Los políticos del establishment –tanto los asentados como los aspirantes– no detienen la máquina de las malas ideas ni cuando duermen. Ahora le toca el turno a Cataluña y han puesto a toda velocidad el ventilador de las calumnias. Saben, perfectamente, que mucha gente dará su apoyo a quien logre producirle más sentimientos de odio, no al que le ofrezca más razones.
La verdad es que a mí me da exactamente igual que los ciudadanos catalanes quieran la independencia o sacarse todos el carnet de piloto comercial, siempre que a mí no me obliguen a volar con ellos. Lo mismo opino de la libertad sexual de los mozos, de las mozas y de les mozes o de la libertad religiosa de cada cual, siempre que me tengan un respetito. Es decir, creo en la Libertad de los individuos y de las colectividades, y considero que sólo debe frenarse al personal cuando algún tercero salga perjudicado. Naturalmente, con los terceros no me refiero a quienes se dicen perjudicados porque ya no pueden obtener un provecho ilegítimo del que se libera. Por ejemplo, es posible que si Valencia o Baleares se independizaran, el buenazo de Iñaki Urdangarín no lograría más subvenciones para sus ONGs benéficas.
Hay quien no opina así. De hecho, creo que pocos políticos opinan que la Libertad, con mayúscula, es posible; creo que pocos sacerdotes de cualquier religión darían un paso adelante para que los seres humanos disfrutasen de una auténtica libertad de pensamiento y, también, creo que pocos negreros son partidarios de liberar a sus esclavos. A ellos, los entiendo. Al fin y al cabo, están defendiendo su parte del repulsivo festín donde el hombre es un lobo para el hombre. Nada más fácil de entender que el egoísmo humano.
A los que no entiendo es a quienes no tienen nada que ganar con privar de la Libertad de elegir a una persona o a un pueblo y, sin embargo, repiten las consignas machaconas que les llegan por los medios de comunicación.
Hoy, sin ir más lejos, una mujer –en edad de pensar por sí sola y con una formación universitaria que debería prestarle cierta independencia a sus ideas– me dijo que Artur Mas está hablando de independencia para ocultar los graves problemas económicos que tiene Cataluña. Como ella y yo somos canarios, se me ocurrió preguntarle si creía que la economía catalana se encontraba en estos momentos muy por debajo de la canaria. ¡Y me contestó afirmativamente! Casi compadeciéndose de los pobres catalanes, tan pobres frente a los canarios tan ricos. Y, si no los compadeció fue, únicamente, por tratarse de los odiados catalanes.
Me quedé estupefacto y con ganas de ser un personaje de una obra de Pérez Galdós para hacer un aparte y exclamar: ¡Válgame el Cielo!
Como todo el mundo sabe, la economía catalana está situada en un plano estratosférico frente a las deprimidas Islas Canarias donde el paro alcanza más del 30% y una tercera parte de la población está en el umbral de la pobreza severa. De la sanidad y de la enseñanza no hablemos. Pero aquella mujer insistía en razonar, sin razones, los tontos que son los catalanes que le creen a su presidente todo lo que les dice, mientras, pobrecitos, ya no tienen para comer.
Evidentemente, cuando alguien te viene con esas parrafadas, lo mejor es recoger velas, porque a esa persona jamás la podrás convencer mostrándole los hechos. Esto no es nada nuevo, pero, al menos a mí, me produce cierta tristeza. Parece que aún muchos siguen aferrados al lema lanzado, en el siglo XIX, por el Filósofo Rancio –seudónimo de aquel escritor español que fue acérrimo enemigo del Diputado gomero Ruiz de Padrón y apologista de las ideologías más carcas de su época–: «¡Lejos de nosotros la funesta manía de pensar!»
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