Un viaje de 250 años: SEGUNDA PARTE (Viera y Clavijo, Cristóbal del Hoyo y la Tertulia de Nava)

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José de Viera y Clavijo tenía 29 años. Aunque había nacido en el Realejo de Arriba pasó gran parte de su juventud en el Puerto de la Orotava. Su padre, Gabriel del Álamo y Viera, había sido alcalde pedáneo del Realejo de Arriba. Trabajó más tarde de escribano en el Puerto de la Cruz y en aquellos momentos ejercía el mismo empleo en el ayuntamiento de La Laguna. Por su parte el joven Viera desempeñaba sus labores clericales en la parroquia de Los Remedios. Sus lecturas del Teatro Crítico Universal de fray Benito Feijoo le descubrieron tempranamente el pensamiento ilustrado. Durante la pasada década de 1750 Viera dedicó sus esfuerzos a cultivarse a fondo con los libros europeos de sus amigos. Al mismo tiempo tomó la dirección de la tertulia y ya llevaba dos años publicando un boletín manuscrito con varias noticias instructivas sobre Historia Natural Física y Literatura. Problemas con el Santo Oficio no le faltaban. Incluso el obispo le llamó al orden prohibiéndole salir de noche en traje mundano y otras cosas por el estilo.
Su mirada se dirigió a la mesa donde Lope de la Guerra había dispuesto las nuevas publicaciones recibidas. Sin embargo no tuvo tiempo de leer sus títulos porque el anfitrión Tomás de Nava y Grimón, marqués de Villanueva del Prado, entró en la estancia encaminándose con los brazos abiertos al encuentro del anciano marqués de la Villa de San Andrés.
–¡A mis brazos, don Cristóbal! Ya veo que la salud se niega a abandonarlo. ¿Cómo se encuentra, mi ilustre amigo?
–Caliente, Tomás, ¿cómo quieres que me encuentre, hombre?
–¿A sus años y con el frío que hace fuera, don Cristóbal?
–No importa lo vieja que sea la lámpara, jovencito. Si la alimentamos con un buen aceite no se herrumbra ni deja de dar luz.
–El señor marqués no ha olvidado nunca la importancia de los combustibles. Son los que mueven el mundo y los que lo renuevan –comentó entre risas Viera y Clavijo.

Juana del Hoyo, hija de Cristóbal del Hoyo, marqués de San Andrés, en una retrato realizado en su edad madura, siendo ya esposa o viuda de su primo Fernando de la Guerra.

Sin solución de continuidad entró un grupo de hombres en animada charla. Junto a la marquesa de Villanueva –cuyo nombre era y es Elena Josefa Paula Francisca Benítez de Lugo y Ponte Arias de Saavedra– las mujeres también entraron sin que los hombres realizaran muchos gestos para saludarlas. En la isla está mal visto besar la mejilla o la mano de una mujer incluso si ella invita al caballero a hacerlo. Se trata de una regla estricta que ni el mismo Cristóbal del Hoyo se atreve a romper.
El anciano marqués fue el primero en acercarse al grupito de damas. Tras las inclinaciones y las sonrisas tomó a una de ellas por la mano como si tuviese intenciones de invitarla a bailar.
Era una joven hermosa que no se sentía intimidada ante las miradas masculinas y que avanzaba hasta el centro del salón. Llegados a ese punto el marqués soltó su mano. No hizo falta que hiciera un solo gesto para pedir la palabra. Todos los presentes guardaron un silencio expectante.
–Amigos míos, llevo muchos años soñando con este momento. Por fin ha llegado. Mi corazón se siente feliz como pocas veces lo ha estado. Aunque el acontecimiento me pide un largo discurso no pienso robarles más de un minuto para presentarles a mi querida hija Juana. Sé perfectamente que será acogida por todos con el mismo cariño que el carcamal de su padre. No me cabe la menor duda de que por sus propios méritos se ganará el amor la admiración y el respeto de ustedes. A pesar de haber heredado algunos rasgos míos les aseguro que se trata de una muchacha sincera que solo sabe repartir sonrisas y bondad a cuantos la conocen. Nada más. Gracias por escuchar a este viejo tonto y sentimental.
Juana del Hoyo vestía de rojo y resplandecía. Su padre había sacado un pañuelo para enjugarse las lágrimas. Los tertulianos estaban paralizados sin atreverse a romper la magia de ver llorar al mismísimo marqués de San Andrés. Solo la entrada de un criado con una bandeja repleta de dulces rompió el encantamiento y las mujeres corrieron a unirse a los Del Hoyo.
Las bandejas iluminadas con velas fueron pasando. Cada cual tomaba los pastelillos de monja que más le apetecían para acompañar las humeantes tazas de chocolate que estaban a punto de servirse.
Recuperados los ánimos sentó por fin sus posaderas el marqués de San Andrés e inició un debate sobre la necesidad de reforzar la nobleza y el clero para que la autoridad real conservara largo tiempo su hegemonía sobre el pueblo. Desde luego todos los presentes eran monárquicos pero no todos entendían la monarquía de la misma forma. De ahí que comiencen a diferir las opiniones sin que nadie levante la voz. Las mujeres bebían chocolate sonreían y ponían cara de interés mientras examinaban las camisas de los caballeros por si tenían alguna mancha o no estaban todo lo bien planchadas que debieran. Pero he aquí que una voz femenina surgió del grupo.
–Siento no estar de acuerdo con los caballeros.
Juana se puso en pie con la taza de chocolate entre sus manos. El efecto de su frase fue demoledor. Se hizo un silencio sepulcral que solo parecían disfrutar dos personas: ella y el carcamal de su padre que la miraba embelesado sin darse cuenta de que un hilo de saliva colgaba de su barbilla.
–Y no estoy de acuerdo –continuó Juana con el tono más dulce de voz que era capaz de emitir– porque […].»

(Texto extractado de la novela «CANARIAS«, de Manuel Mora Morales, Editorial Malvasía, Islas Canarias, 2012. Prohibida la reproducción total o parcial de este texto por cualquier medio sin permiso por escrito del autor)

CONTINÚA…

El Palacio de Nava, junto a la plaza y fuente del Adelantado, en La Laguna, según una reconstrucción digital de Luis García Mesa.

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