Ratzinger cumple el sueño de García Márquez: asistir a su propio entierro

Gabriel García Márquez narró en un cuento cómo asistía a su propio entierro. Acompañaba don Gabriel a los acompañantes de su féretro, bebiendo, cantando y tocando guitarras, montados todos en una gran parranda que llegó hasta las mismas puertas del cementerio. Según confiesa el autor, su felicidad era completa por compartir tan buen rato con sus amigos. Sin embargo, sus amigos se marcharon y él quedó solo, muerto y desconsolado en el camposanto.

Ratzinger está ahora en medio de la parranda y también debe sentir la misma alegría que el escritor colombiano describía en su cuento. Quizás, al buen hombre le comía la curiosidad de ver cómo nombraban a su sucesor. Quizás, no creía demasiado en que podría contemplar la ceremonia desde el Cielo ni desde ninguna otra parte, si antes se moría. Quizás, pensó el Sumo Pontífice alemán, cuyo carácter siempre me ha parecido tan festivo como el de un político sevillano en el mes de abril, quizás, digo, pensó: Me voy a pegá una jartá de reí viendo cómo to esta gente se da de puñalás.

El bueno de Ratzinger no va a llevar guitarras, como García Márquez, pero, a falta de guitarras y guitarrones, un buen órgano le servirá de fondo musical para contemplar la cara de terror de su Sucesor cuando sea elegido. Me imagino sus risitas discretas, entre la docena de monjitas calladitas que cada mañana le hacen la camita, le endulzan el cafelito y le siguen llamando Santidad, mientras le entregan sus zapatitos colombianos relucientes como el oro.

A partir de ahora –ya lo verán–, los gobiernos, las universidades, las órdenes religiosas y los premiadores todos se pelearán por prenderle medallas, dedicarle calles y entregarle títulos. Cuando le otorguen el Premio Príncipe de Asturias (¿a la humildad?), se disculpará por no poder ir a España a recogerlo; pero, excepcionalmente, se desplazará una comisión al Vaticano con miembros de la realeza incluidos. El único miembro que no recomiendo llevar, por el bien del tesoro vaticano, es el de don Urdangarín, por muy empalmado que esté.

Si el expapa alemán dura, las peregrinaciones al Vaticano subirán como la espuma de la cerveza, no menos alemana que él. Miles de fieles pedirán impacientes, en la Plaza de San Pedro, que canonicen a Benedicto XVI en vida. Hasta los teólogos de la liberación, impulsados por sus complejos de Edipo y deseosos de mostrarse como parte del redil, desbarrarán respecto al gesto de Ratzinger y llegarán a pedir que se enciendan cirios por San Benedicto XVI.

Y todo esto lo disfrutará Ratzinger desde su celda de oro, en vivo y en diferido. Dejando, atada y bien atada, su memoria en la coletividad católica.

Claro, el final de la parranda le llegará tarde o temprano. Los cardenales y el Sucesor se hartarán de tanto protagonismo y, a semejanza de los amigos de García Márquez, irán a lo suyo y le abandonarán. Y él quedará vivo, deprimido, impotente y solo con sus vestales en el panteón dorado que le están preparando.

Tal vez, ni él se merece tan aciago final.

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