El disparatado descubrimiento de la isla de Madeira

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Madeira es una isla de abundantes nieblas y altos montes.

Nadie creería lo que aquí se cuenta si no existieran tantos testimonios escritos sobre el descubrimiento y el desembarco de los portugueses en la isla de Madeira al mando de un capitán tuerto, el cual creía estar traspasando las puertas del Infierno.

Esta narración está extractada de la novela «El discurso de Filadelfia», que cuenta la breve estancia en esa isla de Antonio Ruiz de Padrón (el hombre que logró la derogación de la Inquisición Española). No se pierdan esta curiosidad tan poco conocida que también relata cómo Adán y Eva nacieron en Madeira.

El Tuerto y la boca del Infierno

«Los pensamientos de Antono Ruiz de Padrón regresan a su estancia en Funchal, la cual le sirvió para conocer algunos pormenores sorprendentes de aquella isla redescubierta por el capitán João Gonçalves, famoso por ser el primer europeo en montar piezas de artillería en un navío.

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Estatua de João Gonçalves el Tuerto, descubridor de Madeira (Funchal).

Este João había perdido un ojo en Ceuta y lo apodaban Zarco, que en portugués quiere decir Tuerto, sobrenombre que él adoptaría para firmar documentos. La llegada de estos portugueses a las inmediaciones de Madeira se debió a que en 1417 una tormenta desvió dos navíos lusitanos hacia una pequeña isla que bautizaron con el topónimo Porto Santo.

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Las nieblas y Madeira son inseparables durante todo el año.

El reducido territorio fue colonizado de inmediato, pero permanecieron largo tiempo sin decidirse a visitar un cúmulo de nubes detenido sobre el horizonte de modo permanente. Aventuraron toda suerte de suposiciones, pero la conclusión final, la fetén, la que avalaba el fraile que les acompañaba, era que se trataba de vapor expulsado por la boca del infierno. Entrada que, como todos podían «ver», se hallaba situada en el borde del fin del mundo, custodiada por monstruos marinos entre los que no debería faltar el tan temido Leviatán.

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Curioso cuadro con la Virgen de Candelaria, regalado en el s. XVIII por un convento canario a otro madeirense.

Estos temores se los comunicaron en Portugal a Enrique el Navegante, el cual estalló en carcajadas, los llamó gallinas y les ordenó volver de inmediato a la Mar Océana e introducirse dentro de la nube.

La gloria os espera

Enrique el Navegante se había convertido en un hábil dirigente que facilitaba mucho el gobierno del rey João I. Con las tierras portuguesas lejos ya del peligro árabe, con las antiguas revueltas políticas apagadas y con sus caballeros ociosos, se le ocurrió enviarlos a descubrir mundo. Así conjuraría la vieja tentación de los guerreros desocupados: fustigar a sus vecinos y conspirar para cambiar al soberano.

De acuerdo con el rey João, les puso naves, vino, quesos, misioneros y tripulaciones: los despidió junto a las nuevas fortificaciones de Almada, en el puerto de Lisboa, con fastuosos discursos y angelicales cánticos interpretados por bellas adolescentes, y los envió a recorrer las costas africanas en busca de nuevos territorios para engrandecer Portugal.

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Bajar en «trineo» por los grandes desniveles del Monte (Funchal) es una de las atracciones turísticas de Madeira.

No tenía demasiada esperanza de encontrar tierras apetecibles pero, por poco que descubrieran, siempre sería mejor que sufrir al enemigo en casa, desocupado e interesado quién sabe en qué ambiciosas intrigas dictadas por su indolencia.

–Estoy seguro –les dijo el infante Enrique en tono convincente a Zarco y a sus hombres de confianza– de que esa nube cubre aquella fabulosa isla que han mencionado los genoveses en sus diarios de navegación. Volved de inmediato al océano, en compañía del sevillano Juan Morales, y regresad con informes y dibujos que ilustren vuestro gran descubrimiento. La gloria os espera.

La nueva expedición se hizo a la mar con intenciones de averiguar qué se escondía tras la gran masa de vapor. En realidad, de nada les habría servido negarse.

El navío, comandado por el propio Zarco y con Juan Morales como piloto, penetró en la nube a mediados del mes de julio de 1419; atrás, junto a la espuma que producía su quilla, iba quedando un reguero de trémulos padrenuestros, avemarías, jaculatorias y ruegos balbuceados por los aterrorizados marinos.

Redescubriendo El Ghanam

No tardaron mucho en descubrir los acantilados de una frondosa isla cubierta por espesos bosques de lauros. Disipado ya el temor a la puerta del infierno, los europeos cesaron en sus rezos aprensivos y desembarcaron en la espléndida bahía de Machico.

No fueron ellos los primeros seres humanos que pisaron la isla. Desde el siglo VIII, la época en que los musulmanes entraron en la Península Ibérica, hubo marinos árabes que también visitaron Madeira –que denominaron El Ghanam– y edificaron un pequeño castillo en la costa donde dejaron una guarnición. Con el transcurso del tiempo no le encontraron mayor utilidad al asentamiento y terminaron por abandonar y olvidar aquella tierra tan alejada de sus rutas habituales.

En cuanto a los expedicionarios lusitanos, se sabe que volvieron exultantes a Lisboa, donde dieron cuenta de su éxito. Zarco fue nombrado capitán general de la Madeira y, en 1425, João I de Portugal ordenó colonizar la isla con familias procedentes del Algarve, acompañadas por algunos nobles y frailes.

Adán y Eva en Madeira

El primer nacimiento en la isla correspondió a una pareja de gemelos, a quienes con la proverbial socarronería portuguesa bautizaron como Adán y Eva.

Con posterioridad, a los colonos iniciales se agregaron aventureros procedentes de Polonia, Alemania, Génova, Francia e Inglaterra. A mediados de siglo, entraron pobladores de España, Italia y Países Bajos. Con ellos llegaron esclavos africanos: negros, árabes y una cierta cantidad de guanches capturados en Canarias. Bien mirado, ahora caigo en la cuenta de que madeirenses y canarios compartimos un cuartillo de la misma sangre.

Una de las primeras medidas consistió en deforestar los tupidos bosques que cubrían Madeira con el fin de habilitar terrenos para la agricultura. Asimismo, construyeron levadas o canales para regar los cultivos con las aguas conducidas desde los lugares altos. Como más tarde sucedería en Canarias, las primeras familias europeas sobrevivieron con la horticultura y se ayudaron con la pesca. También exportaron cedros y añil. La recolección de la savia de drago, muy codiciada en Europa, ocasionó en los dos archipiélagos una drástica reducción de los bosques de esos árboles tan peculiares.

El Tuerto y el Navegante queman los bosques

El atentado más terrible contra la naturaleza en Madeira fue ordenado por el infante Enrique, a propuesta de Zarco: dejar terrenos expeditos para la agricultura con la quema de bosques durante siete años consecutivos con el fin de eliminar gran parte del arbolado para sembrar cereales.

Los frailes y los aristócratas consideraron que los cereales no producían las rentas suficientes para vivir bien, así que los sustituyeron por la caña de azúcar que ya se cultivaba en Sicilia. Ayer, como hoy, la riqueza ha entrado en los bolsillos de las clases altas isleñas con la exportación de monocultivos, sin que haya importado a nadie el bajo nivel económico de la población.

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Cultivo de vid en terrazas, norte de Madeira.

Trigo, azúcar, vino y derroteros

Durante dos siglos, les fue bien con las rentas del azúcar. Pero en el siglo XVII decayó el cultivo porque en Brasil este producto se producía más barato en las grandes haciendas con mano de obra esclava. Ése fue el principal motivo que les impulsó a comenzar la producción intensiva de vino.

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Bodega de Funchal.

En Funchal se afirmaba con rotundidad que allí concibió Cristóbal Colón el proyecto de navegar hacia las Indias. Contaban que el genovés habló con algunos navegantes y consultó los derroteros que otros marinos dejaron olvidados en una casa cercana a Sé, donde el genovés se alojaba durante sus visitas a Madeira. Ruiz de Padrón recuerda con nitidez la fachada de aquel inmueble con arquitectura renacentista y ciertos aires góticos, edificado por Jean de Esmenault entre las calles de Esmeraldo y Savao. La amplia puerta de entrada con arco de medio punto no desmerecía de la hermosa ventana dividida por una columna corintia que se hallaba en la planta superior.

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Monumento a Cristóbal Colón, en un barrio de la capital madeirense.

Canta un gallo. El prisionero de Cabeza de Alba siente varias punzadas en el pecho como si fueran las campanadas de un reloj. Se arrebuja cuanto puede en su manta para evitar el frío del amanecer y piensa que pocas horas más tarde el bueno de Almodóvar aparecerá con un tazón de leche para hacerle entrar en calor. O, quizás, no. Como siempre ha ocurrido, dependerá del estado de humor del guardián del convento.

Esta vez, la suerte no acompaña al prisionero: fray Pedro Almodóvar ha sido enviado a un recado al pueblo y el guardián decide que el prisionero no tome más comida que unos mendrugos y una jarra de agua que le sirven a primera hora de la tarde.»

(Texto extractado de la novela histórica «El discurso de Filadelfia», de Manuel Mora Morales, editorial Malvasía, 2016)

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