La visita de la tía Rose. Un relato a propósito de los entrometidos

"El vino del estío", de Ray Bradbury, es una obra conmovedora, capaz de llevarnos en volandas, suavemente, a los rincones más recónditos de nosotros mismos, a la cocina donde se guisan nuestros miedos y nuestras más limpias aspiraciones.
«El vino del estío», de Ray Bradbury, es una obra conmovedora, de fácil lectura, pero capaz de llevarnos en volandas, suavemente, a los rincones más recónditos de nosotros mismos, a la cocina donde se guisan nuestros miedos y nuestras más nobles aspiraciones como seres humanos.

Éste es un relato maravilloso, disfrútenlo y, si alguna vez tienen ocasión, lean el libro completo. Quizás no les cambie la vida, pero se les encogerá el estómago en unas páginas, les brotará una sonrisa en otras y, en alguna parte de sus mentes, volverán a surgir colores y sentimientos que ya habían olvidado. Imaginen un relato escrito conjuntamente por Mark Twain, Gabriel García Márquez y  J. D. Salinger… pues bien, esto es lo que aquí nos ofrece Ray Bradbury: ¡auténtico realismo mágico, escrito en 1946!

Ojalá lo leyeran aquéllos que nos metieron prisa para que cambiásemos los muebles de madera de nogal por los de formica, los que demolieron bellos edificios y en sus solares levantaron adefesios de cemento, los que siempre tratan de destruir nuestra herencia cultural para sustituirla por elementos más «prácticos», más «ordenados», más «higiénicos», más «modernos»,… los que con mil excusas terminan por despojarnos de los sabores, de las fragancias, de las texturas, de la belleza,  de la calma,…

Ellos, como la tía Rose, meten sus narices en nuestros fogones y tratan de imponernos sus consejos, su orden, sus etiquetas y sus libros de cocina, de protocolo o de “autoayuda” hasta que nuestros guisos, nuestros sentimientos y nuestras manos pierden todo el encanto tan pronto siguen sus instrucciones.

La agitación de una bienvenida. En alguna parte sonaron las trompetas. En algún cuarto, pensionistas y vecinos se reunieron a tomar el té. Había llegado una tía, y se llamaba Rose, y uno podía oír su sobresaliente voz de clarín, y uno podía imaginarla encendida y grande como rosa de invernadero, exactamente como su nombre, ocupando todo el cuarto. Pero para Douglas, las voces, la conmoción de la bienvenida, no eran nada. Acababa de llegar de su casa, y estaba ahora espiando la cocina de la abuela, justo cuando ella, luego de excusarse y dejar el gallinero del vestíbulo, se había retirado a sus propios dominios y había empezado a preparar la cena. Vio allí a Douglas, le abrió la puerta de alambre, le besó la frente, le sacó el pelo claro de los ojos, lo miró a la cara para ver si la fiebre se había reducido a cenizas, y viendo que así era, volvió cantando al trabajo.

—Abuela —había querido decirle muchas veces Douglas—, ¿es aquí donde empezó el mundo?

Pues seguramente empezó en un lugar parecido. La cocina, sin duda, era el centro de la creación, todas las cosas giraban alrededor; era el frontón que sostenía el templo.

Con los ojos cerrados, dejó que vagara la nariz; aspiró profundamente. Se hundió en los vapores infernales y en la nieve que se movía de pronto en el polvo de hornear, en el maravilloso clima donde la abuela, con la mirada de las indias en los ojos, y la carne de dos firmes y cálidas gallinas en el corpiño, la abuela de mil brazos, golpeaba, azotaba, cortaba, pelaba, envolvía, salaba, sacudía.

Douglas se abrió paso a ciegas hasta la despensa. Del vestíbulo llegaron unos chillidos de risa; unas tazas de té tintinearon. Pero Douglas estaba en un país de nísperos espinosos, un fresco y verde país submarino donde las bananas claras y perfumadas que colgaban y se balanceaban maduraban en silencio y le golpeaban la cabeza. Los mosquitos zumbaban agriamente alrededor de las vinagreras y en los oídos de Douglas.

Abrió los ojos. Vio pan, que esperaba ser cortado en rodajas de cálidas nubes de verano; buñuelos dispuestos como cuellos de payaso para algún juego comestible. Aquí en la parte de la casa a la sombra de los ciruelos, con hojas de arce que golpeaban los vidrios como aguas de un arroyo, Douglas leyó los nombres de las especias.

¿Cómo agradeceré al señor Jonas, se preguntó, lo que hizo? ¿Cómo le daré las gracias, cómo se lo pagaré? No, no hay modo. Eso no se paga. ¿Qué se puede hacer entonces?

¿Qué? Transmitirlo de algún modo, pasárselo a alguien. Hacer que continúe la cadena. Buscar a alguien, encontrarlo, y pasárselo. No hay otro modo…

—Pimentón, mejorana, canela.

Los nombres de perdidas y fabulosas ciudades donde habían florecido tormentas de especias, que luego se habían apagado.

Douglas sacudió los clavos de especias que habían venido de algún continente oscuro, donde se los había desparramado sobre mármoles de leche, como piedrecitas que arrojan unos niños de manos de regaliz.

Y mirando un marbete, sintió que daba una vuelta al calendario y volvía a aquel día íntimo que había mirado el mundo de alrededor y se había descubierto en su centro.

El marbete decía Salmuera.

Y Douglas se alegró de haber decidido vivir.

¡Salmuera! Qué nombre especial para las sustancias desmenuzadas y dulcemente apisonadas que había en el frasco de tapa blanca. El que las había bautizado, qué hombre debía de haber sido. Dando voces, moviéndose de un lado a otro, debía de haber cazado todas las alegrías del mundo y luego de meterlas en ese frasco había escrito sin duda con su manaza: SALMUERA. Pues el solo sonido de la palabra sugería una carrera por campos verdes en caballos alazanes de bocas con barbas de pasto, y zambullidas en aguas profundas, donde el mar suena cavernosamente dentro de la cabeza.

Douglas extendió la mano. Allí estaba: Condimento.

—¿Qué cocina la abuela para esta noche? —dijo la tía Rose desde el mundo real del atardecer, en el vestíbulo.

—Nadie sabe qué cocina —dijo el abuelo que había vuelto de la oficina mas temprano para atender esta enorme flor— hasta que nos sentamos a la mesa. Hay siempre expectación y misterio.

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