Afortunadamente, tanto medio natural de Masca como el de su barranco se conservan en excelentes condiciones como ratifican estas imágenes. Un auténtico paraíso para quienes amamos la naturaleza. Claro que, en este caso, se paga el precio de la masificación turística.
A Masca fui por primera vez en compañía de un grupo de amigos y dormí en la habitación que nos cedió un anciano. Aunque el frío de la montaña se hacía sentir en la noche, tardé mucho tiempo en cerrar la ventana, escuchando los grillos y contemplando una luna llena, gorda y satisfecha que iluminaba de manera irreal el caserío bajo las montañas cortadas a tajos, al borde de las tinieblas brujas que ascendían de los barrancos. Luego, hubo uno de esos instantes mágicos que suceden pocas veces en la vida: cuando me disponía a dormir, sonaron las notas de una folía en un timple y se elevó la voz quebrada de un hombre cantando una copla. Después, el ladrido de un perro y, otra vez, el silencio.
Mientras escribo, me cuesta creer que lo relatado no sea un falso recuerdo, alguno de esos tópicos de la vida bucólica que uno querría haber vivido. Sin embargo, no cabe la menor duda de que fue real y hoy es una de las memorias más hermosas que conservo. El resto de quienes iban en aquel grupo también lo recuerdan, aunque, al parecer, nadie más se sintió impresionado por escuchar una simple folía bajo una simple luna brillando durante una simple madrugada en una muy simple aldea. Cada cual tiene su momento y aquél fue el mío.
Quizás, por haber tenido esa vivencia, vuelvo cada cierto tiempo al caserío de Masca. La última vez, llegué dispuesto a bajar hasta la playa, hacer unas fotos del barranco y subir, nuevamente, hasta el caserío.

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