La vieja abría la marcha familiar. La madre, la nuera con un bebé en brazos, el hijo cabizbajo y el padre cerrando el desfile. Entraron al jardín y observaron la casa con desprecio.
–No me gustan las palmeras –sentenció la vieja–. Sólo sirven para dar basura.
El marido se fijó en que las ventanas no eran de aluminio, sino de madera y le reprochó al vendedor que no hubiera sido capaz de deshacerse de un material tan antiguo. El aspecto del grupo, tanto por sus vestidos como por el habla era el de una familia que se hubiera ganado la lotería en las navidades anteriores. El desprecio con que hablaban era su manera de dar a entender que tenían mucho dinero. Tal vez no tanto como grosería, pero mucho.
–¿No hay un pozo? –preguntó la vieja, con las manos en la cintura, mirando a su alrededor.
–No, no hemos perforado ningún pozo.
–¿Cómo es posible eso? –se extrañó la jefa del grupo– ¿No cree que debería haber hecho un pozo en este jardín?
–Está prohibido abrir pozos en esta zona, para evitar la contaminación de los acuíferos.
La vieja pasó a otra parte del terreno y volvió a la carga.
–¿Pero no hay un pozo?
Esta vez, el dueño de la casa no le contestó. A pesar de eso, ella repitió la pregunta media docena de veces, sabiendo que así afeaba la conducta de quien prefería pagar el agua al ayuntamiento que sacarla gratis de las entrañas de la tierra, por muy ilegal que fuera.
Ya en el interior de la casa, a todos les interesó únicamente el techo.
–¿De qué está hecho el techo?
–¿Cuántos centímetros hay desde el suelo al techo?
–¿Qué altura hay desde el doble techo a lo alto del tejado?
El dueño no lo sabía. Por decir algo, finalmente, dijo que habría unos dos metros.
–¿Dos metros o dos metros treinta? –inquirió la portavoz que siguió dándole vueltas al asunto durante un buen rato.
El vendedor decidió deshacerse de aquella gente. Fue empujando suavemente al pelotón de compradores hasta que logró situarlo frente a la puerta de la casa. Ahí se plantó la vieja y no quiso dar un paso más.
–¿En cuánto la vende?
El dueño dijo una cifra, sabiendo de antemano cuál iba a ser el comentario.
–¡La casa no vale eso!
–Mire, sólo el terreno vale más.
–El terreno sí, pero la casa no.
–Es que yo le entrego el terreno junto con la casa, señora.
–La casa le quita valor al terreno. ¡Si por lo menos no tuviera las ventanas de madera!
El dueño meditó un momento. Tenía dos opciones: seguir el juego a aquellos majaderos que sólo tenían la intención de demostrar el dinero que poseían para comprar a mitad de precio o ponerlos de patitas en la calle y pasar el resto del día tranquilo.
–Señora, quizás usted no lo sepa, pero la casa vale bastante más de lo que estoy pidiendo por ella. Y no pienso rebajarle un solo euro. Así que no vale la pena hablar más sobre el asunto.
–Hablar no cuesta nada –respondió ella.
–Puede que usted no valore su tiempo, pero yo soy una persona ocupada y mi tiempo sí vale dinero –dijo el vendedor con cierta crueldad, al tiempo que abría la puerta del jardín. El hijo, medio avergonzado, le ofreció la mano y salió. El resto lo siguió a la calle, todos tan frescos como habían entrado, acostumbrados a marchar por la vida atropellando a las víctimas de la crisis con sus ignorancias y sus euros.
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