Oídme, ¿por qué no probáis mi acumulador de orgones? Dará sustancia a vuestros huesos. Cuando salgo de él siempre corro al coche y me lanzo a ciento cincuenta por hora a la casa de putas más cercana. ¡Jo, jo, jo! –Era su risa de cuando no se reía de verdad.
El acumulador de orgones es una caja normal y corriente lo bastante grande como para que un hombre se siente en una silla dentro de ella: una capa de madera, una capa de metal, y otra capa de madera recogen los orgones de la atmósfera y los mantienen cautivos el tiempo suficiente para que el cuerpo humano absorba más de la dosis usual. Según Reich, los orgones son átomos vibratorios de la atmósfera que contienen el principio vital. La gente tiene cáncer porque se queda sin orgones. Bull pensaba que su acumulador de orgones mejoraría si la madera utilizada era lo más orgánica posible, así que ataba hojas y ramitas de los matorrales del delta a su mística caja. Estaba allí, en el caluroso y desnudo patio: era una absurda máquina disparatada cubierta de hojas y de mecanismos de maniático. Bull se desnudó y se metió en ella, sentándose a contemplar el ombligo.”*

Si no fuera tan mal pensado, yo debería haberme preguntado si mi ciego recobró la vista debido a alguna misteriosa conjunción entre el cuatro latas y la misteriosa máquina que le había construido y sustraído el ingeniero berlinés. Tal vez influyera a humedad, quién sabe.

POSTDATA

On the Road se tradujo al español dos años después de su publicación en los Estados Unidos, con el título de En el camino. La primera edición española se hizo en Argentina, en 1959. En Alemania se tituló Unterwegs y en Holanda, Op Weg. Otras traducciones de sus título son Sur la route, en francés; Sulla strada, en italiano; Pela estrada fora, en portugués; A la carretera, en catalán; etc.
En 1975, apareció en España una versión en cómic llamada En la carretera, editada por Star Books.
En este mismo año (2009), Anagrama ha publicado bajo el título En la carretera. El rollo mecanografiado original la traducción de On the road. The original scroll, editada por la editorial Viking a partir del manuscrito original de Kerouac, con los nombres reales de los personajes que intervienen en los viajes descritos, sin las censuras que se habían practicado en algunas escenas homosexuales o en la suprimida escena del mono sodomita. Igualmente, esta edición pseudofacsimilar parece que respeta la puntuación original del autor, que no tenía puntos-aparte ni demasiadas comas. Todavía no he recorrido este libro que merece, al menos, una lectura cuidadosa.
Como se aprecia en la foto, Kerouac escribió su novela en un largo rollo de papel, en alusión a la Ruta 66. Lo hizo en sólo tres semanas, con la única ayuda de una vieja máquina de escribir Underwood, una cafetera y la calidez de su segunda esposa.

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* Kerouac, Jack: En el camino. RBA. Barcelona. 1995 (original: 1955 y 1957). Página 175.

ino. RBA. Barcelona. 1995 (original: 1955 y 1957). Página 175.

On the Road se tradujo al español dos años después de su publicación en los Estados Unidos, con el título de En el camino. La primera edición española se hizo en Argentina, en 1959. En Alemania se tituló Unterwegs y en Holanda, Op Weg. Otras traducciones de sus título son Sur la route, en francés; Sulla strada, en italiano; Pela estrada fora, en portugués; A la carretera, en catalán; etc.
En 1975, apareció en España una versión en cómic llamada En la carretera, editada por Star Books.
En este mismo año (2009), Anagrama ha publicado bajo el título En la carretera. El rollo mecanografiado original la traducción de On the road. The original scroll, editada por la editorial Viking a partir del manuscrito original de Kerouac, con los nombres reales de los personajes que intervienen en los viajes descritos, sin las censuras que se habían practicado en algunas escenas homosexuales o en la suprimida escena del mono sodomita. Igualmente, esta edición pseudofacsimilar parece que respeta la puntuación original del autor, que no tenía puntos-aparte ni demasiadas comas. Todavía no he recorrido este libro que merece, al menos, una lectura cuidadosa.
Como se aprecia en la foto, Kerouac escribió su novela en un largo rollo de papel, en alusión a la Ruta 66. Lo hizo en sólo tres semanas, con la única ayuda de una vieja máquina de escribir Underwood, una cafetera y la calidez de su segunda esposa.

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* Kerouac, Jack: En el camino. RBA. Barcelona. 1995 (original: 1955 y 1957). Página 175.

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