
Este artículo es un homenaje a mi paisano Antonio Ruiz de Padrón, diputado canario en las Cortes de Cádiz, cuando hoy se cumplen 200 años de la lectura de su discurso contra la Inquisición, tenebroso estamento que fue abolido gracias a su sabia y valerosa intervención.
Desde tu futuro glorioso, desde la libertad de mi presente, ¡mil gracias, querido Antonio!
Cortes de Cádiz, lunes, 18 de enero de 1813.
Esta mañana van ya cuarenta días de apasionados debates sobre la Inquisición. Los liberales luchan por su abolición; los serviles, por su continuidad. Todo indica que cuando se vote el Decreto la balanza se inclinará a favor del Santo Oficio. Nada resultaría más lógico: un tercio de los diputados son eclesiásticos.
Hoy la sesión no parece que vaya a ser diferente a las anteriores. Se va a leer un discurso escrito por el diputado canario Antonio Ruiz de Padrón, el cual no podrá comparecer porque desde ayer se encuentra enfermo. El secretario Florencio del Castillo comienza la lectura con buena entonación.
Voy a sentar tres proposiciones, que sin prevenir la respetable decisión de las Cortes, que espera con ansia la nación entera, explicarán todo el fondo de mi opinión en una materia tan ruidosa.
Primera El tribunal de la Inquisición es enteramente inútil en la iglesia de Dios.
Segunda. Este tribunal es diametralmente opuesto a la sabia y religiosa Constitución que V. M. ha sancionado, y que han jurado los pueblos.
Tercera. El tribunal de la Inquisición es, no solamente perjudicial a la prosperidad del estado, sino contrario al espíritu del evangelio, que intenta defender.
¿Y serán estas verdades inconcusas o atrevidas paradojas?
¡Voy a demostrar que son verdades!
El aire de la sede parlamentaria parece haber aumentado su densidad hasta pesar como el plomo y ahogar cualquier sonido que no sea la voz del secretario Castillo. Los serviles se hacen cruces y los liberales no salen de su estupor. ¿Qué está diciendo este cura? ¿Qué atrevimiento es éste en uno de los representantes de la Iglesia? ¡Con seguridad, los ultramontanos le harán pagar cara su osadía!
Párrafo tras párrafo, de forma demoledora, el discurso va desarrollando las tres proposiciones iniciales sobre la Santa Inquisición.
Pero le han dado por antonomasia el renombre de Santa…. ¡Oh capricho bizarro de los hombres! Si se lo habrán dado por ironía. ¿Dónde están las virtudes políticas y morales de esta Santa; cuántos milagros ha hecho?
Que me señalen las conversiones que ha obrado, los frutos saludables que ha producido a la religión y al estado. Los que la defienden y canonizan por Santa, que nos exhiban los testimonios de virtud y santidad que la adornan.
¡Terrible porfía de los hombres, empeñarse en querer buscar el resplandor de la luz en medio de la oscuridad y las tinieblas, la libertad en los calabozos, y la verdad en el error y fanatismo!
No ignoro que se me culpará de haber sido el primero que tuvo la osadía en presencia de V. M. de presentar a toda la nación el misterioso sistema de gobierno de la Inquisición, esto es, la vida y milagros de esta Santa: el primero que rasgó el velo tenebroso que cubría a este ídolo diciendo:
–Españoles, aquí tenéis a la Santa: esta, esta es la que entorpecía con capa de religión vuestros progresos en las ciencias y en las artes; esta es la que os hizo creer que había Aquelarres (cuyo nombre no se ha explicado aún bastantemente), la que abusando de vuestra piedad os metió en la cabeza la ridícula farsa de la aparición de demonios súcubos e íncubos, con otras ficciones detestables que podéis leer en el gracioso y extravagante auto de fe de Logroño, mandado imprimir por orden de la misma Santa para ilustrar los pueblos.
Pero me engaño, para mantenerlos en la superstición y en la más crasa ignorancia y estupidez.
Pero, Señor, ¿a qué soy venido aquí? ¿A qué me ha congregado V. M. sino para dar leyes justas y sabias a una nación magnánima y generosa, como lo ha hecho con la sólida y religiosa Constitución que ha sancionado?
Si por desgracia dejara V. M. subsistir la Inquisición, ella sabría dentro de poco tiempo darse maña para destruir con sus acostumbrados misterios todo lo bueno que ha edificado el Congreso en medio de tantas fatigas y trabajos. Pronto vendrá a tierra este suntuoso y magnífico edificio, y la nación volvería cuanto antes a arrastrar las cadenas, y quedar sepultada por muchos siglos en el mismo envilecimiento y degradación que hasta aquí.
La Santa sabría obrar fácilmente este milagro y otros muchos.
En los ojos de los diputados Riesgo y Borrull saltan chispas. Las bancadas están paralizadas ante el desparpajo que despliega el autor del dictamen. Todas sus señorías se inclinan en dirección a la tribuna para no perder una sola sílaba.
Otro señor diputado nos trajo la bizarra especie de que la Inquisición comenzó con el nacimiento de la iglesia. Yo digo que se ha quedado muy corto. El inquisidor Luis de Páramo le da mucha mas edad, pues la hace nacer en el centro del paraíso, y por consiguiente debe ser coetánea de nuestro padre Adán.
Luego nos presenta al mismo Dios por primer inquisidor, y sigue después con una prodigiosa serie de inquisidores, que no hay más que desear enguanto al origen, antigüedad, gloria y honor de esta Santa. Entre sus prosélitos coloca nada menos que a Nabucodonosor, rey de Babilonia, y a otros personajes de la mas alta jerarquía…
La fina ironía de Ruiz de Padrón cala mejor en la mente de los diputados indecisos que los fieros y amenazantes discursos de los ultramontanos. Cuando el canario nombra la costumbre de quemar las estatuas de los acusados fallecidos, se escuchan las carcajadas de quienes van entregándole su simpatía, a medida que avanza la lectura.
Puesto a derribar mitos, supersticiones y privilegios, nuestro diputado defiende a los obispos frente a los inquisidores y, con una valentía fuera de lo común, es capaz de colocar al mismo Sumo Pontífice de Roma en su justo lugar.

El obispo de Roma es sin disputa el legítimo sucesor de San Pedro; pero no es el sucesor de Constantino ni de Teodosio: es el primer vicario de Jesucristo; pero no es absoluto, sino que debe gobernar arreglado a la constitución de la iglesia, compuesta de los sagrados cánones.
Tiene jurisdicción de Primado en toda la iglesia; pero no jurisdicción episcopal. Cada obispo en su diócesis tiene la misma que el Pontífice ejerce en su obispado de Roma. No es un monarca, sino el padre común de los fieles. No es un déspota, sino que debe consultar los puntos primordiales de doctrina con los obispos, que son sus hermanos según el lenguaje del evangelio, y no sus vicarios, como han sentado los autores ultramontanos.
La visión que exhibe Ruiz de Padrón es divertida, pero diamantina. Hace brotar sonrisas en los diputados bienintencionados; pero destruye dura y metódicamente la demagogia parlamentaria. Las siguientes palabras ponen este hecho de manifiesto.
Algunos señores diputados de Cataluña han ponderado a V. M. que la voz uniforme de su provincia estaba en favor de la Inquisición, y que debían consultarla antes de votar.
Mas yo con todo el respeto que merecen sus señorías, les pregunto lo primero, si antes de votar sobre este grave asunto, necesitaran de consultar a su provincia, ¿a dónde iría entonces a parar la representación nacional? ¡Qué! ¿No trajeron poderes amplios e ilimitados, como sus otros compañeros?
Lo segundo, si se concediera esto a esos señores, podríamos alegar lo mismo todos los diputados, no solo en cuanto a la Inquisición, sino en todos los demás asuntos; y en este caso, ¿qué sería de las Cortes? ¿Cuándo acabarían los de ultramar, particularmente el señor diputado de Filipinas, de averiguar el gusto de sus respectivas provincias?
Lo tercero, ¿cómo sabrán los señores diputados catalanes la voluntad general de su provincia, hallándose ocupadas todas las capitales por los enemigos?

El largo tiempo que lleva leyendo el secretario Castillo no logra apagar la atención de los diputados ni la de los periodistas que siguen pasmados el discurso espléndido que está dando un vuelco a todas las expectativas sobre la aprobación del Decreto. Mucho y de mucha enjundia se escucha esta mañana en estas Cortes de Cádiz.
Yo entro en los magníficos palacios de la Inquisición, me acerco a las puertas de bronce de sus horribles y hediondos calabozos, tiro los pesados y ásperos cerrojos, desciendo y me paro a media escalera. Un aire fétido y corrompido entorpece mis sentidos, pensamientos lúgubres afligen mi espíritu, tristes y lamentables gritos despedazan mi corazón…
Allí veo a un sacerdote del Señor padeciendo por una atroz calumnia en la mansión del crimen; aquí a un pobre anciano, ciudadano honrado y virtuoso, por una intriga doméstica; acullá a una infeliz joven, que acaso no tendría más delito que su hermosura y su pudor…
Aquí enmudezco, porque un nudo en la garganta no me permite articular; por que la debilidad de mi pecho no me deja proseguir. Las generaciones futuras se llenarán de espanto y admiración. La historia confirmará algún día lo que he dicho, descubrirá lo que oculto, publicará lo que callo. Qué tarda, pues, V. M. en libertar a la nación de un establecimiento tan monstruoso. Basta.
Finaliza Castillo la lectura. Tras unos segundos de silencio, se produce un cerrado aplauso y se escucha la voz del diputado Mexía, solicitando que el Dictamen sea impreso de inmediato. El diputado González dice en voz alta, desde su escaño:
–Apoyo que se imprima prontamente, pues hasta ahora no he sabido lo que realmente era la Inquisición. ¿Esta es la Santa? ¡Pues maldita la Santa que voy a seguir en adelante!
–¡Esto ya es un escándalo! –grita el diputado Aparici Santín desde su sitio– No estoy dispuesto a sufrir esto en un Congreso católico.
–Yo seré mal cristiano –le responde González–, pero soy tan católico como el Sumo Pontífice.
Varios diputados solicitan la palabra, pero el Presidente decide cerrar la sesión hasta el día siguiente. Como diría García Herrero el martes, el discurso de Antonio Ruiz de Padrón fue suficiente para fijar la opinión del Congreso.
En efecto, así fue. Unos días después, el Santo Oficio resultó liquidado con los votos de la mayoría. En febrero se publicó el Decreto sobre la abolición de la Inquisición.
Doscientos años más tarde, sabemos que una gran parte de nuestras libertades se la debemos a esos congresistas y, principalmente, al gran Antonio Ruiz de Padrón, cuya capacidad de persuasión logró lo que todos daban por imposible: arrinconar a la «Santa».
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