La Carretera Vieja del Sur: viaje al corazón de Tenerife. 2

El Sur no es fácil. Para amar el Sur hace falta un largo y duro aprendizaje que pasa, ineludiblemente, por no obsesionarse con el agua y dejarse inundar por las tonalidades amarillas. Los tonos ocres, cerúleos, ajes, ambarinos, cobrizos, pajizos, rubios, dorados, limonados, áureos, leonados, pálidos y anaranjados son los fondos del paisaje por donde transcurre la Carretera Vieja del Sur y, sobre ellos, descansan los tejados rojizos, los verdes del invierno y el color plomizo de los tubos del agua, muchas veces vacíos.

Los pequeños minos y las fuentes más o menos cercanas, siempre han proporcionado algún cántaro de agua para regar los pequeños jardines con plantas que se pegan a los muros, buscando unas horas de sombra con una tregua a la continua insolación, a cambio de regalar unos pétalos.

La Carretera Vieja del Sur y el Canal del Sur son vecinos durante muchos kilómetros, desde que en 1950 el canal transportó agua a la tierras meridionales que acometieron cultivos de regadío de manera más extensa.

Cuatro gotas de lluvia bastan para que las tierras del sur reverdezcan. Entre cardones, verodes, tabaibas y fincas abandonadas, el Canal del Sur avanza hacia sus monocultivos: antes regaba plátanos y tomates; ahora, turistas alemanes e ingleses. ¿Las ganancias de antes son iguales que las ganancias de ahora? Las respuestas no están escritas en el aire, sino en la Carretera Vieja de Sur. Como si fuera un solo y largo renglón, basta recorrerla e ir leyendo, finca a finca, caserío a caserío,…

El número que aparece en las señales kilométricas de la Carretera Vieja del Sur y la abundancia de agua mantienen una proporción inversa. El alisio no es capaz de esquivar las grandes cadenas montañosas del Norte y su carga de agua no logra sobrepasar las cumbres de Izaña. Sin embargo, quién podría decir hace cien años que, económicamente, el sol competiría con el agua, ¡y ganaría la partida en esta isla!

Los pozos de agua son aquí minas de oro. Entre el Canal del Sur y la Carretera Vieja se encuentra uno de los numerosos pozos que succionan la traslúcida sangre de la isla y la envían en gruesos tubos a otras zonas más bajas que es, por cierto, donde se cosecha el dinero.

Transversales a la Carretera, los tubos de acero se deslizan, resbalan y, henchidos de un cristalino embarazo, descienden burbujeando entre las tabaibas.

La mirada busca con ansias el agua en los alrededores de la Carretera Vieja del Sur. Se trata de un instinto irreprimible en quienes hemos vivido la mayor parte de nuestra vida en tierras del Norte. El sonido del chorro de una pequeña acequia, la fugacidad de las transparencias húmedas que no logran atrapar definitivamente nuestras retinas, el olor de las gotas empapando la tierra,… captan nuestra atención y, sin que apenas lo advirtamos, se nos relajan los músculos y nos traiciona una sonrisa.

El agua; las olas de tierra ocre que son los surcos; las papas de ramas minúsculas y sabor delicioso; el elíptico campesino –sí, aún el campesino que nos da de comer– descansando, quizás, de la dura jornada en su casa, frente al televisor de plasma, escuchando que no habrá hospital en el Sur, que no existe dinero para el campo, que el agua subirá de precio, que también subirá el coste de la comida y el de la ropa, y que sus representantes van a solucionar, con seguridad, el próximo año, todos los problemas que a ellos no les afectan. «Menos mal que este año tengo papas plantadas pa’ comer, si se me aguarecen, claro…».

En el Sur, amenaza lluvia. Los pinares de las cumbres están cubierto de grises y la neblina viene arrastrándose cañada abajo. Quién sabe si esta tarde mismo llega hasta la Carretera Vieja del Sur y tenemos que sacar los abrigos. Pero está bien que llueva.

Que llueva que los estanques del Sur se vacían con facilidad y hay que abandonar las fincas, aunque tengan buena tierra. Ya más de uno ha partido hacia América, a ver si allá puede salir adelante; como en los otros tiempos, cuando había que salir en los taxis piratas por la Carretera Vieja del Sur, con una maletita de madera o de cartón en la mano y el dinero justo para no morirse de hambre en el viaje hasta Venezuela.

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