Vuelvo a Granada

Vuelvo a Granada bajo un cielo de plomo. Pero una hora antes de llegar a la Alhambra, aparco el viejo coche a un lado del embalse de Cubillas. Admiro las moles de Sierra Nevada a la derecha y las montañas de Colomera al fondo. Mientras, subo el cuello de mi abrigo y camino hasta las proximidades de la torre.

No pasa un solo coche: la levedad de la llovizna resalta el silencio. Se me pierde la mirada en el espejo del agua: me devuelve la imagen de mi primera visita a Granada, cuando sólo era un niño de ocho años y estrenaba el mundo con los ojos: el Patio de los Leones: las galerías oscuras: el agua: la foto vestido de árabe sobre un enorme caballo de metirijillas: el frío de aquel lejano diciembre,… Más adelante, los regresos jamás interrumpidos: solo o acompañado: en tren: en autostop sobre camiones: conduciendo un coche, tomando grandes desvíos para visitar otra vez la ciudad donde se siente con mayor fuerza la desgracia de nacer ciego.

Vuelvo en una ocasión más a Granada: tratando de conocer la ciudad y de descubrir rincones y callejones nuevos y tapas buenas y malas y vinos de paladares extraños y hasta las baratijas que no quiero ver en los bazares para turistas.

Esta vez, me llevo a casa como prenda un enorme tomo sobre las perrerías de la Inquisición española. Con una taza de café en la mano, leo durante los amaneceres granadinos la historia de un monseñor italiano: un libro también italiano que terminó inconcluso y olvidado en casa de una gente encantadora.

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