El dinosaurio de Augusto Monterroso y la Arcadia

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Augusto Monterroso.

Ayer, en el post más depresivo que recuerdo haber escrito, nombré a Augusto Monterroso (1921-2003), el escritor hondureño que estuvo muchos años exiliado en México, autor de un cuento con fama de ser el más corto del mundo:

«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.»

Ciertamente, es corto, pero no muy original, pues se trata de una variación de un verso de Coleridge, en el cual el poeta se preguntaba qué sucedería si un hombre arrancara en sueños una rosa y, al despertar, todavía la sostuviera en su mano.

Tampoco creo que sea el cuento más corto, puesto que el propio Monterroso escribió lo siguiente, que yo considero tan cuento como el del dinosaurio y, además, utiliza una palabras menos.

«-Envejezco mal -dijo; y se murió.»

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Cuadro «Los pastores de la Arcadia», de Nicolás Poussin.

Mi afición a Monterroso viene de lejos, pero hace unos años le cobré mucha estima porque uno de sus libros me proporcionó la respuesta a una duda que me corroía desde que escribí un artículo en el periódico «La Opinión» sobre la relación entre los canarios del Misisipi y sus vecinos cajunes.[1]

Me intrigó mucho la frase que aparece en el sepulcro de un misterioso cuadro de Nicolás Poussin: Et in Arcadia ego, y no me satisfacía ninguna explicación sobre esta inscripción hasta que un texto de Monterroso me remitió a un libro de Erwin Panofsky, titulado El significado de las artes visuales, que estaba publicado también en español por Alianza Editorial.

En la explicación de Panofsky, asumida también por Monterroso, todo encaja: el «ego» de la frase representaba a la Muerte y es ella la que exclama que también está presente en la feliz Arcadia.

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NOTA

[1] Los cajunes descienden de los acadianos («acadian» –> «cajan» –> «cajun»), una comunidad francesa que fue masacrada en Canadá por los ingleses, hace unos tres siglos, y formaba parte de un movimiento progresista que deseaba revivir los ideales de la antigua Arcadia, en un régimen democrático de igualdad y libertades sociales.

Regresaron a Francia, pero al rey no le gustaba tener en su territorio a una gente  cuyas costumbres poco monárquicas le resultaban molestas. De manera que se puso de acuerdo con su primo, Carlos III, y éste los envió a Luisiana por la misma época que fueron los canarios. Unos y otros debían colonizar una tierra de pantanos y mosquitos. Durante más de dos siglos han convivido en buena vecindad, casi sin mezclarse hasta la mitad del siglo XX. Ambas comunidades han conservado casi intacto sus idiomas maternos hasta nuestros días.

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