Recibamos las castañas como se merecen

Las castañas van a llegar de un momento a otro, envueltas en sus espléndidos joyeros de color esmeralda, que las protegen de intrusos y desaboríos. Octubre está a la vuelta del otoño, que no es una estación sino una esquina del tiempo donde probar el vino nuevo y aspirar el humo de los braseros.

La castaña baja saltando de los montes, buscando braseros donde calentarse para que una sardina salada la invite a entrar en el mismo plato, cualquier noche con niebla, en el borde de alguna oscura carretera. Por ejemplo, la carretera donde está el guachinche Los Dos Faroles (páginas 42 y 43 de El libro de los guachinches) que tiene un vino del país más rico que Paris Hilton.

Ya digo. Aunque el cuerpo nos pida un metro de tierra encima, no hay que hacerle caso ni rogarle a Dios que nos lleve pronto, sino darle castaña, sardina salada y vino tinto, en un sitio fresco, apañado, con un braserito encendido y donde, si pedimos una batata guisada, porque nos apetece, la doñita nos la traiga ensartada en un tenedor y nos la ponga en el plato con la misma delicadeza que si fuera un billete de 500 euros. De paso, ¡cómo no!, traerá también otra cuarta de vino, porque la anterior nos duró menos que una promesa de Rajoy.

Me gusta dar una vuelta por los castañeros –que son loquees un castaño, pero más del país, nosésimentiendes– al principio del otoño para irme preparando espiritualmente, sin prisas ni carrerillas, porque hay cosas en esta vida que no se pueden tomar a la ligera. Es bueno sentir crecer la castaña dentro de su erizo, estudiar su desarrollo y meditar sobre el misterio que la une a la sardina salada, de manera tan indisoluble, que sólo el vino tinto del país es capaz de convencerlas para formar ese fantástico ménage à trois al que jamás hemos podido resistirnos los magos.

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