Tomé estas fotografías en el convento de Santa Clara, en Funchal, la capital de Madeira. Fui hasta allí para verificar cierta carta muy picante que deseaba incluir en una novela. Y esto fue lo que escribí a partir de la página 93, en boca del protagonista que hace la narración en primera persona y cita la picante carta del Marqués de San Andrés, perseguido por la Inquisición y, tal vez, el canario más divertido de todos los tiempos:
“–En estos momentos, la diócesis se encuentra sin pastor –nos informó el padre Vieira–. Monseñor Brandão fue nuestro prelado hasta que falleció en el pasado mes de enero. Este controvertido obispo puso fin a las grandes corruptelas que asolaban los conventos.
Cuando hablaba, el canónigo Vieira realizaba constantemente un extraño gesto que me tenía fascinado. Lo repetía sin cesar, pero le imprimía un ritmo discontinuo. En las pausas, pero no en todas las pausas, presionaba con su lengua en la zona del carrillo izquierdo o en la parte que se encuentra próxima a la barbilla, como si el apéndice no le cupiese dentro de la boca.
–Hacia mediados de siglo –continuó explicando–, las monjas de Santa Clara habían roto por completo la clausura y uno las podía ver por todos sitios solas o acompañadas por galanes. Su descaro casi alcanzaba el libertinaje de las hermanas de la Encarnación. Muchas tenían sus criadas que dormían junto a su celda para prepararles las comidas, para bañarlas y peinarlas. Quizás por esta razón la fama de la buena vida en los conventos se extendió tanto que despertó las vocaciones femeninas y las clarisas alcanzaban la cifra de ciento treinta monjas en esa época.
Me acordé de que también en aquellos años de jolgorio conventual visitó la isla Rafael del Hoyo Solórzano, el afamado marqués de San Andrés, tan perseguido por el Santo Oficio. No conocí al marqués, el cual murió siendo yo un niño, pero sí a uno de sus sobrinos que tenía en su poder una carta algo irrespetuosa, pero muy graciosa, en la que describía algunas de sus andanzas. No sé si podré recordarla con exactitud, pero más o menos decía:
Tuve recado cortesano de las señoras monjas Claras, porque a las de la Encarnación les aprieta el Obispo la garganta y las capuchinas no tienen más labios que para hablar con Dios. Fui a visitarlas y, como aquí hay tanta ociosidad como en Garachico, pasé siempre a la luz de cortejos tantos, con semblante alegre, las sombras de tanta ociosidad: mal habías de persuadirte, que yo he frecuentado muchísimos días estos locutorios, mas repara que Lot perdió en el desierto la castidad con que vivió en los poblados.
En conclusión, si algún día te embarcares, que no te lo aconsejo, porque a Catón le pesa de haberlo hecho una vez, y a esta ciudad arribares, salta en tierra, ve derecho al convento de las Claras, suplica a mi señora doña Juana Teresa que cante y a mi señora doña Antonia del Cielo que toque, y verás a Euterpe y Clío con manos de cristal y labios de fuego; a Anfión y Apolo con lengua de diamante y lira de oro; y en fin, dos espíritus verás malignos con semblantes de querubín y gesto de ángel; mira esto con asombro y yelo, y vuélvete luego a dormir a tu navío si no quieres en tierra morir mártir.
–En esto pensaba yo cuando el padre Vieira pareció adivinar mis pensamientos.
–¿Y si fuéramos a visitar el convento de Santa Clara? –me preguntó– No está lejos y bien vale admirar su iglesia, su claustro y sus jardines.
Volvimos sobre nuestros pasos, subimos una calle muy empinada y llegamos a la puerta del convento. Tan pronto como cruzamos el patio y entramos en el amplio salón de las visitas […].”[1]
El episodio continúa y es demasiado extenso para citarlo completo en este artículo. Pero podrán encontrarlo en la novela, que quizás encuentren en alguna bibioteca pública, si no desean coventirme en millonario comprándola en las librerías.
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NOTA
[1] Manuel Mora Morales: El discurso de Filadelfia. Editorial Malvasía, 2018.
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