
LA CASA DE MIS ABUELOS estaba situada a unos diez minutos del casco urbano. Incluso, se podía llegar en menos tiempo, tomando una vereda que recorría el cauce del barranco entre tamasmas titilantes, ranas con voz de Louis Armstrong y patos que vagabundeaban con andares de borrachito gordinflón, poniendo huevos entre las flores de espuma.
Sin embargo, esta vereda era únicamente practicable de día, porque en la oscuridad resultaba fácil romperse la cabeza, una pierna o, al menos, terminar con los zapatos llenos de barro y los pantalones enchumbados. Por eso, cuando caía la noche, prefería ir por el sendero que los vecinos conocíamos con el nombre de El Camino.
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PERO, antes contar lo que sucedía en ese otro trayecto, permítanme una breve explicación sobre mis circunstancias personales, las cuales ayudarán a entender mejor los terrores que aparecen en este relato.
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MIS PADRES habían emigrado. Yo tenía once años, vivía con mis abuelos en La Gomera y, aunque me ofrecían todo su cariño, empezaba a convertirme en un niño lleno de inseguridades.
Por un lado, sospechaba que mi presencia podría constituir una molestia para los ancianos y, por otro, me costaba gestionar de manera adecuada las miradas displicentes de algunos familiares cuando llegaban de visita.
De cualquier forma, yo apretaba los dientes y trataba de salir adelante de las tres maneras que tenía a mi alcance: la primera, sumergiéndome en el mundo que había logrado crear en mi interior; la segunda, correteando a diario con mis amigos a lo largo, ancho, alto y bajo del pueblo, cada vez que se me presentaba la menor oportunidad. La tercera era cosa aparte. Consistía en un agujerito abierto en el marco de una vieja puerta por el que podía contemplar –¿quizás, sólo lo imaginaba?– cosas que estaban sucediendo en épocas pasadas o futuras de cualquier parte del planeta. Pero regresemos al hilo principal de mi relato, es decir, al camino.
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COMO DECÍA, también era factible llegar a la casa de mis abuelos por otro acceso. Un camino empedrado, de color leopardo, amplio, bordeado de casas, plataneras, nísperos y paredones; hermoseado y perfumado por flores desde enero hasta diciembre. Durante las horas mañaneras de los días con sol, parecía recién pintado.
En el inicio de este camino, los aromas de una panadería invadían el callejón y excitaban mis glándulas gustativas, ansiosas de saborear al final del sendero un delicioso potaje de berros, unas natillas con azúcar quemada o una merienda de ensueño: agua de café mezclada con gofio y trocitos de queso, todo ello regado con un buen chorro de miel de palma.
Cada cincuenta metros, en el borde del camino, había clavado un poste de madera con una bombilla que iluminaba tenuemente, si no estaba fundida ni la habíamos apedreado los muchachos que, cuando nos portábamos mal, éramos conocidos como “la canalla”.
Los niños usábamos esos postes para comunicarnos: pegábamos la oreja a ellos, mientras les atizábamos golpes con una piedra. Dos cables de cobre servían para llevar y traer las vibraciones entre los postes
¿Valía para algo este Morse infantil, deslavazado y primitivo? No, en absoluto; pero encontrábamos un placer misterioso al recibir señales emitidas por un compañero al que ni siquiera veíamos; lo cual nos igualaba a los rastreadores que pegaban el oído al suelo para escuchar el galope de los caballos en las praderas del Oeste, proyectadas los domingos en el cine Vegamora, a medio duro la entrada. Además, siempre teníamos planes para elaborar una especie de diccionario telegráfico que nos permitiría mantener una conversación a través de los postes, tal como hacían los indios con las señales de humo. Lástima que, una hora después, otro juego nos hiciera olvidar el asunto por completo.

Durante unos meses al año, en los bordes del camino, brotaba una planta silvestre que nosotros llamábamos “jazmín” y por esos mundos se conoce como “maravilla “ o “don diego de noche”. Estas matas medían casi un metro de alto, sus hojas poseían un verde intenso y se cubrían de flores con vivos colores: rojo, amarillo, naranja, violeta, blanco, magenta,… Las usábamos para formar penachos, pulseras y guirnaldas, insertándolas en pajas de balango, que casi siempre terminaban alrededor del cuello de alguna niña.
Una vez pasado el nisperero de Marica la Dulcera –parada obligatoria, cuando tenía fruta madura y las hijas de la artesana no estaban a la vista–, el camino transcurría entre las plataneras de la izquierda y los paredones de la derecha.
En ese tramo, se encontraban dos chucherías que me atraían irresistiblemente: lagartos y tomates cagones. Si hacía mucho sol, dejaba los calientes y minúsculos tomatillos en paz, pues sabía las turbulencias a que se expondría mi estómago. Calamidad diarreica que no compensaba el placer de comer la fruta prohibida por los adultos, pero adorada por los lagartos y los niños.
En cambio, esos días soleados, tomaba una piedra en cada mano para lanzarla en dirección al primer tizón, la primera lagartija, el primer pracan o la primera liza que asomara el morro con la intención de apoyar su cabeza en los rayos del astro rey. Algunos días de verano, la fuerza de estos rayos era de tal calibre que parecían solidificar sobre las piedras de los paredones. Sin embargo, no recuerdo haber acertado una sola pedrada. En todo caso, matar alguno de aquellos animalitos no podía ser tan grave, ¿o sí?
Lo habitual era encontrarse en el camino con algún vecino o vecina. La conversación era parca.
–Buenos días, doña Camila.
–Buenos días, m’hijo.
–Adiós, don Segundo –decía yo mientras me apartaba un poco para que el atento anciano pasara, apoyándose con garbo en un bastón, moviendo en su boca un palillo de dientes y estirando la chaqueta de su traje marrón a rayas, confeccionado por su hermana Reglita.
–Adios, hombre, recuerdos a tu abuelo –don Segundo era feliz; sus hermanas, inteligentes.
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TAMBIÉN el camino tenía sus riesgos. En lo que se refiere a las amenazas diurnas, había de tres tipos:
Peligro número uno: que don Antonio Fernández, el Carrasco, o la buena de doña Luisa Sanfiel, me pillaran cogiendo algún vago de uva moscatel negra del parral que colgaba desde su balcón hasta el borde del camino. En ese punto se formaba una especie de túnel vegetal, falsamente discreto, porque, desde las ventanas pintadas de verde, los dueños vigilaban con frecuencia la integridad de sus orondos y castigados racimos.
Peligro número dos: que se hubiera escapado el perro de don Antonio el Guardamontes o, peor aún, el bardino del herrero Pepe Santana y me encontrara con él, frente a frente, sin saber si agacharme a coger una piedra, con el peligro de que el perro se me abalanzase al sentirse amenazado, o si hacerme el valiente para no dar “olor a miedo”, y pasar junto a él como si tal cosa. A veces, no me decidía; así que el jodido animal y yo pasábamos mucho tiempo inmóviles, completamente congelados, mirándonos a la cara, él enseñando sus dientes grrrrrr y yo, castañeteando los míos tttttt.
Paradójicamente, el día que reunía el suficiente valor para hacer frente a los perros, no encontraba ninguno y, cuando me salían al paso, mi valentía brillaba por su ausencia.
Peligro número tres: Antonillo González. Este hombre vivía solo en la casa que fuera de los García Cabrera, donde había nacido un poeta que era poco nombrado en el pueblo, porque había sido (y quién sabe si todavía era) rojo.
Antonillo, que también había sido un joven socialista durante la República, tenía una enfermedad mental, calzaba pantuflas a cuadros, vestía camisas claras o caquis con manchas de savia, como los peones de la platanera, y pantalones grises. La cabeza era redonda como una calabaza y lucía en su rostro una palidez de cadena perpetua. Se cubría la calva con una boina encasquetada hasta casi taparle las pobladas cejas, las cuales contrastaban con unos labios largos, finos y morados que me producían escalofríos.
Realmente, su visión asustaba a los niños del vecindario y yo le tenía terror, sobre todo cuando empuñaba en sus manos un cuchillo platanero, tan largo como un machete, con el que jugueteaba si me veía cerca, refocilado en el temor que me provocaba. En realidad, era un hombre muy pacífico, que siempre me saludaba; pero su forma de bromear era tan lúgubre que me incitaba a acelerar el paso, porque entonces recordaba que oficialmente era “un loco” y que mi abuela me decía:
–Él es bueno, pero tú no te fíes demasiado.
No obstante, esos miedos a plena luz del día no significaban nada, comparados con los terrores nocturnos del camino.
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YO PROCURABA que no me sorprendiera la noche en la calle. Pero, a veces, era difícil abandonar a los amigos en lo más interesante de un juego o de una conversación. Y digo conversación, refiriéndome a las tardes en que nos entreteníamos con cuentos de miedo. Unos cuentos que nos ponían los pelos de punta, pues había algunos muchachos especialmente dotados para convertir los relatos más disparatados en historias realistas de muertos, de fantasmas y de brujas. Cuentos encantadoramente horrorosos.
Cuando los niños, y el par de perros que siempre andaban cerca, nos dispersábamos, la oscuridad era intensa, pues las escasas farolas sólo emitían una luz débil y anaranjada, que no permitía ver con claridad más allá de unos pocos metros. A lo lejos, se escuchaba el ruido del motor que proporcionaba electricidad al pueblo durante unas pocas horas. Debía darme prisa, si no quería andar a ciegas. El tiempo corría desbocado hacia las nueve de la noche y Correa apagaría puntualmente el motor de la luz, sin molestarse en preguntar antes si yo había llegado a casa.
Después de caminar algunas decenas de metros, los pies comenzaban a pesarme como si las suelas de los zapatos se hubiesen transformado en plomo. Todas las sombras se me antojaban almas en pena, las ramas de los nispereros, movidas por la brisa nocturna, se aproximaban al camino de manera amenazadora. Todos los misterios con que los curas me llenaban la cabeza aparecían en un lugar u otro del camino, el rabo fétido del demonio se convertía en una tubería que goteaba líquidos del averno, el brillo de un cristal roto era igual a los reflejos del cáliz donde el sacerdote bebía la sangre de un Dios muerto por culpa mía y de otros pecadores, los roces de las hojas de las plataneras eran susurros de espíritus malignos que me acechaban en los bordes del camino.
Cada paso me internaba más y más en las tinieblas de mis miedos. Los débiles burbujeos del agua en la acequia se me presentaban como latidos de corazones emponzoñados. También estaban los silencios, prestos a manifestarse, cada uno cargado con su propia amenaza. Mis ojos se clavaban en las bombillas de los postes, temiendo encontrar, junto al ejército de polillas que las rodeaba, alguna entidad procedente del Otro Mundo. Entonces, corría, jadeaba y tropezaba en las piedras sueltas del empedrado.
Los diez minutos del camino se me convertían en diez interminables viajes al infierno.
Llegaba a la casa de mis abuelos con el corazón en la boca, con mi propia negrura a cuestas, tragándome los miedos como si fuesen cuervos podridos.
La bombilla desnuda que colgaba del techo era incapaz de perforar la oscuridad y convertía las sombras de la cocina en un cuadro tenebrista de Caravaggio. Sin decir una palabra, me sentaba en una silla a verlos jugar a la ronda, sabiendo que el as y la malilla de copas siempre terminarían en manos de mi abuela.
–¿Te apetece un potajito de bubango antes de que se vaya la luz, mi niño?
( © Manuel Mora Morales, noviembre de 2022)

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