“Las brumas del Roque” es el título afortunado de un libro que he leído recientemente. Se realizará su presentación en público la tarde del miércoles, 21 de mayo de 2014, a las 20:30 h., en el Casino de Santa Cruz de Tenerife. Tuve una agradable experiencia con esta obra y es ésta la principal razón de haberle dedicado estas líneas.
La otra razón es que viví un tiempo a la sombra de ese Roque al que nadie sabe por qué lo llaman Cano. Años durante los que observaba, día a día, cómo el alisio arrastra la bruma entre las sabinas que cubren las montañas que le sirven de base.
A mi juvenil imaginación, el Roque Cano se le antojaba un astronave de basalto apuntando al cielo, siempre dispuesta a abandonar su reposo, emergiendo y ocultándose entre ese humo de motor galáctico que es la bruma.
Abajo, en el fondo de los barrancos, mis ojos lo escrutaban, los ojos del habitante de Vallehermoso que jamás pierden de vista el Roque, símbolo de todo lo seguro y de todo lo inseguro, de lo maravilloso y de lo oculto, de su prisión entre montañas y de su fortaleza ante las adversidades.
También debo señalar que, en cuanto a la lectura, lo maravilloso para mí es que convierte unos signos manchados con tinta sobre las páginas de un libro en un ente –vivo o agonizante, maravilloso, horroroso, cómico, amoroso, inquietante o, tal vez, si hemos acertado al elegir el libro, lleno de matices–, un ente que se instala en nuestro intelecto, como si la mirada lectora lo hubiera resucitado de su tumba de fénix de papel para instalarlo en el centro de nuestros sentimientos.
Este ente que revive y contamina la mente del leyente no posee una forma concreta; varía según el tiempo y el sitio en que se resucite, según la formación intelectual o sentimental del que lee, según el lugar de nacimiento y aun según la historia personal de cada lector.
Debo aclarar todo esto, antes de hablar de “Las brumas del Roque”, un libro que difícilmente podré juzgar con imparcialidad, porque proviene de una persona a la que tengo cariño y trata sobre un lugar que llevo en el corazón. Una obra que sólo puedo analizar subjetivamente.
“Las brumas del Roque” es la biografía de un médico oriundo de Vallehermoso (La Gomera, Islas Canarias), escrita a cuatro manos por Antonio Javier Fernández Delgado y mi muy estimada Mirtea Fernández Fernández.
Indudablemente, la inusitada vida del doctor Eustaquio García me despertó un gran interés, pero lo que me sujetó a un sillón y me atrapó por completo hasta que leí la última página fue el relato de las eventualidades y de los escenarios sobre los que se asienta esta obra: entiendo que esto es lo que le confieren su auténtico sabor. Alrededor del protagonista, los autores han sabido construir un conglomerado de pequeñas anécdotas y descripciones, sin las cuales la historia del doctor García no pasaría de un currículo más, de una entrada más bien corta en un diccionario biográfico sobre profesionales liberales. Por fortuna, no ha sido así.
Los autores han buceado en sus infancias distantes para encontrar parecidos entre sus vivencias y las que el protagonista debió tener; similitudes entre sus sentimientos que uno y otros recorrieron. A veces, esta lectura me produjo la sensación de transitar por un sendero inalterable de costumbres, barrancos e idiosincracias imbricadas entre los años cincuenta del siglo XIX y el XX (como si el tiempo se hubiera convertido en una bruma detenida por los autores durante cien años sobre un valle) para acoger una historia que circunda otras muchas.
Y más atrás aún. Se remontan los autores hasta el mismísimo Bernabé García y Castilla, que también nació en Vallehermoso, diputado y compañero de Antonio Ruiz de Padrón en las Cortes Constitucionales de 1820, en Madrid. Noticias bien documentadas e interesantísimas para cualquier lector, incluso para los que no sienten una atracción especial por la historia.
De todo cuanto se narra en este ameno libro, lo que más impresión me produce es un poema de Mirtea que informa sobre un terrible crimen sexista envuelto en circunstancias garcíamarquianas. A caballo entre los versos del más oscuro romanticismo de Larra y de las inquietantes, magníficas y peregrinas métricas de José Hernández en su “Martín Fierro”, esta poesía parece despeñarse hacia el horror, sin inútiles moralejas, al más enlutado estilo del mismísimo Edgar Allan Poe. Juzguen ustedes mismos.
José Salazar Moreno había nacido en 1827 y fue alcalde constitucional de Vallehermoso. Cometió el crimen en 1864 y, a continuación, trató de suicidarse. El resto de esta truculenta historia se cuenta en este libro, lo mismo que otras, rescatadas de un seguro olvido por sus autores.
No quiero alargarme demasiado. Únicamente, deseo insistir una vez más sobre el buen sabor de boca que ha dejado estas brumas del Roque, salidas de las manos sensibles de Mirtea y Antonio Javier.
Enhorabuena a los dos.
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