Anaga: cuando no puedas ir al Edén, deja que el Edén venga a tu encuentro.

Hay quien busca el paraíso hasta en el infierno. No me parece ni bien ni mal. Cada uno de sus pasos está encaminado a asediar la felicidad, a conminarla a rendirse, a forzarla si preciso fuera. Nunca he sabido si logran atraparla, porque cuando uno le pregunta a alguien ajeno si es feliz, siempre obtiene como respuesta una sonrisa desconcertada e incrédula que jamás he sabido cómo interpretar.

Por mi parte, nunca he pensado que el paraíso haya que conquistarlo ni que se esconde tras una fortaleza amurallada que se debe asaltar por las buenas o por las malas, o sortearla introduciendo un caballo de madera. Creo, más bien, que los paraísos nos encuentran y nuestro cometido consiste en reconocerlos y valorarlos, en su justa medida, lo cual no es siempre sencillo.

Estoy convencido de que cada paraíso se presenta sólo a quienes saben saborear sus frutos, especialmente los prohibidos; que cada edén se acerca a quienes están dispuestos a dejarse tentar por sus demonios y a ser expulsados de él en cualquier momento. Esto incluye a quienes caminan por los senderos de Taborno y reconocen la felicidad mientras la lluvia –desmembrada en jirones blandos, fríos y olorosos– empapa sus cabellos.

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