Las opiniones de quien escribe

Es mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido que abrirla y disipar toda duda.
Mark Twain

Vaya por delante que soy partidario de que cada escritor, como cualquier otra persona, debe ser libre para expresar su opinión, sea ésta la que fuere. Sin embargo, las precipitaciones en ofrecer al público juicios poco meditados, surgidos del apresuramiento, nos pueden sacar los colores un tiempo después. Un poco de mesura nunca viene mal, sobre todo cuando se trata de juzgar la obra ajena.

Existe un ejemplo muy gráfico para ilustrar esta opinión. Se trata de un escrito firmado nada menos que por Pier Paolo Passolini, en el año 1973. No es preciso que haga más aclaraciones, puesto que se comprende, de inmediato, que cuando alguien escribe estas cosas, después debería lamentarlo hasta la hora de su muerte, incluso si el blanco de las críticas no llega a Premio Nóbel:

Parece ser un lugar común considerar “Cien Años de Soledad” de Gabriel García Márquez (libro recientemente editado), como una obra maestra. Este hecho me parece absolutamente ridículo. Se trata de la novela de un guionista o de un costumbrista, escrita con gran vitalidad y derroche de tradicional manierismo barroco latinoamericano, casi para el uso de una gran empresa cinematográfica norteamericana (si es que todavía existen). Los personajes son todos mecanismos inventados –a veces con espléndida maestría– por un guionista: tienen todos los “tics” demagógicos destinados al éxito espectacular.
El autor– mucho más inteligente que sus críticos– parece saberlo muy bien: “No se le había ocurrido hasta entonces– dice él en la única consideración metalingüística de su novela– pensar en la literatura como en el único juego que se había inventado para burlarse de la gente…” Márquez es sin duda un fascinante burlón, y tan cierto es ello que los tontos han caído todos. Pero le faltan las cualidades de la gran mistificación, las cualidades que posee, como para dar un ejemplo, Borges (o en menor escala Tomasi di Lampedusa, si “Cien Años de Soledad” recuerda un poco al “Gattopardo” aún en los equívocos que ha despertado en el pantano del mundo que decreta los éxitos literarios).
Los críticos literarios deben tomar nota de un nuevo “género” o técnica, que ya pertenece históricamente a la literatura: el guión cinematográfico, y también el denominado “tratamiento”. En el guión y el tratamiento, el autor tiene conciencia de que su obra no es literaria ya que se trata de estructuras provisionalmente lingüísticas, que en realidad “quieren” ser otras estructuras: estructuras, puntualmente, cinematográficas. El autor de un guión o de un tratamiento es tanto más hábil literato cuanto más consigue obtener la colaboración del lector en la visualización de lo que está escrito provisionalmente. El asumir tal provisionalidad (esa voluntad de la estructura de ser “otra estructura”) forma parte de la técnica literaria del guionista y, potencialmente, de su estilo.
Sin embargo, la mayor parte de los guiones y de los tratamientos son pésima literatura– como es el caso de este libro–.
Literatura indigna. ¿Por qué?
El primer acto del escritor de guiones consiste en identificar al lector con el productor. El que debe colaborar con el autor en la “transformación” de la estructura lingüística en estructura cinematográfica, es justamente el que paga. El destinatario de la obra es, una vez más, el patrón. Ahora bien: la mayoría de los escritores cinematográficos provienen de una élite cultural: son entonces personas que tienen la obligación, diría social, de considerar al patrón un idiota, un semianalfabeto, un hombre despreciable. Pero al mismo tiempo, deben hacer que su obra le guste. Y en el momento en que el guionista identifica al productor con un destinatario “idiota, semianalfabeto y despreciable”, tiene un solo modo de convencerlo: la degradación de su propia obra. Entonces, la inocente “captatio benevolantiae” que todo autor, en distintas medidas, utiliza para obtener la colaboración del lector, termina convirtiéndose en una operación inmoral, que envuelve al autor en la degradación por él planificada con bajeza.
La colaboración del autor con el lector- productor, tiene por lo tanto los caracteres de una abyecta complicidad: tiende a hacer de él un compañero y cómplice, degradándose a su supuesto nivel de estúpido, vulgar, conformista, cínico conocimiento de las cosas humanas.
Tal esfuerzo por simplificar, por reducir, por desdramatizar, por hacerlo todo comunicable y sin problemas reales, termina volviéndose una atroz forma de adulación del patrón: así, y para decirlo con sus propias palabras, el guionista, aún despreciando al patrón, y hasta por el hecho de verse obligado por él a un comportamiento miserable, se hace “rufián” a la par suya.
Pero ningún hombre es apriorísticamente tal como el guionista supone que es el productor: ningún hombre es apriorísticamente inferior a nosotros mismos. Y la primera regla moral de un autor consiste en considerar como su igual al lector: y si luego él identifica a ese lector como un productor, también dicho productor no puede sino ser considerado como su igual. Actuar de modo contrario a esta primera y elemental regla moral vuelve a un autor indigno de su profesión.”*

Sobre las opiniones del escritor, creo que también importa su mayor o menor objetividad al presentar un hecho, sea real o ficticio. Es muy interesante el siguiente párrafo, extraído de una carta de Anton Chéjov a A. S. Souvorin:

Me atacas por mi objetividad, llamándola indiferencia al bien y al mal, carencia de ideales y de ideas, y así por el estilo. Quisieras que al describir unos ladrones de caballos yo dijera: “robar caballos está mal”. Pero eso se ha sabido desde hace siglos sin que yo lo dijera. Dejemos que sea el jyurado quien los juzgue; yo simplemente me ocupo de mostrar qué tipo de gente son. Y digo al lector: está usted tratando con ladrones de caballos, así que permítame decirle que no se trata de limosneros, sino de personas fuertes y bien alimentadas que rinden culto al robo; para quienes el robo de caballos no es un simple hurto, sino una pasión, etc. Por supuesto que sería agradable combinar a veces el arte con la prédica, pero para mí personalmente es extremadamente difícil, casi imposible, a causa de las imposiciones técnicas. Mira: para describir una banda de cuatreros en setecientas líneas yo tengo que pensar y hablar todo el tiempo como ellos, sentir con sus sentimientos; de otro modo, si permito que se introduzca mi jubjetividad, la imagen se desdibujará y el cuento no será ya tan compacto como todo cuento debe ser. Cuando escribo, me apoyo enteramente sobre la capacidad del lector para añadir por sí mismo los elementos subjetivos de que carece el cuento**.

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Notas

* Passolini, Pier Paolo: Gabriel García Márquez: un escritor indigno. Traducción de Roberto Raschella. Revista Tempo, Italia, 22 de julio del año 1973.

** Chéjov, Anton: Cartas sobre el cuento. En: Del cuento y sus alrededores. Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas (Venezuela), 1993.

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