Los exámenes de músicos callejeros en Madrid y la «homologación» de los guachinches en Canarias, dos caras de la misma moneda

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La obsesión por controlar hasta el mínimo movimiento de los ciudadanos es uno de los monstruos que generan los Estados y, si ese engendro no se controla adecuadamente, termina por decidir lo que debe pensar cada individuo.
La tentación de intervenir ilimitadamente no es privativa de las derechas ni de las izquierdas, sino de los individuos y de los grupos que ejercen el poder político. Si los parlamentos y la judicatura no son capaces de poner freno a ese intervencionismo, el Estado se convierte en enemigo del ciudadano. Precisamente, para defender al ciudadano de la voracidad del Estado, se requiere la división efectiva de poderes.
Un buen ejemplo de intervencionismo innecesario es el caso de la restricción comercial (si denominamos «comercial» a cualquier actividad que permita sobrevivir a quien la ejerce), tanto en los guachinches como en los músicos callejeros.
La criminalización de actividades que la ciudadanía no rechaza ni conllevan un daño claro para la vida de las personas es deleznable desde el punto de vista moral e, incluso, económico. El mal que puede causar un músico sin carnet tocando su guitarra en el metro o un viticultor vendiendo medio litro de vino con un plato de carne de cabra es inferior al que cometen las autoridades reprimiendo sus actividades y protocolizando y desvirtuando lo poco auténtico que nos va quedando.

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Los fundamentos que se alegan para ambas decisiones, en Madrid y en Canarias, no parten de la voluntad de mejorar la vida ciudadana, sino de la servidumbre política hacia algunos grupos de presión empresarial a quienes benefician –aunque mínimamente– estas ordenanzas ridículas que vienen a poner puertas y candados a cientos de años de tradiciones, con la insana intención de mutilarlas.
Posiblemente, habrá quien se agarre a cualquier palabra de este texto, cogiendo el rábano por las hojas, para contradecirlo sin ir al fondo de la cuestión que no es sino la reducción progresiva de nuestros espacios de libertad. Sin embargo, no debemos llevarnos a engaño respecto al avance de las restricciones: hace poco fueron los baños en la playa que publicó un concejal socialista lagunero; hoy, son exámenes para músicos de una alcaldesa popular y la purga de los guachinches por los nacionalistas; mañana será el derecho a expresar una opinión contraria al pensamiento oficial y, pasado mañana, vaya usted a saber qué pretenderán «regularnos». Siempre bajo la disculpa de que es por nuestro propio bien y para protegernos.
Si se lo permitimos, el monstruo devorará nuestras libertades.

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