Benito Pérez Galdós y el amor


Benito Pérez Galdós

Si alguien me pusiera un revólver en el pecho y mi vida dependiese de afirmar sinceramente cuál es el tipo de amor que Benito Pérez Galdós trata más en sus libros, diría sin pestañear: ¡El amor propio!

Tiene gracia que el escritor más mujeriego enamoradizo que ha vivido en la Corte del Reino de España se refiera continuamente al amor propio que se despierta en cada una de sus figuras masculinas de ficción: a algunos de sus personajes el amor propio los gobernaba más que su conciencia; a otros, ese mismo amor les hacía padecer horriblemente porque se sentían en ridículo; al de más allá, le impedía decir la verdad de los hechos; al de más acá, ese tipo de amor lo humillaba cuando contraía deudas;… En fin, que no parece sino que en casa de herrero, cuchara de palo.
Sin embargo, si la mano que aguanta el revólver levantara el martillo del arma y su dedo índice empezara a curvarse sobre el gatillo tras mi sincera declaración, yo no dudaría en desmentir mi alegato anterior y jurar que el amor más tratado por Pérez Galdós es el amor de meapilas comedido. Lo cual tampoco deja de tener gracia en el ilustre putañero intelectual canario y, según muchos,  mejor novelista en lengua española de todos los tiempos.

“Cuando el enamorado se iba a su casa, llevaba en sí la impresión de Fortunata transfigurada. Porque no ha habido princesa de cuento oriental ni dama del teatro romántico que se ofreciera a la mente de un caballero con atributos más ideales ni con rasgos más puros y nobles. Dos Fortunatas existían entonces, una la de carne y hueso, otra la que Maximiliano llevaba estampada en su mente. De tal modo se sutilizaron los sentimientos del joven Rubín con aquel extraordinario amor, que éste le inspiraba no sólo las buenas acciones, el entusiasmo y la abnegación, sino también la delicadeza llevada hasta la castidad.”

(Benito Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta. Tomos I y II. Cátedra. Madrid. 1999).

Casi olvido que este texto se debe a don Benito. Y que toda la espiritualidad del enamorado burgués está dirigida a una pecadora del pueblo llano. Vamos a leerlo de nuevo, a ver si nuestra hipócrita comedida moral le encuentra ahora otro sentido a ese amor que de seguro ya nos va pareciendo, ¡ay de mí!, menos pacato. Lo cierto es que a don Benito se le fue la mano queriendo o sin querer y, créame, resultó el primero en poner a un miembro  del pueblo llano  como protagonista. Pérez Galdós escribía sobre el tema del sexo convexo como pez en el agua, conocedor a fondo de las almas pecadoras que como la suya misma revoloteaban por Madrid disfrutando del polvo callejero, y aun del barro cuando llovía sobre mojado en las húmedas travesías de la Villa y Corte. Y no como otros plumíferos y ensotanados y cantamañanas que conocían tanto del amor como de herrar mosquitos, ¿no es así, don Benito?

Quien sí sabía de amores era Feijoo, uno de los personajes de Fortunata y Jacinta, que probablemente estuviera destilando el pensamiento de su autor cuando le dijo a Fortunata;

“Sé que es condición precisa del amor la no duración, y que todos los que se comprometen a adorarse mientras vivan, el noventa por ciento, créetelo, a los dos años se consideran prisioneros el uno del otro, y darían algo por soltar el grillete. Lo que llaman infidelidad no es más que el fuero de la naturaleza que quiere imponerse contra el despotismo social, y por eso verás que soy tan indulgente con los y las que se pronuncian.
[…] A ratos parecía incomodado, y expresándose cual si refutara opiniones que acabara de oír, daba palmetazos en los brazos del sillón: «Si siempre he sostenido lo mismo, si no es de ahora esta opinión. El amor es la reclamación de la especie que quiere perpetuarse, y al estímulo de esta necesidad tan conservadora como el comer, los sexos se buscan y las uniones se verifican por elección fatal, superior y extraña a todos los artificios de la Sociedad. Míranse un hombre y una mujer. ¿Qué es? La exigencia de la especie que pide un nuevo ser, y este nuevo ser reclama de sus probables padres que le den vida. Todo lo demás es música; fatuidad y palabrería de los que han querido hacer una Sociedad en sus gabinetes, fuera de las bases inmortales de la Naturaleza.
¡Si esto es claro como el agua! Por eso me río yo de ciertas leyes y de todo el código penal social del amor, que es un fárrago de tonterías inventadas por los feos, los mamarrachos y los sabios estúpidos que jamás han obtenido de una hembra el más ligero favorcito». Fortunata le miraba con sorpresa mezclada de temor, el codo en la mesa, derecho el busto, en una actitud airosa y elegante, llevando pausadamente del plato a la boca, ahora una pasita, ahora una almendrita.”

(Benito Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta. Tomos I y II. Cátedra. Madrid. 1999).

Galdós, maldito Galdós. Todo para ti es instinto carnal depositado a plazo fijo, hasta el momento en que acabe y vuelva a comenzar el siguiente ciclo. ¿Cómo se puede hurtar de esa manera las ilusiones al lector bienintencionado, cómo se le puede pedir que finalice su lectura de la novela y no la arroje al ardiente carbón que calienta en sus fogones los calderos repletos de callos y garbanzos y sueños?
La mano y el revólver suben hasta que siento el frío del cañón en los labios como puro habano recién sacado del congelador por el humeante fantasma de Cabrera Infante. Está bien, no quemaremos la novela. Tranquilidad. Continuemos leyendo hasta que muera Fortunata y alguna desafortunada frase sea pronunciada por alguien que no sea cubano..  Utilicemos el cañón del revólver para seguir pasando páginas a balazos. Una mujer y un hombre están junto a la cama donde descansa el puto puro cadáver. Él habla… ¿de amor?

“¡Ah!, señora, crea usted que tengo el corazón destrozado, y que tardaré en consolarme de esta pesadumbre… Le había tomado yo tanto cariño, que a todas horas la tenía en el pensamiento. Mi destino me ligaba a ella, y hubiéramos sido felices, sí, felices, créalo usted… Nos habríamos ido a otro país, a un país lejano, muy lejano. Con permiso de usted, la voy a besar otra vez. No la había besado nunca. No me atrevía, ni ella lo habría consentido, porque era la persona más honrada y honesta que usted puede imaginar».

(Benito Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta. Tomos I y II. Cátedra. Madrid. 1999).

No me joda, don Benito, ahora resulta que vuelve usted a cambiar la dirección del amor. ¡El burguesito se casó con una meretriz pecadora y no le dio ni un beso! Y ya no hay uno sino dos, cuatro, veinte amores que navegan por su novela como si fueran barquillas de vela latina pilotadas por lunáticos que se cruzan, se embisten, se ayudan y hasta se hunden irremisiblemente en el mar de la vida que es el morir. Y una barquilla vuela con sus alas latinas extendidas, como sólo usted, señor mío, podría hacer volar al amor eterno sobre el lecho mortuorio de una pecadora que -¡quién sabe, don Benito, quién sabe!- había tenido alma, pechos y ojos de poetisa gallega.

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