Los escritores ante su propia muerte

Como cualquier ser humano, los escritores desarrollan actitudes ante su propia, futura e inevitable muerte, las cuales no suelen reflejarse abiertamente en sus producciones literarias. Quizás esta ausencia –algo menor en los poetas, más dados a la autocompasión que los novelistas o los dramaturgos– se deba a un acendrado pudor frente a lo que consideran un acto íntimo, el morir. Absurdo pudor, desde luego, porque la muerte es el más público de todos los actos privados y a nadie se le oculta que cualquier persona muerta que desee aparentar socialmente que continúa viva va a encontrarse con un grave problema que resolver.

Pocos literatos han abordado su propia muerte de forma directa y , menos aún, festiva. Uno de esos raros textos se debe a Gabriel García Márquez (1927-). El literato colombiano escribió un cuento relacionado con estos asuntos, aunque, como él mismo cuenta, «seis de los dieciocho temas se fueron al cesto de los papeles, y entre ellos el de mis funerales, pues nunca logré que fuera una parranda como la del sueño«. Lástima, porque ese relato narraba con pelos y señales cómo el escritor asiste a su entierro, mezclado con un grupo de amigos que acompañan al difunto formando una animada parranda con brindis y guitarras.

En una ocasión, escuché a García Márquez explicar que aquella narración era la transcripción, literal y literaria, de un sueño que había tenido cuando vivía en Barcelona, en la década de 1970. Un tiempo después, en el Prólogo de su Doce cuentos peregrinos, escribió unas palabras similares::

La primera idea se me ocurrió a principios de la década de los setenta, a propósito de un sueño esclarecedor que tuve después de cinco años de vivir en Barcelona. Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta. «Eres el único que no puede irse», me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos.

La escritora argentina, María Elena Walsh (1930-2011), poeta y autora de innumerables libros infantiles, retoma el tema en su poema Como la cigarra, que posteriormente interpretaría Mercedes Sosa, cuyo vídeo adjunto en esta página junto a otros dos con las versiones de la soprano Patricia Caicedo y del expresivo Roberto Goyeneche :

Tantas veces me borraron,
tantas desaparecí,
a mi propio entierro fui
sola y llorando.
Hice un nudo en el pañuelo
pero me olvidé después
que no era la única vez,
y volví cantando.

James Fenton (1949-) es poco conocido por los lectores de habla castellana; sin embargo, su obra poética ha sido muy reconocida en Gran Bretaña. En 1989, publicó All the Wrong Places, que nada tiene que ver con la canción de Kero One sino con una serie de ensayos y relaciones sobre las guerras en el sudeste asiático que Fenton vivió en primera persona, más como poeta que como corresponsal, más como Indiana Jones que como observador. En su primer capítulo, ofrece el siguiente párrafo:

En el verano de 1973 tuve un sueño en el que, con gran pesar por mi parte, moría. Me hallaba solo en la casa de un amigo por aquel tiempo y, no sabiendo qué hacer, escondí mi cuerpo en el frigorífico. Al volver los demás, les expliqué lo que había ocurrido: ‘Ha pasado algo terrible mientras estabais fuera. Me he… muerto.’ Mis amigos se mostraron muy amables. ‘¿Y qué has hecho con el cuerpo?’, me preguntaron. Me avergonzaba decirles que no sabía dónde estaba, y comenzamos a buscar por toda la casa mi cadáver. Buscamos arriba y abajo, hasta que, finalmente, incapaz de mantener mi engaño durante más tiempo, llevé a mi anfitrión aparte y se lo confesé: ‘No había nada más dentro’, dije, ‘y no se me ocurrió nada mejor’. Fuimos hasta el frigorífico y lo abrimos. Cuando la retorcida y congelada forma apareció ante nosotros, me desperté.

El caso del escritor Thomas Lynch (1948-) es tan diferente como llamativo. Cuando se publicó en castellano su libro El enterrador, la vida vista desde el oficio fúnebre, nos enteramos de que su autor es dueño de una funeraria en Milford (Michigan, EEUU), profesión para la que estudió en la correspondiente Escuela Mortuoria universitaria, donde se graduó en 1973. Pues bien, el señor Lynch –apellido que coincide con el del revolucionario y senador virginiano Charles Lynch (1736-1796), el cual ahorcó sin juicio previo a tantos leales a Inglaterra que dio lugar al verbo linchar– entra de lleno en el tema que nos ocupa.

En el capítulo Tratado breve, expresa sus deseos para el día que lo entierren. Si bien esos párrafos podrían parecer un testamento más que un texto literario, lo cierto es que el autor les proporciona cierto tono lírico y, por otra parte, poseen la singularidad de que los escritores no suelen incluir estas extravagancias en sus obras. Lo que diferencia al irlandés-americano Lynch del colombiano García Márquez es que, como corresponde a los tópicos habituales sobre sus respectivos orígenes culturales, Gabo convierte su muerte en una parranda mientras Thomas es un soso tacaño, incapaz de soñar con un entierro divertido en el que se gaste algún dinero extra en comer y beber a su salud (con perdón), porque, en el fondo, es el desapego al vil metal lo que diferencia a un romántico de un insulso. Si por Lynch fuera, sus familiares y amigos no beberían ni aun media pinta de esa cerveza Guinness que parece fabricada especialmente para los días de luto:

«Nada de esto me incumbe. No estaré ahí. Pero si me preguntan, éste es un consejo gratis. ¿Conocen la parte en la que todo el mundo dice que es hora de hacer una fiesta? ¿Que el muerto siempre insistía en que todos lo pasaran bien, que se tomaran unos cuantos tragos, que rieran y fueran felices? No soy uno de ellos. Creo que el viejo maestro tenía razón en esto. Hay un tiempo para bailar. Y puede ser que éste no sea uno de ellos. Los muertos no les pueden decir a los vivos lo que deben sentir.»

La verdad es que, leyendo sus deseos, no puedo menos que compadecer a sus hijos por el duro trabajo que les espera. He aquí una pequeña parte de sus caprichos para el entierro:

Quiero nieve revuelta para que la tierra se vea herida, abierta a la fuerza, sin disposición a participar. Prescindan del toldo. Expónganse al clima. Quiten de la vista la maquinaria más grande. Es una distracción. Pero que el sacristán, lleno de mugre y de indiferencia, esté a mano. Él y el conductor del coche fúnebre pueden hablar de póquer o intercambiar chistes en susurros y con caras serias mientras los clérigos hacen las recomendaciones finales. Los que se apoyan en palas y llenan huecos, así como los que se apoyan en la costumbre y en las viejas oraciones, son, cada uno, expertos en un área.
Y deben quedarse hasta el final. Eviten la tentación de una despedida cómoda en un salón, en la capilla del cementerio, al pie del altar. Nada de eso. No la eludan por el clima. Hemos ido a pescar y a partidos de fútbol en peores condiciones. No tomará mucho tiempo. Vayan hasta el hueco en la tierra. Quédense al lado. Miren dentro. Pregúntense. Y sientan frío. Pero quédense hasta que haya acabado. Hasta que esté hecho.
Sobre el tema de quienes cargan el féretro: mis queridos hijos, mi valiente hija, mis nietos y mis nietas, si es que tengo alguno. Los músculos más grandes deben estar involucrados. Los que usamos para las verdaderas cargas. Si los hombres y sus músculos son mejores para levantar, las mujeres y los músculos de ellas son mejores para soportar.
Es un trabajo para el que se requieren ambos. Así que trabajen juntos. Aligerará el peso.
Miren a mi amada como el mejor ejemplo. Tiene un corazón enorme, una vida muy rica y medicinas poderosas.
Cuando se hayan dicho todas las palabras, bájenlo. Abandonen los lazos. Dejen caer los guantes grises sobre la tapa. Empujen la tierra y terminen. Observen los tobillos de los otros, golpeen el frío con los píes, dejen que la cabeza se hunda entre los hombros, sigan mirando abajo. Allá pasará lo que va a pasar. Y cuando terminen, levanten la mirada y partan. Pero no antes de terminar.
Y si optan por la incineración, quédense y observen. Si no pueden mirar, quizás deben reconsiderarlo. Pónganse donde puedan oír la crepitación y el chisporroteo. Traten de percibir el olorcillo de los sucesos. Caliéntense las manos en el fuego. Ése puede ser un buen momento para una canción. Entierren las cenizas, la escoria y los huesos. Los pedazos del cajón que no se quemaron.
Pónganlos dentro de algo.
Marquen el lugar.
Sientan el hambre. Es de buena educación. Aliméntenlos bien. Este trabajo abre el apetito, como ir a la orilla del mar o recorrer el camino que bordea el acantilado. Después de eso, permanezcan sobrios.

Evidentemente, la contemplación del propio entierro no es nueva en la literatura; ya José Zorrilla (1817-1893) hacía mirar con detenimiento a don Juan Tenorio cómo enterraban su propio cuerpo. José de Espronceda (1808-1842), autor de El estudiante de Salamanca (obra con reminiscencias del drama Clavijo, de Goethe, cuyo protagonista es un lanzaroteño donjuanesco), obligó a uno de sus personajes, don Félix de Montemar, a asistir a su propio entierro y, ya puestos en la faena, a casarse con el espectro de su fallecida, amada y repudiada doña Elvira.

No obstante, en todas estas obras, quienes contemplan y protagonizan su entierro son personajes ficticios, no los propios autores. Ni siquiera Edgar Allan Poe (1809-1849), gravemente afectado de tapefobia, describió su entierro, a pesar de haber escrito en primera persona el relato Enterrado vivo y La caída de la Casa de Usher.

No quiero finalizar estas líneas sobre la muerte de forma dramática, sino a la manera festiva de Gabo, celebrando nuestra futura muerte mientras podamos, que es ahora, cuando seguimos vivos. Para ello, nada mejor que sonreír con alguien que también escribe sobre el propio entierro –el nuestro, naturalmente, no el suyo–. Me refiero al insigne adivino español Rappel, el cual, en la entrada correspondiente de su libro Sueños, significados e interpretación, explica con su particular sintaxis:

Entierro: […]. Para soñar que usted está siendo enterrado vivo, sugiere que usted está siendo socavada o silenciados, de alguna manera.

El mismo personaje, si uno escribe la palabra entierro en el buscador de su página web, contesta:

En ese momento puedes estar a punto de tener una crisis emocional, y padecer una depresión. Si te llegan a enterrar, tardará en pasar esa crisis, y te ayudarán médicos, o terapias. Si te ves resucitar, te curarás por ti mismo en poco tiempo. Si ves que te llevan a hombros, te van a hacer un homenaje por algo destacado de tu trabajo.

Lo cual tampoco está tan lejos del cuento prematuramente enterrado por Gabriel García Márquez en una papelera.

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