
Mis andanzas hasta los ocho años transcurrieron en el territorio que abarca esta imagen.
Ahí tuve mis primeras experiencias: juegos con los amigos de mi edad; saltos a la soga que me enseñaron niñas mayorcitas; capturas con balangos de lagartos tizones y de lizas en los paredones; huertitas con rábanos, zanahorias y lechugas; la recogida de hierba para los conejos; el asombro de ver aparearse los perros y los cerdos; la construcción de barcos con hojas de palmeras; las pedradas a las escobas de dátiles maduros para comer su dulce pulpa; los carros de madera rodando por caminos de tierra; el agua cantando por la acequia; la recolección de semillas de ricino para vendérselas a don Esteban;…
En fin, toda una vida que marcó esos pocos metros de isla como mi auténtica Patria, la que año tras año he llevado en el corazón y que jamás he comparado con ninguna otra, porque siempre las habrá diferentes, pero no mejores ni peores.
Si se me hubiera preguntado sobre el nombre que habría preferido para mi patria, yo hubiese dicho sin dudarlo «Palmar», porque es una palabra amable, redonda y hermosa.
Amé, amo y amaré hasta el día de mi muerte El Palmar de mi isla y cuando contemplo esas palmas, bajo cuya sombra pasé tantos ratos de mi vida, aún siento un estremecimiento de placer y vuelvo a escuchar el sonido del agua deslizándose entre las piedras del barranco o el grito de una madre que repite el nombre de algún hijo poco obediente.
En mi memoria tampoco se han perdido las voces que quienes fueron mis vecinos. Gente tan dulce y solidaria como seguramente es la que actualmente habita algunas de estas viejas casas.
En mi memoria siguen mis abuelos y el resto de vecinos que, como una tribu, cuidaba de nosotros igual que de sus propios hijos.
Todo un privilegio del que presumo a la menor oportunidad que se me presenta.
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