Annie Edson Taylor, la mujer que saltó sobre las Cataratas del Niágara

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Las gestas deportivas y las superaciones de cualquier tipo de marca popular responden a un afán de protagonismo, más que a deseos de perfeccionamiento personal, a ambiciones económicas o a revanchas de cualquier tipo, aunque éstas también influyan como incentivos. Las llamativas historias que aquí se cuentan, relacionadas con los arrolladores torrentes de las Cataratas de Niágara, así parecen demostrarlo.

Antes de entrar en la más que interesante historia de Annie Edson Taylor, se deberían conocer algunos antecedentes. Me he tomado la molestia de consultar fuentes directas, en diversas publicaciones norteamericanas de los siglo XIX y XX, para asegurar todo lo posible la veracidad de cuanto sigue. Algunas de las fotos pertenecen al Museo de las Cataratas del Niágara, otras a varios diarios de diversas épocas. Desde luego, fotos y anécdotas curiosas para pasar un buen rato saboreándolas no faltan. Espero, al menos, despertar su curiosidad…

En la protohistoria de los desafíos llevados a cabo en este lugar, se halla la destartalada goleta Míchigan que, en 1827, fue lanzada hacia los rápidos de Whirlpool, para comprobar si era capaz de atravesarlos. No fue ninguna persona a bordo, pero la crueldad de la época propició que se colocaran en cubierta dos oseznos, un búfalo, dos mapaches, un ganso y un perro. La goleta se hundió, llevando consigo las jaulas de los animales. Únicamente, se salvaron los oseznos, que iban sueltos, y un ganso. El canallesco espectáculo, organizado por los hoteles, fue contemplado por diez mil personas. En octubre de 1829, dos muchachos se lanzaron al río y nadaron un poco entre sus aguas revueltas. En 1859, el francés Jean Francois Gravelot, conocido como El Gran Blondin, cruzó las cataratas caminando sobre una cuerda floja.

Le relevó otro famoso equilibrista, El Gran Farini, que llegó a cruzar la cuerda floja con los ojos vendados, a llevar una mujer subida a su espalda y hasta a colocar una cocinilla en la mitad de la cuerda para prepararse una tortilla. Un día que llevaba a otra mujer en sus espaldas, sobre la plaza de toros de La Habana, ésta se cayó y perdió la vida.

Farini murió a los 91 años, después de haber sido agente secreto, escritor, escultor, pintor, explorador e inventor. Todo un personaje.

Después, en 1869, el doctor Jenkins pasó, en once minutos, por la cuerda floja en una bicicleta. Otro cruzó con una carretilla. Le siguió la única mujer que ha realizado la hazaña, María Spelterini, y un equilibrista llamado Stephen Peer que se mató en el intento, cuando trató de cruzar una noche completamente borracho.

La embarcación a vapor «Maid of the Mist», en la parte canadiense de las Cataratas del Niágara, hacia 1880.

Que yo sepa, el primero que navegó por los rápidos Whirlpool del Niágara fue el Capitán Joel Robinson, en el año 1861, a bordo de su barco Maid of the Mist (Doncella de la Niebla). Además de la codiciada fama, no lo movía el romanticismo, sino una cuestión económica, relacionada con la subasta del barco. Increíblemente, logró llegar con su embarcación hasta aguas tranquilas, hazaña que nadie ha repetido hasta la actualidad.

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La foto muestra las revueltas aguas erizadas de rocas en los rápidos de Whirlpool, en el río Niágara, antes de las famosas cataratas.

En 1883, otro capitán de nacionalidad inglesa, Matthew Webb, se ahogó cuando intentaba cruzar a nado los rápidos, para cobrar los 2.000 dólares que habían ofrecido por la hazaña.

Carlisle Graham.

Sin embargo, el primero en hacerlo en un barril fue Carlisle Graham, un fabricante de barriles de Filadelfia que medía 182 cm y que descendió por los peligrosísimos Rápidos de Great Gorge –también en Niágara–, en julio del año 1886. Estuvo dando tumbos durante media hora y salió ileso, aunque mareado por completo.

Artículo publicado el 09.08.1886 por The New York Times. Para ver el artículo completo, haga click sobre la imagen.

El artículo de la imagen superior indica que dos hombres atravesaron los rápidos Whirlpool del Niágara metidos en un barril. Uno de ellos era George Hazlitt (Hazlett), de Búfalo, y el otro, su sobrino William Potts. El caso es que a Graham esto le sentó mal desde que lo anunciaron. No se recataba en decir que estos chicos no saben el peligro que corren y lo que deberían hacer es saltar con él desde el puente colgante del ferrocarril. Y que, por otra parte, agregó Graham, él iba a enviar a un perro solo a atravesar los rápidos. Los celos son el diablo. Por cierto, nunca saltó.

Artículo publicado el 22.08.1886 por The New York Times. Para ver el artículo completo, haga click sobre la imagen.

Un joven detective de Boston también se anima ese verano de 1886 a lanzarse al agua. La fiebre del Niágara parece que afecta a todas las capas de la población norteamericana que ha decidido convertirse en el Número Uno del No Va Más. De manera que el detective Billy Kendall no se queda atrás y se tira a los rápidos con un simple salvavidas y sale del agua vivito y coleando. El chico es casado y tiene un niño, pero su espíritu deportivo moderno le llena el cuerpo de adrenalina y se esfuerza en dejar pequeño a Sherlock Holmes. Por ejemplo, en su último viaje a Europa, se tiró desde la cubierta de trasatlántico Werra al mar, en mitad del océano, para rescatar a un pasajero que se había caído. Lo mismo hizo con otro hombre que se cayó desde un ferry en Boston.

Probablemente, ese espíritu le viene de los tiempos en que estaba en la nómina de la policía bostoniana. Pero esta vez, no se tiró a salvar a nadie, sino para cobrar los 10.000 dólares que sus amigos y conocidos habían apostado, cuando se enteraron de que andaba presumiendo sobre que él haría lo mismo que Graham, pero sin barril. Sin embargo, al terminar la prueba, le soltó al corresponsal de The New York Times que no hay suficiente dinero en el mundo para tentarle a tirarse de nuevo a nadar en los rápidos del Niágara.

No obstante, nunca faltará quien lo haga gratis, como el exconcejal de Pittsburg, George Chambers, que sólo tres días más tarde le comunica al corresponsal del principal periódico estadounidense que pronto él también atravesará los rápidos a nado. Puras fanfarronadas, porque nunca lo hizo.

El  7  de  noviembre  de  1886,  Lawrence  Donovan  saltó  una altura de 60 metros al  río  Niágara  desde  la zona superior del nuevo puente colgante,  ¡vestido con  traje,  zapatos  de  lona  y  un  sombrero  hongo! Un auténtico caballero nunca debe perder la compostura…

George Hazlett y Sadie Allen, junto a su barril que, al menos a mí, me recuerda la forma de un submarino.

George Hazlett volvió a las andadas. Al parecer, no tuvo bastante con el remojón junto a su sobrino y convenció a Sadie Allen, de 18 años, para que se metiera con él en el barril o, quizás, fue ella la que se empeñó en hacer lo mismo que su cuñado William. Al acontecimiento asistió toda la familia. El asunto fue que, finalmente, entraron ambos al barril y bajaron tumbando por los rápidos. Llegaron vivos y sonrientes, lo cual hizo sospechar, imaginar y suspirar a sus bienpensantes contemporáneos, quienes estuvieron criticando a Sadie durante toda su vida. A pesar de todo, ella fue la primera en hacerlo.

Artículo publicado el 28.11.1886 por The New York Times. Para ver el artículo completo, haga click sobre la imagen.

El articulista del N.Y.T., escribió al día siguiente que la señorita Allen no tenía nada de machona, que era de una belleza femenina incomparable, que su cabello era de un largo lujurioso y, además, era negro, que sus ojos eran castaño oscuro, que poseía una rostro franco, joven e interesante, y que la señorita gozaba de la mejor reputación entre sus amigos. Al final del artículo, afirmaba, como el que no quiere la cosa que «Mis Allen ha decido permanecer en las Cataratas durante la noche para recuperarse de los efectos del viaje. Los demás retornaron a esta ciudad esta noche. Hazlett y Sadie fueron fotografiados antes de abandonar el edificio de Lauren.»

Por lo visto, tampoco tuvo suficiente Graham. Así, realizó un segundo viaje ¡dejando la cabeza por fuera del barril! Aparentemente llegó bien, pero después se descubrió que se había quedado sordo como una tapia. Ciertamente, el hombre tuvo coraje, porque el día anterior un tal James Scott de Nueva York se ahogó cuando quiso hacer el mismo recorrido a nado.

Lo cierto es que Carlisle Graham, como los buenos vino, estaba envejeciendo dentro de un barril. Quizás, se había enviciado con los viajes o con el barril, vaya usted a saber, y siguió tirándose por los rápidos de Whirlpool, durante años. Su fama subió como la espuma. En septiembre de 1901, quiso hacer una doble actuación, junto a Maud Willard, pero el barril de ella quedó atrapado en un remolino y la pobre mujer se asfixió. Sin embargo, el perrito que la acompañaba resultó ileso.

Bien fuera por esta desgracia o por otra causa, lo cierto es que Graham nunca se tiró en su barril por las cataratas, como había anunciado. Y ahí quedó aparcada su historia deportiva.

Tras una campaña propagandística digna de mejor causa, Martha Wagenfuhrer bajó por los rápidos, en septiembre de 1901, pero su barril se atascó y tuvo que ser rescatada inconsciente, después de pasar una hora accidentada.

A la vista de estos hechos, y de otros más disparatados que veremos a continuación, uno se pregunta: ¿por qué la gente aplaude tanto estas barbaridades en los Estados Unidos y siempre aparece alguien que desea fervientemente recibir esos necios aplausos? Antes de entrar en la auténtica y verdadera historia de Annie Edson Taylor, vamos a tratar de averiguarlo.

Hablando con un tipo que se crió en Nueva York, caí en la cuenta de que cada dos o tres minutos decía algo sobre el «Number One» referido a cualquier cosa, obra, persona o bicho viviente de su país que hubiera alcanzado el primer puesto. Tratara de lo que tratara, su charla estaba marcada por los «Number One» como una autopista por los puntos kilométricos.

Los puentes de Brooklyn y de San Francisco, el Empire State Building de Manhattan, la señora que se casó 23 veces, el hombre de Míchigan que ha sido el más alto de la historia, el guardabosques que ha soportado siete rayos en su cuerpo, la torre de lego más alta de la historia, el primer millonario en viajar al espacio o el bueno de don Donald Gorske que se ha comido 17 BigMacs de una tacada, son unos pocos ejemplos de lo que sostiene el orgullo popular estadounidense.

Si usted escribe «number one», en el buscador de Google, obtendrá 167.000.000 de resultados. De hecho, el Libro Guinness de los Records surgió en los Estados Unidos, cuando dos directivos de una editorial discutían sobre cuál de los siguientes pájaros era el «number one» en velocidad: el chorlito dorado o el urogallo.

Todo esto demuestra que las continuas referencias al «number one» de este señor de Nueva York no nos colocan ante un individuo obsesivo-compulsivo; sino ante una conducta habitual de sus compatriotas. Estados Unidos, además de otras muchas cosas buenas y malas, es un país obsesionado por los records desde hace muchos años. Naturalmente, no pretendo difamar al pueblo estadounidense, tan digno como cualquier otro, mal que le pese, sino poner de relieve un aspecto que le impulsa a conseguir los más extraños trofeos que en otras latitudes no se toman con tanta seriedad. Mi país constituye, quizás, el caso contrario, puesto que cualquier ciudadano que destaque es vituperado de inmediato, tanto en público como en privado.

Llegar a la Luna no significó para el norteamericano medio un gran paso para la humanidad, a pesar de la manida frase de Armstrong; en realidad, sólo significó apuntarse otro «number one» en su lista de éxitos frente al resto de países, especialmente la Unión Soviética. Por esta misma razón, les ha afectado tanto el bluf del otro Armstrong, que de «number one» del ciclismo mundial ha pasado a «number one» de los tramposos.

Estos comentarios vienen al hilo de una «heroína» estadounidense del principios del siglo XX, que triunfó en los medios informativos de su época y aún continúa dando guerra en ellos. Sin ese delirio por los «number one», nadie podría explicarse a qué viene tanto ruido por la húmeda hazaña de esta señora que, dicho sea de paso, goza de todas mis simpatías.

Verán. Había una maestra jubilada de Míchigan que se llamaba Annie Edson Taylor. Quizás, había cumplido los 63 años de edad, aunque bien podría ser que sólo tuviera 43, como veremos después; era viuda; pasaba dificultades económicas y un buen día se le ocurrió meterse dentro de un barril para despeñarse por las Cataratas del Niágara. Así podría adquirir algo de fama y dinero. Desde la muerte de Maud Willard y el fracaso de Martha Wagenfuhrer, en los Estados Unidos de América no había un tema más comentado. Yo supongo que la valerosa Annie pensaría “¡ahora o nunca!” y se lanzó a la aventura, porque, además de ser una auténtica emprendedora, la jambre es una cosa muy fea, incluso en una señora de buena familia. Expuso su idea al agente teatral Frank M. Russell, el cual decidió patrocinar a la intrépida mujer. Pensaría Russell que, más allá de que Annie sobreviviera o se ahogara, algún beneficio le reportaría. De modo que la apoyó de manera entusiasta.

Frank M. Russell, el agente de Annie, prueba a insuflar aire en el barril con una bomba de bicicleta.

Para leer la segunda parte y ver el resto de las imágenes, haga click aquí. 

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