Un drago en el Edén, a propósito de la exposición de El Bosco en el Museo del Prado

Ningún libro proporciona goces ilimitados. Tampoco un cuadro, una escultura, una fotografía, una sinfonía, una ópera o una pieza dramática; sin embargo, acercarse al arte es una manera especial de estar vivo, de sentir en la punta de los dedos que casi rozamos la verdadera dicha, de intuir que la felicidad en estado puro no se halla demasiado lejos, aunque de sobra sepamos que no existe.

Consecuentemente, nunca logramos apoderarnos de esa felicidad por medio del arte, ni siquiera del Arte con mayúscula como nos gusta decir a los cursis. Tampoco conseguimos este propósito en el amor. Sin embargo, aunque todos sabemos que su dicha es limitada, consideramos una locura renunciar a él por el sólo hecho de que no nos proporcione felicidad eterna.

Iba pensando en esto cuando hace un par de semanas salía ­–casi flotando en el calor del oscurecer madrileño– de la gran exposición de El Bosco en el Museo del Prado. También, tal vez de manera no tan incongruente como me pareció en aquel momento, se mezclaron en mi cabeza algunas imágenes de una exposición de Escher que había contemplado en Milán a mediados de agosto.

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EL JARDÍN DE LAS DELICIAS, DE EL BOSCO

Nunca pensé que encontrarme frente al tríptico original de El Jardín de las Delicias me produciría unas sensaciones tan intensas. Dentro de la exposición de El Bosco en el Museo del Prado, recorrí las salas dedicadas a un pintor que siempre me ha gustado, pero que no he venerado especialmente. Digamos que si hubiera tenido que elegir entre una muestra de la obra de El Bosco y otra de William Turner, por ejemplo, me habría decantado por el segundo. Afortunadamente, no tuve ese dilema.

A pesar de todas estas reservas, hace unos cinco años, dediqué una parte de mi segunda novela histórica sobre Ruiz de Padrón, titulada Canarias, a comentar la inserción de un drago que aparece en el panel izquierdo de El Jardín de las Delicias, pintado probablemente antes de 1480.

EL DRAGO EN EL PARAÍSO

Decía en ese libro que un grabado en madera de Alberto Durero, donde aparece otro drago, debió inspirar a Jheronimus van Aken “Bosch” –El Bosco, en español–, el cual incluyó este árbol en El Jardín de las Delicias: una obra que tiene la particularidad de estar muy vinculada con la alquimia y las doctrinas secretas. En este caso, el drago se encuentra detrás de Adán que sentado en el suelo observa cómo Jesucristo le toma el pulso a una Eva arrodillada.

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Muy cerca se distingue una charca donde numerosas bestezuelas mutantes entran y salen a la espera de que Adán les proporcione un nombre. El resto es indescriptible: seres de diversas especies, en una orgía de colores, formas y deseos de todo tipo, interactúan a lo largo y ancho del panel central de una manera que sobrepasa la imaginación de los antiguos y modernos escritores de fantasía y de ciencia ficción. Inexplicablemente, ni esta obra ni su autor llegaron a ser reducidos a ceniza por el fuego de la Inquisición.

Quizás, la inclusión del drago en el paraíso de El Bosco responde a una intención de dotar su presencia de simbolismo: la sangre de drago es necesaria en la alquimia para la producción del oro: símbolo de la piedra filosofal. El Bosco era miembro de la hermandad Illustre Lieve Vrouwe Broederschap, donde el cisne y otros elementos tenían un fuerte valor simbólico. De cualquier forma, no se puede descartar que el drago sólo cumpla una función meramente decorativa.

Como digo, la contemplación del tríptico ejerció sobre mí una acción devastadora, en el sentido más sublime del término; noté la sensación de estar mirando por primera vez una obra de arte que se ajustaba plenamente a mi mundo onírico, o viceversa; un torrente de fantasía me atravesaba y deslumbraba hasta sobrepasar muchos límites y alcanzar territorios éticos y estéticos que desconocía y que, en cierta manera, siento pudor de confesar.

OTROS DRAGOS, OTROS PINTORES

Es cierto que, aunque no se cultivaban en Europa, los dragos canarios fueron conocidos en este continente desde hace siglos. Los aborígenes de las islas cambiaban la resina que produce su savia por manufacturas europeas a los viajeros que se acercaban a las costas del archipiélago, como puede leerse en las crónicas de los franciscanos que acompañaron al bretón Jean de Bethencourt y a sus caballeros acompañantes,

los canarios les llevan higos y sangre de drago, que cambiaron por anzuelos, hierros viejos y por navajas y recogieron sangre de drago que valía más de 200 doblas de oro y todo lo que ellos cambiaron, no valía la suma de dos francos.

Cuando se forma la resina del drago, el contacto con el aire produce una oxidación de sus componentes y adquiere un color rojo oscuro, como sangre de soldado muerto en campo de batalla. Por este motivo se denominaba “sangre de drago”, utilizada tanto en la medicina como en la alquimia. Ya en el siglo XII, un orfebre llamado Teólifo escribía en su libro

que con el polvo de drago, si se junta a la sangre humana, al vinagre y al rojo de cobre, se obtiene oro español, una mixtura que se utiliza para dorar metales.

Además de su venta en boticas, la sangre de drago se usaba para la producción de tintes y barnices de tonos bermellones. Por esta razón, desde el siglo XV se estableció una explotación inmisericorde de esta resina que ha terminado con la mayor parte de los dragos canarios, exterminándolos casi por completo en La Gomera y El Hierro y reduciéndolos a pocos ejemplares en La Palma, Gran Canaria y Tenerife, donde se encontraban en bosquecillos formados por doscientos árboles o más.

Debido a la extrema sequía que se padecía en Lanzarote y Fuerteventura, nunca los hubo en esas islas hasta tiempos muy recientes, dado que en la actualidad se pueden regar con agua procedente de desalinizadoras. Bien es verdad que hay más tipos de dragos en los archipiélagos macaronésicos y en otras partes del mundo, como Socotora (en el océano Índico) o la península arábiga. Sin embargo, ninguno de ellos alcanza el porte de los dragos canarios.

Quizás, esa majestuosidad vegetal ha propiciado que los pintores europeos hayan incluido los dragos canarios en sus cuadros. Lo curioso es que los maestros de la Europa meridional no pintaron dragos en sus obras, sino los artistas de los países del Norte y Centro de Europa.

Resulta sorprendente que en época tan temprana como el año 1475 (la conquista del archipiélago terminó justo al final del siglo XV), aparezca un drago canario en un grabado sobre madera de Martin Schonghauser, el más prestigioso grabador del prerrenacimiento alemán[i]. Lo asombroso de este árbol incluido en el grabado La huida a Egipto es la minuciosidad del ejemplar representado, algo imposible de lograr sin haber visto jamás un drago o, al menos, tener en sus manos alguna imagen realizada por un buen dibujante.

Si nos situamos frente al grabado de Schonghauser observamos que el burro se ha detenido y trata de mordisquear un cardo; sobre el animal va montada la Virgen con el Niño en brazos; y San José recoge dátiles de una palmera inclinada por cinco angelitos. Al fondo, entre los troncos de los árboles, descansa una pareja de ciervos. Más lejos, hay algunas casas campesinas. Detrás del burro crece un hermoso drago con tres lagartos recorriendo su tronco y una cotorra, posada entre las hojas, que picotea las flores o semillas.

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Huida a Egipto, de Durero.

Otros pintores cometen graves errores al representar estos árboles; no obstante, el drago llega a convertirse en un elemento repetido, incluso en artistas de la talla de Alberto Durero, el cual vuelve a introducirlo, al menos, en otra representación de la huída a Egipto que pude ver en una exposición dedicada a Durero en la ciudad de Wolgast hace quince años. Ya su maestro Wolgemut lo había familiarizado con los dragos, grabados por él mismo en su obra El Paraíso, incluida en la Crónica General de Schedel. Aquí, el drago aparece a la derecha del manzano. Lo notable es que tanto Adán como Eva cubren sus sexos con hojas de drago que sostienen con su mano izquierda.

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El Paraíso, de Wolgemut.

No paran aquí las representaciones de los dragos canarios en la pintura clásica, pues son innumerables las obras que las han incluido, desde las ocho láminas que contienen dragos en la maravillosa edición de Sebastián Brandt de las obras de Virgilio hasta el “San Juan de Patmos”, de Hans Burgkmair.

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San Juan de Patmos, de Hans Burgkmair

ESCHER Y EL BOSCO

Durante el pasado mes de agosto, en el Palacio Real de Milán pude recorrer la mayor exposición jamás realizada sobre M. C. Escher. No voy a descubrir nada si digo que la obra de Escher deja indiferente a poca gente y que sus arquitecturas imposibles proporcionan una buena dosis de placer a quienes contemplan sus obras.

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Un desconcertantes juego de espejos en la exposición de M. C. Escher, en Milán.

Sin embargo, quiero sacar a colación la relación subliminal que existe entre las arquitecturas escherianas y las fantasías de El Bosco: un cordón umbilical hermético pero robusto une a los dos artistas de algún modo que el espectador, al contemplar las obras de ambos, siente que se disparan ciertos resortes estéticos, simétricos entre sí, idénticos casi. Se trata de la contemplación de lo imposible y, sin embargo, visible. Se trata de la sinrazón de la razón, al contrario de la “razón de la sinrazón” cervantina. Se trata de insinuaciones de un caos filosófico que pulsa y nos hace vibrar ciertas fibras no sólo estéticas.

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Aunque no podía sospecharlo, la exposición de la obra de Escher en Milán me preparó para asimilar la de El Bosco en Madrid. Y la de El Bosco, me hizo caer en la cuenta de la fuerza y de la coherencia de muchas sinrazones de Escher.

Un cuadro ni mil cuadros pueden proporcionar felicidad duradera, pero yo no pido tanto; me basta y me sobra con esos chispazos de gozo que proporciona el arte de tarde en tarde, sin aspavientos.

(La exposición de El Bosco en el Museo del Prado se ha prolongado hasta finales de septiembre. Si tienen oportunidad, acudan a disfrutarla).

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NOTAS

[i] “Las relaciones de Alemania con las Canarias tienen una tradición bastante vieja. Ya a principios del siglo XVI existían contactos entre la colonia alemana de Lisboa con las islas atlánticas. Particularmente los Welser de Augusburg hicieron su trato con Madeira, pero también con las Canarias. Lo sabemos gracias al diario de Lucas Rem, uno de los factores mas activos de los Welser. Rem estuvo en España y Portugal desde 1502 hasta 1508.

[…] En el año 1590 entraron al «puerto de Hamburgo tres buques que vinieron de las Canarias”. Hay que suponer que la navegación a las islas atlánticas a menudo se combinase con la visita de puertos portugueses o españoles. Con preferencia se utilizaron las islas atlánticas para el comercio de contrabando con el Caribe y con América del Sur. Cerca de 1605 el alemán Johann Abendrot tenía sus negocios en Las Palmas. Intentó obtener el permiso del Consejo de las Indias para la navegación a América.

[…] Las Canarias quedaron dentro del radius de actuación de los hamburgueses. Particularmente en la segunda mitad del siglo XVII los contactos se estrecharon y en el año 1690 el Senado de Hamburgo estableció un consulado en las Canarias. En la segunda mitad del siglo XVIII, un período que esta mejor documentado y mejor investigado, los maestros solían combinar la ruta de Canarias con aquella que tocaba Lisboa o Cádiz. Entre las mercaderías exportadas encontramos manufacturas, particularmente los diferentes géneros de lienzos y cotonías. Además se exportaban aparejos de cobre para la destilación, hierro en barras y vergas o laborado, artículos de acero y de latón.

La exportación de maderas para la construcción y armación de buques quedaba limitada, pero no faltaban los típicos productos de la región escandinavo-báltica brea y alquitrán, además encontramos las jarcias y la cera entre los artículos exportados; lo mismo era el caso con cristales, botellas, colores, papel y piedras. La mayor parte en la importación desde la Canarias tenían los vinos. Una especialidad, al lado de la Champaña de Málaga y del “secq Xeresisch”, era el “secq Canarisch”. Arroz y zumaque eran otros productos de exportación de las Canarias. Ademas hay que mencionar los productos americanos que por vía de las Canarias se reexportaron en dirección del norte europeo; pensamos por ejemplo a las astas de bueyes, a la madera de Campeche, a maderas de «rosa» y a “droghoz”. Hamburgueses recibían también metales preciosos en pasto o en reales de a ocho, si no abiertamente en contrabando.

Kellenbenz, Hermann: Las relaciones comerciales de Alemania con Canarias hasta comienzos del siglo XIX. VIII Coloquio de Historia Canario-Americana (1988), tomo II, pp. 131– 148. Cabildo Insular de Gran Canaria. Las Palmas de Gran Canaria. 1991.

“En la fase de la Independencia de América Latina las islas atlánticas tuvieron un interesante papel de escala para los maestres de buques nórdicos, así las Islas del Cabo Verde, las Canarias, Madeira y las Azores, pero todavía no sabemos mucho sobre los detalles. Probablemente la escala más importante era la Isla de Mayo por su abundancia de sal, mercancía que podía completar el lastre necesario de los buques en la navegación a los puertos sudamericanos. Otros hicieron escala en Madeira o en la Terceira para tomar agua fresca o vino. Las Canarias ya a fines del siglo XVIII atrajeron maestres del Norte europeo porque se podían vender maderas para la construcción de navíos, además ofrecían un mercado para algunos productos típicos del norte europeo como brea, alquitrán y jarcias, y finalmente para toda suerte de manufacturas como artículos de hierro y otros metales, papel, botellas, cristales, colores, etc.; ciertamente un mercado bastante limitado. Para el cargamento de vuelta se ofrecían vino y otros frutos del país o productos americanos que se habían bajado en «entrepôt», abstracción hecha de los metales preciosos que se transportaban abiertamente o en contrabando.

Con la consolidación política en Europa y en los Estados independientes en América y con la expansión del comercio transatlántico de las Ciudades Hanseáticas las relaciones con las Canarias recibieron nuevos impulsos, lo que se manifestó en el establecimiento de consulados. Los hamburgueses tomaron la iniciativa, y en 1823 el Senado de la ciudad nombró a Anton Berüff su cónsul en Santa Cruz de Tenerife.”

Kellenbenz, Hermann: Relaciones consulares de las ciudades hanseáticas con las Canarias. IX Coloquio de Historia Canario-Americana (1990), tomo II, pp. 731-753. Cabildo Insular de Gran Canaria. Las Palmas de Gran Canaria. 1993.

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