¿A quienes interesa promover la desinformación en Internet?

Quizás, pronto lleguemos a la conclusión de que Internet es un infortunado sucedáneo de la información y de la cultura. Quién sabe si lo que hoy nos parece un mundo fascinante e infinito de información, mañana se nos presente como el Árbol del Bien y del Mal del que nunca debimos haber comido sus frutos. No estoy demasiado seguro de si todo esto tiene que ver con la democracia o con su contrario; sin embargo, empiezo a albergar sospechas de que nos están poniendo a buscar nuestras libertades en ese pozo ciego y virtual, con el fin de mantenernos ocupados con el chocolate del loro, mientras alguien hace y deshace en el mundo real a su antojo. Para muestra, un botón.
Existe un hermoso mapa de San Sebastián de La Gomera (Canarias), dibujado por Pedro Agustín del Castillo, en 1686. En él, figura el cauce de un barranco que divide esta pequeña villa: a la derecha se figura el casco urbano con su iglesia; a la izquierda, un grupo pequeño de casas, la Torre del Conde y el convento franciscano.

San Sebastián de La Gomera (s. XVII), según Pedro Agustín del Castillo.

Cualquiera que conozca San Sebastián de La Gomera advertirá de inmediato que, en el plano referido, el barranco desemboca más a la derecha que en la actualidad. Hoy, la Torre del Conde no está separada del casco urbano por el ancho cauce.
Como suelen decir los fiscales de Hollywood: hasta aquí, los hechos. Pero los problemas comienzan con su interpretación. En el caso del mapa, he visto textos en Internet que comentan las circunstancias mencionadas de la siguiente manera:
«Mapa de San Sebastián De La Gomera dibujado por Agustin Castillo en 1686. Obsérvese que el barranco de La Villa separaba la Torre Del Conde y el Convento de San Francisco del resto de La Villa.»
Así, se da por sentado, en la red de redes, que el cauce del barranco sufrió un considerable desvío a lo largo de estos años. Sin embargo, a mí me pareció poco verosímil que los constructores de la Torre del Conde la ubicasen tan lejos de la población que debía defender, dejando, además, el cauce del barranco en medio.

Mapa de Google (s. XXI). El barranco desemboca a la izquierda de la Torre.

El caso es que, para un trabajo literario, yo necesitaba  definir con exactitud la situación de la pequeña fortaleza. Mi desconfianza hacia las fuentes de Internet me llevó a buscar planos de diversas épocas. En ninguno de ellos la Torre y el convento estaban a la izquierda del cauce, como sucedía en el de Pedro Agustín del Castillo. Al contrario, su ubicación correspondía, exactamente, a la que actualmente tiene. Es fácil comprobarlo en las imágenes que ilustran estos párrafos. No obstante, esa interpretación apresurada que yo había encontrado en un blog supuestamente fiable, ya está pasando a otros artículos y de allí entrará a formar parte de algún libro. Evidentemente, esta cadena de errores también se producía antes de existir Internet; pero, ahora, la velocidad con que se multiplican sus eslabones hace que sea prácticamente imposible de corregir.
El ejemplo del plano, aunque no revista demasiada importancia, nos sirve perfectamente para ilustrar la acumulación y difusión de los datos erróneos en Internet.

Plano de Torriani (siglo XVI): el barranco está a la izquierda de la Torre.

Catedráticos, doctores, licenciados, mecánicos, políticos, espiritistas, militares, jueces, obispos, monaguillos y alumnos de todas las edades vierten toneladas de datos equivocados en Internet. Antes de que esas informaciones se enfríen, ya hay innumerables internautas reutilizándolas dentro de ese Gran Puchero Virtual y construyendo con ellas otros bloques destinados a engrosar un edificio acultural patético y descomunal que, poco a poco, se va convirtiendo en el auténtico armazón de nuestra civilización.
Todo esto, a pesar del caos que provoca, es perfectamente asumible y, hasta es posible que sea capaz de auto regularse a sí mismo, como si fuese una estrella de mar, el rabo de una lagartija o el caparazón de un caracol regenerándose. Sin  embargo,…
El gran problema de Internet son las informaciones tendenciosamente falsas que introducen gobiernos y grandes corporaciones. Estudiados a la perfección, estos mensajes van dirigiendo en un sentido o en otro no sólo las opiniones de los internautas, sino sus propias producciones virtuales, convirtiéndoles en correas de transmisión de cuanto bulo les interesa propagar. Y esto que estoy diciendo no es alarmismo, sino una realidad constatable a diario.

Con no tan inocentes vídeos, imágenes y palabras se redirige la economía de un país, se aniquila una ideología en otro, se potencia una religión, se sube el precio de un combustible, se convierte en una burbuja financiera lo que antes eran sólidas inversiones, o viceversa, y se logra expulsar a un gobernador, a un alcalde o al mandatario de un país cuya población lo admiraba hasta la semana anterior. La maniobras del gordo Domingo, protagonista en la sombra de la novela El hombre que fue Jueves, de Chesterton, sólo serían arrumacos de una tierna palomita al lado de lo que está sucediendo a dos clicks de distancia de nuestros sumisos ratones de plástico.
Desgraciadamente, estas maniobras son los cimientos y el tejado de la red de redes. El aparente tráfico caótico que producen las comunicaciones entre los cibernautas es un magnífico material conductor para acercar a cada rincón del planeta los tentáculos infodeformativos que intentan, cada día con más fuerza, capitanear nuestras vidas, como tan acertadamente vaticinó George Orwel cuando publicó su 1984 en 1948.
No sé lo que se puede hacer contra esto, si es que se puede hacer algo. Lo que sí percibo es que nos estamos ahogando en este marasmo creado por nuestra propia ingenuidad, y que pronto será difícil diferenciar lo falso de lo verdadero, lo blanco de lo negro y lo alto de lo bajo. Nos dirán, y nos diremos nosotros mismos, que esto es la democracia. O, probablemente, pensemos mañana que ese camino nos conduce a la felicidad, previa escala en la estupidez o, quién sabe si ahora tenemos realmente en nuestra mano alcanzar y sobrepasar esa meta tan ansiada por los maestros del Zen: el vacío más absoluto no sólo dentro de nuestras mentes, sino también de nuestros bolsillos.

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