Masca, overbooking en el paraíso


Saber de antemano que vas a contemplar una tragedia no supone que ya estás vacunado contra el sufrimiento que puede generarte. Quien, en otra época, haya disfrutado Masca en todo el esplendor de su aislamiento, no puede menos que sentir algún desgarro en las entrañas si vuelve a visitar esta aldea, inundada ahora de turistas (compradores de miserables souvenirs fabricados en China, de opalinas mexicanas y de cerámicas taiwanesas) que inundan el barranco y los senderos como una marea de bulliciosos correcaminos. Estas son mis fotos y mi experiencia.

Lejos de la vorágine turística que devoraba la isla, Masca fue durante algunos años el último refugio de la vida antigua en Tenerife, un lugar donde las tradiciones y el medio natural permanecían inalterados. No era fácil visitar esta aldea incrustada en el macizo de Teno. Poca gente se acercaba hasta allí, desafiando los precipicios que bordeaban las innumerables curvas de una peligrosa pista de tierra.

Al llegar a Masca, los raros visitantes entablaban conversación con los vecinos y sacaban fotos del Roque para presumir ante los amigos, como si volvieran de un viaje a Machu Pichu. Algunos bajaban caminando por el umbroso barranco hasta la playa y regresaban al atardecer si no decidían pasar la noche durmiendo sobre la arena.

masca MarcosBello

[Foto de Marcos Bello.]

La primera vez que fui a Masca, en compañía de un grupo de amigos, dormí en la habitación que nos cedió un anciano. Aunque el frío de la montaña se hacía sentir en la noche, tardé mucho tiempo en cerrar la ventana, escuchando los grillos y contemplando una luna llena, gorda y satisfecha que iluminaba de manera irreal el caserío bajo las montañas cortadas a tajos, al borde de las tinieblas brujas que ascendían de los barrancos.  Luego, hubo uno de esos instantes mágicos que suceden pocas veces en la vida: cuando me disponía a dormir, sonaron las notas de una folía en un timple y se elevó la voz quebrada de un hombre cantando una copla. Después, el ladrido de un perro y, otra vez, el silencio.

Mientras escribo, me cuesta creer que lo relatado no sea un falso recuerdo, alguno de esos tópicos de la vida bucólica que uno querría haber vivido. Sin embargo, no cabe la menor duda de que fue real y, hoy, es una de las memorias más hermosas que conservo. El resto de quienes iban en aquel grupo también lo recuerdan, aunque, al parecer, nadie más se sintió impresionado por escuchar una simple folía bajo una simple luna brillando durante una simple madrugada sobre una muy simple aldea. Cada cual tiene su momento y aquél fue el mío.

Quizás, por haber tenido esa vivencia, vuelvo cada cierto tiempo al caserío de Masca. La última vez, llegué dispuesto a bajar hasta la playa, hacer unas fotos del barranco y subir, nuevamente, hasta el caserío. Fui temprano, pensando que así evitaría encontrarme a otros senderistas.

Craso error: todo el mundo debió de pensar lo mismo. Después de beber un cortado, frente a un cartel que pregona zumos y helados de cactus (los higos picos o tunos de toda la vida), desciendo a la plaza del pueblo, compruebo que el laurel de indias continúa con buena salud y, algo más abajo, charlo un rato con don Fernando que sigue vendiendo papayas y mandarinas en su improvisado puestito, junto al camino.

–Todos los días esto se llena de extranjeros –me dice Fernando–. Si vienes un día entre semana, vas a encontrar el doble de gente que hoy.

Empiezo a bajar. Dos parejas delante de mí, cuatro pisándome los talones. Si no eres militar, futbolista o militante de algún partido, es incómodo caminar al ritmo que otros te marcan, así que intento avanzar algo más rápido. Peor el remedio que la enfermedad: me veo en medio de un grupo de excursionistas que van aireando a grito limpio sus intimidades y las de sus vecinos. No me dejan opción: otra escapada. Y, luego, otra y otra más.

Voy tomando estas fotos, a veces con el temor de que alguno de los caminante tropiece conmigo y me envíe al fondo del barranco. Lo raro es que no veo caer al profundo cauce a ninguna de estas personas. Se mantienen en el sendero, a pesar de que muchas de ellas caminan como si nunca hubieran salido de su casa. Nadie cae, a pesar del muy peligroso estado de abandono en que se encuentra el camino. De cualquier manera, recuerdo haber leído en la prensa muchas noticias sobre senderistas muertos por despeñamiento en este barranco. Para qué engañarse.

Un hombre se enfada porque debe esperar a su mujer. Ella le grita que no le da la gana de bajar corriendo por aquel camino. Con gesto agrio, ambos caminan juntos algunos metros hasta que él vuelve a su ritmo de galgo corredor. Pronto, otras discusiones de otras parejas; gritos de niños, de padres y de abuelos que se desgañitan para escuchar el eco que les devuelve el cauce; llamadas de atención para hacer una foto aquí o allá; conversaciones por móvil,… sólo faltan los cartelitos «me gusta» del facebook .

Una mujer joven se peina con coquetería sobre una roca, mientras su hombre espera con la cámara en ristre para fotografiarla cuando ella se sienta lo suficientemente bella. La escena se repite varias veces y caigo en la cuenta de que todas las personas fotografiadas son mujeres y sus retratistas, hombres. Éstos muestran con orgullo el zoom de sus cámaras proclamando a los cuatro caminos que el tamaño sí importa.

La flora del barranco es espectacular. La lluvia caída durante los últimos meses ha colaborado en convertirlo en un feraz jardín de flora autóctona. Aquí y allá, aparece algún almendro en flor que contrasta sobre las paredes bermejas del barranco.

El agua corre por el cauce, forma charcos y cascadas que nadie se detiene a contemplar, porque lo importante es caminar rápido, rápido, rápido, para llegar a la playa y tomar el barco que conducirá al puerto deportivo de Los Gigantes, donde se pueden comer, pizzas, hamburguesas, papas fritas, engullir litros de cerveza y sentir bajo los pies la firmeza del cemento, la calidez del asfalto, la dulce roña de los restaurantes turísticos.

Tanta gente ruidosa termina por ponerme de mal humor. Aunque no estoy demasiado lejos de la playa, doy media vuelta y comienzo a desandar el camino. De frente viene gente, gente, gente caminado a cuatro patas con esos horribles bastones de aluminio que tanto recomiendan las tiendas de deporte y los articulistas de la cosa.

–¿Otra vez aquí? –me saluda Fernando desde su puesto, barriendo las migas de pan que un turista dejó en el suelo. Fernando está que trina.

–Sí –le contesto–, de vuelta antes de lo previsto. Por ese barranco pasa más gente que por la Calle del Castillo. ¡Cualquier día el Corte Inglés abre una sucursal ahí debajo!

 Fernando asiente y me recomienda comer una carne de cabra en Casa Fidel. Los huesos son abundantes, pero la carne que me sirven es escasa y pasada de hervor; por fortuna, la salsa no está mal y ayuda a comer el duro pan de ayer. El vino es malo. Se me ocurre pedir un queso asado, servido con mermelada de higos picos (ahora, en Masca, los higos tunos o higos picos se conocen como «cactus»), pero me lo sirven frío y con un vino que huele a alcohol y proclaman originario de El Palmar.

La verdad es que no como en más restaurantes de Masca (¡nidiosloquiera!), pero haberlos haylos, y muchos. Trato de beber un café en la terraza de otro negocio, pero detectan que no soy extranjero y se niegan a servírmelo en una mesa. Finalmente, lo tomo en un barcito de Santiago del Teide, mientras en la tele aparece un centenar de encapuchados chinos que armados con sus machetes han perpetrado un auténtico escabeche en la estación de trenes de Kunming,. Un final perfecto para una jornada encantadora que espero olvidar cuanto antes.

Afortunadamente, tanto medio natural de Masca como el de su barranco se conservan en excelentes condiciones. Un auténtico paraíso para quienes amamos la naturaleza. Claro que, en este caso, el paraíso lleva incluido el infierno de la masificación, generada por la ambición de los touroperadores que todo lo convierten en fuente de ingresos. Overbooking es la palabra maldita para los consumidores y el vocablo ansiado por quienes nos explotan utilizando para ello los mismos los recursos naturales que nos pertenecen legítimamente.

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