Un personaje de la novela La abadía de Northanger, de Jane Austen, decía que la historia “es muy aburrida y, sin embargo, a menudo me parece extraño que sea tan sosa, pues una gran parte de ella debe de ser pura invención.” No le faltaba razón, si se refería a los ensayos y a los libros de texto.
Se puede aceptar una verdad aburrida, pero el colmo es que las mentiras académicas que nos cuentan no nos diviertan. Tanto en la historia civil y militar como en la religiosa.
PRESTIDIGITADORES DE LA VERDAD
Cada poco tiempo recibimos la noticia de que tal o cual acontecimiento histórico no transcurrió como afirmaba la historia aceptada académicamente, sino que sucedió de manera diferente a cómo nos decían. Después, esas enmiendas son retocadas algunos años más tarde por otras correcciones que a su vez también son rectificadas,… así, hasta alcanzar un extraordinario número de desmentidos, que nos hacen pensar en las infinitas imágenes que aparecen cuando un espejo se refleja en otro.
Dejando aparte las tergiversaciones interesadas de los autores de cualquier índole, al estilo del genial 1984 de Orwell, los libros de historia tratan de ofrecernos un relato coherente e ininterrumpido de unos sucesos dignos de mención. El problema surge cuando se presentan lagunas en el relato histórico, cuando el historiador ignora uno o varios acontecimientos causantes de ciertos hechos, o derivados de ellos (una conversación, una amorío, una traición, una muerte,…). En ese momento, es posible que se recurra subrepticiamente a las hipótesis, a inferir qué pudo suceder y cómo. Sobra decir que este fenómeno se acentúa en las publicaciones destinadas a lectores no académicos.
UN ACADÉMICO JUEGO DE LA OCA
Sabemos que gran parte de los historiadores olvidan informarnos expresamente sobre ese hipotético detalle –a veces de capital importancia, pero sin confirmar– que nos ofrecen como un hecho probado. Sin duda, ésta es una de las razones de que haya tantas rectificaciones en las consecutivas ediciones de los libros populares de historia: los nuevos datos descubiertos –o, simplemente, imaginados– se sobreponen a los anteriores con una naturalidad pasmosa.
Llegados a este punto, cabe preguntarse cuál es la diferencia entre una ensayo histórico y una novela histórica. Francamente, en la mayor parte de los casos, considero que la honradez del novelista, al ofrecer como ficción el relato que utiliza para llenar las lagunas históricas, es preferible al texto del historiador que vende sus conjeturas como hechos constatados y olvida que es fundamental establecer las circunstancias y el orden en que se han originado las fuentes consultadas.
Este olvido y esas hipótesis inconfesadas facilitan que graves errores historiográficos pasen de obra en obra, incluso de generación en generación, sin que nadie se haya molestado en corregirlos con una sola comprobación rigurosa. He sufrido esa desidia en mi trabajo literario, lo cual me ha obligado a revisar párrafo a párrafo obras enteras, tomadas habitualmente como fuentes fidedignas, que no han resistido un somero análisis superficial.
UNA CONVERSACIÓN ENTRE CERVANTES Y LOPE
Tal vez, ésta sea una de las razones por las que en la actualidad escribo más novelas históricas que en otras etapas de mi vida. Prefiero la complicidad entre un novelista y un lector para admitir como probable una conversación de Miguel de Cervantes con Lope de Vega o entre George Washington y Antonio Ruiz de Padrón antes que creer a ciegas ciertas afirmaciones dogmáticas de historiadores con sello académico sobre hechos que jamás han verificado –no es suficiente citar y aceptar todas las fuentes de autoridad–, si es que no las han inventado ellos mismos.
Seguramente sería un apasionado debate entre defensores de la novela histórica y del historiador.