Un relato sobre niños enterrados en un monasterio español

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Monasterio de Cabeza de Alba.

El reciente hallazgo de niños enterrados en un monasterio irlandés está suponiendo un escándalo internacional. Desde hace siglos, monjas y frailes han mantenido relaciones sexuales cuyos frutos han ocultado bajo tierra para evitar el escándalo. A pesar de la hipocresía y del secretismo del clero católico, estas vergonzosas historias de aberraciones sexuales y criminales de la Iglesia van saliendo a la luz pública.

En el año 2010, visité el monasterio de Cabeza de Alba y su actual propietario me mostró el patio donde su perro encontró varios huesos de recién nacidos que habían sido enterrados hacía más de un siglo. El suceso, algo acicalado literariamente, lo incluí en un capítulo de mi novela «El diputado de Filadelfia», publicada hace unos meses.

El siguiente extracto ofrece una idea de ese extraviado convento, cuya principal misión era la de servir de prisión inquisitorial y que fue expropiado a la Iglesia Católica por las desamortizaciones liberales del siglo XIX. Allí estuvo preso el sacerdote canario Antonio Ruiz de Padrón por haber sido el principal partícipe del derribo de la Inquisición española en las Cortes de Cádiz.

«Cabeza de Alba. Martes 27 de abril de 2010

El propietario de Cabeza de Alba

Había dejado de diluviar y caía una llovizna casi imperceptible. Comenzaron a ladrar dos perros enormes que correteaban libremente de un lado para otro. Nos determinamos a montar la cámara de vídeo bajo un gran paraguas, pero sin alejarnos mucho del coche. Después, se presentó un tipo con una máquina de fumigar a la espalda. Se acercaba caminando de lado con evidente disimulo hasta que le dijimos buenos días y él respondió que buenos.

–¿Usted vive aquí?

–Sí, soy el propietario.

–¿Muerden los perros?

–No, mientras ustedes estén cerca de mí no les va a pasar nada.

Vestía blusa negra, pantalones de camuflaje y botas del ejército. Nos saludó mientras miraba con curiosidad la cámara, cuyo tamaño denotaba que no éramos simples turistas que grababan recuerdos para mortificar a los amigos.

Al rato, cuando se dio por satisfecho con nuestra conversación amigable –por fin Deliana había dejado de reír y se comportaba como la psicoanalista educada que era–, nos invitó a pasar y a beber una cerveza.

Aceptamos de buen grado. Atravesamos el patio junto a unas ruinas que él atribuyó al devastado convento de las monjas. Caminamos delante del cuerpo principal del edificio, cuya tercera planta estaba casi a ras de suelo y luego bajamos por un caminito a la zona inferior del antiguo monasterio, donde había instalada una modesta cocina. Allí nos sentamos a charlar sin prisas, con la convicción de que el hombre estaría encantado con nuestra compañía si vivía solo en aquellas peñas desapacibles.

Una cárcel bajo los almendros

Nos relató una historia familiar que explicaba por qué residía en el solitario monasterio. Tenía veintisiete años, había nacido en Stuttgart y era hijo de emigrantes leoneses. Su padre ganaba un buen sueldo como empleado en una empresa de demoliciones durante el día y como copartícipe de un pequeño bar de tapas llamado Mafalda que abría al oscurecer y se había convertido en un negocito muy rentable.

Pero, cuando murió el socio de su padre, a éste se le había metido en la cabeza comprar el monasterio, porque se hallaba cerca de su lugar de nacimiento y, además, se había contagiado de los ideales bucólicos de sus clientes que en aquellos momentos se encontraban en la frontera que separa lo hippie de lo alternativo. Durante unas vacaciones en su pueblo, le ofrecieron esta propiedad muy barata y la compró. Se trajo a la familia: la madre, él y varias hermanas, y todos se pusieron a restaurar cuanto pudieron, a cultivar la tierra con viñas, almendros, cerezos,… y a pastorear un rebaño.

Con su permiso, monté la videocámara sobre un trípode y me puse a filmar aquella apacible escena compuesta por el monasterio, los perros y el rebaño de ovejas. En la zona más próxima del convento sólo quedaban unos pocos muros en pie. El edificio principal lo formaban tres plantas más o menos conservadas. El campanario, que sobresalía de las otras edificaciones, también se encontraba en buen estado. Algo más abajo, en un huerto al borde del barranco, había un estanque y un inmueble de unos ocho metros2 de longitud, destinado a corral de ovejas. Aquí y allá contemplé restos de muros que debieron de pertenecer a varias construcciones.

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Un anuncio de prensa da cuenta de una pensión concedida a un lego del convento de Cabeza de Alba, como indemnización por la desamortización llevada a cabo por el gobierno de la época.

–Me llamo Álber –se presentó mientras nos abría los botellines de cerveza–. Soy el único miembro de la familia que ha decidido permanecer en Cabeza de Alba como pastor.

–Yo soy Deliana. Vivo en Madrid desde hace años y la verdad es que estoy encantada de haber llegado con vida aquí arriba.

–Manuel Mora –dije con la mano extendida que Álber se apresuró a estrechar–. Vine al monasterio porque me interesa la historia de un personaje que estuvo aquí prisionero.

–¿Eres periodista? –me tuteó en un tono amable que invitaba a corresponderle.

–No, nada de eso –le contesté–. Únicamente necesitaba conocer este lugar porque escribo un libro sobre la historia de ese prisionero.

Mientras hacíamos las presentaciones había dejado de llover por completo y una bruma espesa comenzaba a cubrir aquel paraje. Permanecimos un minuto en silencio con nuestros botellines en la mano.

–Me quedé solo cuando mi viejo murió hace cuatro años –Alberto comenzó a hablar despacio y marcaba las pausas con sorbos de su cerveza–. Mis hermanas se fueron a vivir con sus maridos. Ahora tengo sesenta ovejas, un viñedo que procuro cuidar bien y bastantes almendros.

–Y dos plantas de marihuana –Deliana señaló con su dedo índice los raquíticos hierbajos que apenas sobresalían de una pequeña maceta.

–Si un día crecen, puede ser que me las fume –contestó Álber con desparpajo–, pero me apetece más mirarlas. Yo prefiero la cerveza.

Su padre construyó una vivienda amplia y bien acondicionada dentro del monasterio. Alberto la mantenía limpia y en buenas condiciones. La electricidad procedía de paneles solares.

–No me quiero ir de aquí. Me encuentro a gusto con mis cosas y disfruto de esta tranquilidad que sólo interrumpen las visitas de los familiares que vienen a comer corderos. Pocas veces se presenta algún amigo o tengo que ahuyentar a los senderistas atrevidos que tratan de robarme las cerezas.

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El periódico irlandés The Irish da cuenta del macabro hallazgo.

Contó también que durante un tiempo vivió allí el propio Tomás de Torquemada –algo improbable, puesto que este inquisidor general pertenecía a la Orden de Santo Domingo y no a la de San Francisco– y que durante la etapa final del convento en el primer inmueble residían monjas y en el segundo, frailes.

–Estos edificios estaban rodeados por cárceles secretas de la Inquisición, las cuales fueron enterradas para borrar sus huellas antes de que los franciscanos abandonaran el monasterio a causa de la desamortización del siglo XIX –recordé haber leído en el periódico monárquico La Esperanza, fechado en 1865, que se indemnizaba a un lego de apellido Calvo por su condición de religioso exclaustrado–. ¿Veis esas huertas con almendros? Pues se encuentran sobre los muros de la prisión inquisitorial. Se aprovecharon algunas de sus celdas para construir un estanque y sé de buena tinta que en ellas permaneció preso un importante noble leonés encarcelado por el Santo Oficio.

Quizás Alberto no estuviera equivocado respecto a la encarcelación de ese noble; sin embargo, por los datos que me ofreció, imaginé que con el paso de los años algún campesino debió de confundir a Ruiz de Padrón con un aristócrata leonés y de ahí procedía el probable error. En todo caso, opté por guardar silencio. Ahora, más bien creo que esa información la extrajo de una lectura errónea de un manuscrito.

Observé que el joven había relajado las naturales barreras que se levantan ante gente desconocida y comenzaba a entrar en confianza, gracias al desenfado con que lo trataba Deliana, la cual sólo era algunos años mayor que él.

Los cráneos infantiles

–Terminamos de beber las cervezas. Nos presentó a su viejo burro, Marianín, y nos condujo a unas ruinas donde se hallaba el antiquísimo busto de un fraile esculpido en piedra. Se apoyó sobre la pétrea cabeza y señaló hacia el patio bajo.

–Allí encontré el año pasado varios esqueletos de niños. El perro se había puesto escarbar y desenterró algunos huesos y cráneos. Yo profundicé un poco más con la azada. Surgieron otros restos pequeños, pero dejé de cavar porque sentí miedo de encontrar un cementerio de bebés. Como te dije, los frailes y las monjas vivían cerca,… Incluso, hicieron un pasadizo que unía los dos edificios por las ventanas más altas. Mira, allá arriba.

Ya nos marchábamos. Álber nos acompañó al terraplén donde habíamos dejado el coche. Deliana le prometió traer un par de cajas de cerveza en nuestra próxima visita.

–Cuidado con la bajada –me recomendó–. El piso de esta pista es muy resbaladizo y si te sales de la carretera vas a parar al fondo del precipicio. No te distraigas ni un momento porque los socavones son muy traidores.

Le dimos la mano, subimos al automóvil y puse la marcha atrás con intención de dar la vuelta, pero Alberto me detuvo con un gesto perentorio.»

Extracto de la novela «El discurso de Filadelfia», de Manuel Mora Morales. Editorial Malvasía, 2016, Islas Canarias, pp 38-42.

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