Burrócratas

El burrócrata.

Como tantos otros, yo leí El Castillo, de Franz Kafka, en mis años de estudiante, y hasta pensé que había entendido su crítica a la burocracia. Sin embargo, pronto me di cuenta de que sólo tenía una ligera idea de ella y de que la burocracia, cual tijeras herrumbrientas, siempre está presta a cercenar toscamente las alas de los grupos más emprededores de cualquier país y, junto a ellas, eliminar una parte importante de la creatividad y de las libertades. Comprendí –perdiendo mi inocencia política– que, como una gigantesca tela de araña, la burocracia es capaz de inmovilizar las sociedades más dinámicas y de atascar los pueblos más decididos. La primera vez que visité Cuba, a principios de la década de 1980, cuando empezaban a entrar los primeros extranjeros en la isla, tuve ocasión de comprobarlo.

En el aeropuerto José Martí, en La Habana, había un lío tremendo. Cientos de pasajeros suecos estaban retenidos porque –decían los funcionarios cubanos– se habían terminado las plazas vacantes en los hoteles, por un exceso de contratación. El asunto me interesó de inmediato. Me acerqué a quienes atendían los mostradores. Casi todos estaban con un teléfono en la mano, hablando en la jerga del sistema y con cara de pocos amigos. Se repetían mucho los términos «estadillo», «acá está escrito», «responsable» y otros parecidos. Pronto empecé a entender que aquella gente trataba de pasar la papa caliente a otra gente y de lavarse las manos respecto a los turistas suecos que no tenían camas donde dormir. Para ello, se agarraban a las órdenes escritas, a sus cometidos profesionales y a los protocolos establecidos. Finalmente, metieron a los nórdicos en sus aviones y los devolvieron a su país, reintegrándoles el dinero desembolsado. Supongo que la compañía aérea tendría que indemnizar también a los pasajeros.

El burrócrata puro.

Cuando llegué a La Habana, di una vuelta por los hoteles. Pude comprobar que desde el Hotel Nacional, pasando por el Habana Libre, hasta los más humildes establecimientos estaban casi vacíos, según me decían los recepcionistas. La burocracia había frustrado la entrada de los turistas suecos y representaba una sangría económica para el país. Después, me enteré de que aquello no había sido un hecho aislado, sino algo que sucedía a diario. En poco más de veinte años, Cuba había pasado de ser un país de limpiabotas a transformarse en un país de revolucionarios para terminar convertida en un país de burrócratas. Y, como todos sabemos, más tarde, alrededor de esa burrocracia crecieron, caóticamente, miles de paladares (casas de comida) y de alojamientos ilegales: exactamente lo contrario de lo que se pretendía.

Un burrócrata es un señor o una señora que confunde la luna con el dedo que señala la luna. Que cree que es más importante la receta del médico que la medicina. Que supone que los conocimientos de un alumno son sus boletines de notas. Que los ficheros de su ordenador son más sabios que el señor que acaba de pasar frente a la puerta de su ministerio. Que un plan de Educación estatal contenido en una Ley puede, por sí solo, convertir a los jóvenes en adultos felices, responsables y cultos. Que un recorte presupuestario beneficia a un país si los números cuadran en un estadillo aunque dos millones de personas pasen hambre. El burrócrata igual compone una Ley retrógrada que rechaza una instancia con una errata insignificante. El burrócrata no es de izquierdas ni de derechas, sino el que convierte en inútil cualquier buena política de izquierda o de derecha.

Alguna vez he escrito que los protocolos son, hablando en plata, los padres putativos de la burocracia. Reconozco que no es fácil repetir una actividad de forma conveniente sin arbitrar un protocolo. También estoy de acuerdo en que este protocolo debe generar una burocracia cuando se institucionaliza, como guía y como memoria. Sin embargo, soporto la existencia de ambos de muy mala gana.

Estoy convencido de que una buena parte de los protocolos son inútiles, cuando no perjudiciales para la actividad que intentan reglar. En cuanto a la burocracia –la mala burocracia, que es casi toda– se ha convertido en el enemigo público de actividades humanas que, pudiendo ser placenteras y rentables, se transforman en dolorosas y perjudiciales.[1]

El burrócrata corrupto.

Nadie nace burrócrata. Ciertamente, algunas personas parecen tener algún gen burrócrata que se desarrolla con rapidez, si encuentra el medio adecuado; pero hay otras que necesitan un largo aprendizaje hasta llegar a alcanzar ese grado. Ignoro si se trata de una patología, un vicio o una adaptación al medio para sobrevivir a tanta estupidez, pero lo cierto es que podemos encontrarlos en todos los niveles de la administración, sin distinción de sexo, edad, religión o ideología. El burrócrata es el mayor enemigo del Estado, especialmente del Estado de Bienestar.

El burrócrata moderno.

Un ejemplo claro lo encontramos en la enseñanza. Muchos profesores son presionados cada curso para escribir montañas de papeles con títulos pomposos como «Plan de Centro», «Programación de Contenidos», «Temporalización de Contenidos», etc., que redactan pensando en la cara que pondrá el inspector de turno. Tanto ellos como los directores y los inspectores (así, hasta llegar al ministro) terminan por creer que realmente esos papeles forman parte de la Educación de los alumnos, aunque después utilicen los libros de textos como únicas guías para impartir sus clases. ¡Meses de trabajo tirados a la papelera! Por si esto fuera poco, cada vez que algún profesor se atreve a apuntar que debería programarse de una forma real y creativa, los burrócratas no tardan en componer caras de dignidad ofendida y en demonizarle como un peligroso elemento antisistema.

Cuando aparece un nuevo plan educativo –en España, viene a ser cada poco tiempo, con gran alborozo de las tres o cuatro editoriales que se reparten el bacalao–, los burrócratas se pasan esos años discutiendo cómo debe programarse de acuerdo con la nueva Ley, pero impartiendo las clases igual que siempre. Por suerte para ellos, siempre aparece una nueva Ley de Educación (pronto será la LOMSE) antes de que terminen de discutir cómo se programa la anterior (en este caso, la LOE).

Primero, los ilustrados del siglo XVIII y, después, los liberales del siglo XIX, nos dejaron grandes avances para la consecución de las libertades y los derechos de los individuos y de los pueblos; pero no supieron apartar a tiempo a los burrócratas del larriano vuelva usted mañana y conservar a los buenos funcionarios públicos. Ese cáncer ha crecido hasta convertirse en la principal fuente de ineficiencia y de corrupción en los estados modernos.

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NOTAS:

Cuando hablo de protocolos me refiero a una ampliación de la cuarta definición que para este término incluye el Diccionario de la Real Academia Española: 4. m. Plan escrito y detallado de un experimento científico, un ensayo clínico o una actuación médica. He dicho definición ampliada, en cuanto hoy los protocolos han invadido otros campos de la actividad humana.
En cuanto a la definición que hace el DRAE de la burocracia, no puedo resistir la tentación de incluirla completa, por cuanto constituye tanto una relación histórica como una valoración:
burocracia. (Del fr. bureaucratie, y este de bureau ‘oficina, escritorio’ y -cratie ‘-cracia’).
1. f. Organización regulada por normas que establecen un orden racional para distribuir y gestionar los asuntos que le son propios.
2. f. Conjunto de los servidores públicos.
3. f. Influencia excesiva de los funcionarios en los asuntos públicos.
4. f. Administración ineficiente a causa del papeleo, la rigidez y las formalidades superfluas.
En resumen, la burocracia justifica su existencia debido al primer punto y los encargados de mantenerla son los nombrados en el segundo punto. Pero, al entrar en juego el tercer punto, ha terminado por convertirse en el cuarto punto. Sin embargo, para ser justos, se debería incluir otro punto intermedio que contenga a los verdaderos responsables de la ineficiencia: los burrócratas.

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