La Carretera Vieja del Sur: viaje al corazón de Tenerife

La Carretera Vieja del Sur nos va introduciendo en los secretos de la isla: flora autóctona deslumbrante,  barrancos cortados a machetazos, iglesias viejas repletas de santos aún más viejos, un completo catálogo de la espléndida arquitectura popular de Tenerife, guachinches perfumados con el agradable vino sureño, restaurantes exquisitos y ocultos, lagartos tizones que huyen del cernícalo que los acecha desde la estratosfera, paisajes simétricos como alas de mariposa, pozos que lloran día y noche su agua para las cebollas y las papas enterradas bajo el picón que bebe también el rocío mañanero,…

La Carretera Vieja del Sur nos conduce al corazón del Tenerife auténtico, el que ha latido durante siglos, el que en las zonas costeras han aplastado las autopistas bajo sus garras de asfalto.

El mundo real es mucho más pequeño que el mundo de la imaginación, dijo Nietzsche; pero, ¿cómo podríamos imaginar algo grande sin apoyarnos en lo pequeño? Al fin y al cabo, la grandeza o la insignificancia de las cosas depende de la distancia desde la que las observamos.

Poner rumbo al Sur, seguir la Carretera Vieja, significa resolver las interrogaciones de las curvas, consiste en teclear asombros sobre los puntos suspensivos de los malecones, es poner el foco en lo cercano, en el día a día de la vida, sin dejar que se nos fuguen los apetitos por las alcantarillas.

No tenemos remedio los románticos. Hemos nacido añorando las ruinas y nada nos parece bello si no descubrimos sus carencias, los vacíos por donde se cuelan las aguas de la sempiterna nostalgia o la vegetación audaz que coloniza sus osamentas y las cubre de flores.

Con motor

o con pedales, aramos las montañas del Sur sobre la negra cinta que tantas ilusiones, enfermedades, amores, lágrimas, muertes, codicias, amistades, decepciones y sueños rotos se deslizaron en otro tiempo. Hoy, la Carretera Vieja, retorcida, atormentada y solitaria, es el monumento perfecto al abandono secular que ha sufrido este Sur y a las bellezas íntimas que nos descubre.

Pero no hay que hacerse ilusiones vanas: lo bello es invisible a los ojos de quien no se abre a la belleza, de igual manera que las mayores exquisiteces culinarias permanecen incógnitas para quienes no son capaces de superar sus prejuicios gastronómicos.

El cernícalo vuela muy cerca de la Carretera Vieja, sabedor de que pocos vehículos le robarán el aire y el silencio. Su vuelo es sereno, pausado, redondo, como el planear de un singular banquero que administrara el viento para sostenerse sin esfuerzo en lo más alto o para caer raudo y cruel sobre sus presas indefensas.

Las viejas casas del Sur de la isla, sus paredes de piedra caliza, sus encalados y sus enjalbegados no pueden frenar la fuerza del sol que las amarilla, como antes amarilló la vertiente sur de los volcanes. La Carretera Vieja envejece con las casas; y con ellas va adquiriendo esa belleza que muestran los árboles centenarios, los poemas clásicos o las leyendas milenarias.

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