Bajo la sombra de Leviatán: Paul Auster y el 23F

«Leviathan 2000», cuadro del pintor estaounidense Bo Bartlett.

Los seres humanos o, al menos, una buena porción de seres humanos, albergamos una peregrina idea de la salvación que ronda demasiadas veces la muerte.

Si apelamos a un dios para que nos salve, lo matamos o él mata a miles de hombres y mujeres. No hace falta nombrar ejemplos, pero citaré dos muy conocidos: la muerte del hijo del dios de los israelitas para salvar a su pueblo del pecado de haber comido manzanas en el paraíso y la innecesaria aniquilación de millares de sodomitas y gomorritas con la misma intención higiénica. Los castigos indiscriminados sobre la población egipcia tampoco fueron moco de pavo; su objetivo: salvar a un pueblo esclavizado por el faraón. Naturalmente, al menos desde mi punto de vista, se trata de ficciones bíblicas; no obstante son el reflejo de una manera de pensar y de educar que perviviría hasta nuestros días.

La salvación del género humano a manos del propio género humano también necesita muchos litros de sangre. Nos salvó Hitler, nos salvó Stalin, nos salvó Mussolini, nos salvó Franco, nos salvó Idi Amín, nos salvó Pinochet,…

…y nos quiso salvar la siniestra mano que dirigió al guardia civil  Tejero hacia el Parlamento español para terminar con todas las libertades democráticas, a golpe de tanques y palabras soeces. Un golpe de estado que fracasó de la misma manera opaca que comenzó un 23 de febrero de 1981. Hace hoy 32 años que el Leviatán nos rozó con sus dientes y sentimos su aliento frío sobre nuestras libertades.

Este grabado satírico, coloreado a mano y publicados a principios del siglo XIX,en Londres, lleva por título «A tub for the Whale!» (¡Un tina para la ballena!).

Los salvadores de la patria, del orden y de la raza son el Leviatán[1], ese monstruo que merodea a nuestro alrededor siempre dispuesto a devorar nuestras libertades y a sumirnos en la oscuridad del orden frente a la luz del libre albedrío. Sin embargo, nosotros mismos somos quienes convocamos al monstruo. Al menor indicio de movimiento social, cuando confundimos la transformación con el caos, clamamos a gritos por un líder que contenga la vida dentro de los límites que conocemos, que no la deje expandir ni un metro más allá de las fronteras de nuestra miopía.

No soy inocente. Hace pocas semanas, me sorprendí a mí mismo pronunciando una frase que jamás pensé decir: «A veces, creo que es mejor aguantar a un represor inteligente que a un mandamás descerebrado.» No me refería a un país ni siquiera a una población, sino a una pequeña institución y a una situación temporal. Sin embargo, en esta frase está contenida la semilla del Leviatán, la que al desarrollarse termina por segar las propias cabezas de quienes le han invocado. Soy consciente de que esta frase no es casual: proviene de una educación represora, heredada de la corrosión que suponen largos siglos destilando pensamientos cautivos de las liturgias del poder.

La transformación no puede darse sin crisis. Tendemos a pensar que la evolución es lo contrario de la revolución, pero no es así. Ambas significan transformación y ambas nos alejan de las crisis, a diferente velocidad; pero la ventaja de la evolución social, política y económica es que podemos controlar mejor su trayectoria, obviando los salvapatrias sanguinarios. Lo contrario de la evolución es el estancamiento en la crisis, la dejación del poder en manos de quienes nos seducen con sus ropajes externos de fuegos artificiales, la inacción que nos conduce al deterioro irreversible de cuanto nos rodea hasta que termina por podrirse definitivamente.

El monstruo Leviatán, representado en un fresco titulado «El Juicio Final», que Giacomo Rossignolo pintó hacia 1570/80, en la iglesia Nuestra Señora de los Bosques, en la población francesa de Boves, en la región de Picardía.

Esta crisis no es el Acabose, sino la transformación en crisálida de un sistema económico que renacerá de manera más esplendorosa y justa. Ignoro cuántos años nos llevará el proceso ni las víctimas que se ha de cobrar, pero tengo la seguridad de que los movimientos sociales conducirán la producción y el consumo –esto es la economía real, pues el mercado es la coyuntural– hacia un florecimiento económico que no ha conocido la humanidad hasta ahora. Es evidente que fuera de este esquema quedan muchos países que no poseen capacidad ni para entrar en crisis y que, a estas alturas de la Historia, sólo podrán levantarse si los estados más poderosos –o las estructuras que los sustituyan– les tienden su mano abierta.

La otra solución es el Leviatán con sus caminos de muerte y de orden, marcados al paso de las botas militares y las ráfagas de ametralladoras, para imponer la paz de los muertos. No conviene perder de vista esta posibilidad, porque siempre está acechando en cada cruce del sendero, merodeando hediondamente.

También este año, ¡cómo no!, leo en febrero la novela Leviatán, de Paul Auster; un ritual que me acompaña desde hace muchos años y que me hace reflexionar sobre el supuesto orden y las supuestas libertades, y los caminos que nos acercan y nos alejan del monstruo bíblico.

Luego vino mi encuentro con Iris, y la locura de aquellos dos años terminó bruscamente. Eso ocurrió el 23 de febrero de 1981: tres meses después del día de Acción de Gracias, un año después de que Fanny y yo rompiésemos nuestra relación amorosa, seis años después de que empezase mi amistad con Sachs.

[…]

El 16 de enero de 1988 estalló una bomba delante del tribunal de Tumbull, Ohio, volando una pequeña réplica a escala de la Estatua de la Libertad. La mayoría de la gente supuso que se trataba de una travesura de adolescentes, un pequeño acto de vandalismo sin motivaciones políticas, pero, dado que se había destruido un símbolo nacional, las agencias de noticias informaron brevemente del incidente al día si­guiente. Seis días después volaba otra Estatua de la Libertad en Danburg, Pennsylvania. Las circunstancias eran casi idénticas: una pequeña explosión a medianoche, ningún herido, ningún daño material excepto la pequeña estatua. Sin embargo, era imposible saber si en los dos casos estaba implicada la misma persona o si la segunda explosión era una imitación de la primera. A nadie pareció importarle mucho entonces, pero un eminente senador conservador hizo una declaración conde­nando “estos actos deplorables” y apremiando a los culpables a cesar en sus gamberradas inmediatamente. “No tiene gracia”, dijo. “No sólo han destruido una propiedad privada, sino que han profanado un icono nacional. Los americanos aman su estatua y no les agrada este tipo de broma pesada.”

En total hay ciento treinta réplicas a escala de la Estatua de la Libertad en lugares públicos por todos los Estados Unidos. Se pueden encontrar en los parques, delante de los ayunta­mientos, en lo alto de los edificios. Al contrario de lo que ocurre con la bandera, que tiende a dividir a la gente tanto como a unirla, la estatua es un símbolo que no causa ninguna controversia. Si hay muchos americanos que están orgullosos de su bandera, hay otros tantos que se sienten avergonzados de ella, y por cada persona que la considera un objeto sagrado, hay otra que querría escupirle, o quemarla, o arrastrarla por el fango. La Estatua de la Libertad es inmune a estos conflictos. Durante los últimos cien años ha trascendido la política y la ideología, alzándose en el umbral de nuestro país como un emblema de todo lo que hay de bueno en todos nosotros. Representa la esperanza más que la realidad, la fe más que los hechos, y sería difícil encontrar una sola persona dispuesta a denunciar las cosas que representa: democracia, libertad, igual­dad ante la ley. Es lo mejor que los Estados Unidos pueden ofrecer al mundo y, por mucho que a uno le apene el que los Estados Unidos no hayan logrado estar a la altura de estos ideales, los ideales mismos no se ponen en cuestión. Han dado consuelo a millones de personas, nos han infundido a todos la esperanza de que algún día podremos vivir en un mundo mejor.

[…]

Pero eso era todo. El Fantasma era una señal de la ausencia de mi amigo, un catalizador del dolor personal, pero pasó más de un año hasta que me fijé en el propio Fantasma. Eso fue en 1989 y sucedió cuando encendí el televisor y vi a los estudian­tes del movimiento democrático chino descubrir su torpe imitación de la Estatua de la Libertad en la Plaza de Tianan­men. Me di cuenta de que había subestimado el poder del símbolo. Representaba una idea que pertenecía a todos, al mundo entero, y el Fantasma había desempeñado un papel crucial en la resurrección de su significado. Me había equivo­cado al ignorarlo. Había conmovido las profundidades de la tierra y las ondas estaban empezando a subir a la superficie, afectando a todas las zonas al mismo tiempo. Algo había sucedido, algo nuevo flotaba en el aire, y hubo días esa primavera en que al andar por la ciudad casi imaginaba que las aceras vibraban bajo mis pies.

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NOTAS

[1] El Leviatán, animal bíblico marino, a menudo evocado en el Libro de Job, en los Salmos y en el Apocalipsis, es un monstruo al que no conviene despertar. Su nombre proviene de la mitología fenicia que lo presenta como “un monstruo del caos primitivo” que amenaza con destruir el orden existente. Enfadada esta serpiente es “capaz de engullir momentáneamente al sol”.

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