¿Barcelona no come plátanos canarios?

Me gusta Barcelona. Siempre he sentido debilidad por esta ciudad con memoria gótica e inteligencia modernista. Y es que el alma de las ciudades resulta de los sentimientos que despiertan sus paisajes arquitectónicos. Sin ellos, son entidades más o menos átonas, más o menos muertas. ¿Qué sería de La Habana, Estambul, Roma, Nueva York o Marrakech si sus edificaciones no impactaran nuestra mirada de forma tan demoledora?

Una parte importante de esa alma metropolitana la constituyen los mercados de alimentos, donde se mueve el combustible que mantiene con vida a los vecinos de la ciudad. Allí, se revela la realidad cotidiana, más constituida por coles, manzanas y carnes que por artes, vicios y ostentaciones. Por esto, durante mi última visita a Barcelona me dirigí –como otras veces, lo confieso– al mercado de La Boquería. Todo está limpio como los chorros del oro, lo cual invita a prolongar la visita más tiempo y, si uno sucumbe al paisaje alimenticio, comer en uno de los puestos de comida, dispuestos alrededor del edificio. Lo cual no está mal como experiencia estética (comer en un mercado siempre lo es), pero muy poco recomendable como gastronómica y económica: por la mitad de precio, se come el doble mejor a pocos metros de distancia.

Un recorrido por los puestos de verdura, fruta, carne, pescado o especias no proporciona ninguna señal sobre la crisis económica que vive el sur de Europa. Allí todo brilla bajo los miles de vatios que consumen las potentes luces. Montañas de frutas, alfombras de verduras, espectaculares peces de afilados colmillos, estanterías repletas de caza menor tan bien dispuesta como en un bodegón de Murillo, cestas abarrotadas de especias y de frutos secos, carne de casi todo, artística ordenación de las botellas de cava,… Y bananas.

Sí, bananas mayores que los plátanos de Canarias, con sus etiquetas de países americanos. Los barceloneses no venden ni consumen nuestros plátanos: en el mercado, en los supermercados y hasta en las pequeñas ventas, se venden bananas: como en origen salen más baratas, los comerciantes obtienen un margen mayor, aunque para los consumidores el precio el mismo.

A medida que voy avanzando, pasillo tras pasillo, se me borra la sonrisa con que había entrado a La Boquería. ¡Ni un plátano canario a la venta! Y no dejo de sonreír porque piense que lo canario es lo mejor –lejos de mí esos chauvinismos–, sino porque allí veo la imagen del declive de la agricultura y de la economía de mi tierra: mientras las tiendas canarias rebosan de botellas de cava y naranjas peninsulares, nuestros plátanos se alejan de los consumidores españoles. Un panorama deplorable.

Quizás, ha llegado el momento de reflexionar por qué los canarios no se han decantado por estas naranjas marroquíes, más sabrosas y baratas, tal como han hecho los catalanes con las bananas de otros países.

Supongo que la culpa de esto no la tiene nadie, sino ese ente fantasmal que, al parecer, nos ha arruinado a todos y se llama «los mercados». Así que habrá que darle una respuesta a los mercados. No sé si tendremos que emplear el Quid pro quo y consumir el maravilloso champán francés y las deliciosas naranjas marroquíes, en lugar de esa fruta medio podrida que nos llega desde los países valencianos y catalanes, o si la defensa de nuestra producción agrícola pasa por otras acciones. Lo que sí creo es que los canarios no podemos quedarnos con los brazos cruzados, mientras «los mercados» nos van dejando sin clientes. Pronto, será demasiado tarde.

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