El rey Zog I de Albania (1895 – 1961)
La monarquía es un sistema elástico, aunque no lo parezca a primera vista. Casi igual que la iglesia o el ejército ha ido adaptándose a los nuevos tiempos y a las nuevas ideologías políticas, sociales y científicas. Su sobrevivencia ha dependido en gran parte de esa elasticidad, no sólo de la ignorancia de los pueblos.
La realeza solamente ha quedado excluida por completo de los sistemas nazis y comunistas, en los que, sin embargo, la iglesia ha hallado resquicios para sobrevivir y el ejército se ha encontrado como en su propia casa, porque –en el fondo y, sobre todo, en la forma– ¿qué han sido el comunismo soviético y el nazismo alemán sino campamentos militares ampliados a todas las esferas de la sociedad? Una sociedad adoctrinada y vigilada con la misma felonía y ferocidad que la Santa Inquisición.
Después del descalabro del austriaco emperador Maximiliano en Méjico (1864-1867), las raíces monárquicas en América parecen arrancadas de momento, si exceptuamos el barniz nostálgico de la Monarquía Parlamentaria Federal de Canadá –con Isabel II como reina– y la Monarquía Afroboliviana que pervive dentro del Movimiento Cultural Negro y que actualmente ha sido reconocida por la República de Bolivia.
Sin embargo, en Europa, Asia y África, las casas reales han logrado adaptarse al parlamentarismo capitalista, al parlamentarismo socialista y a dictaduras de diversa índole. En España, Alfonso XIII estaba encantado con el dictador Primo de Rivera y la dictadura de Francisco Franco cultivó, con el mismo esmero que si se tratase de un delicado capullo, a Juan Carlos I.
A los reyes les gustan los uniformes y las armas, como a los ejércitos; y las ceremonias excesivas y churriguerescas, como a los sacerdotes de cualquier religión. En realidad, un rey viene a ser un militar con órdenes sacerdotales o un sacerdote con mando militar. Es cierto que la mayoría de los monarcas hoy mandan poco, pero en la actualidad tampoco los obispos se atreven a excomulgar con la ligereza de otros tiempos. Aunque no lo parezca, la humanidad avanza lentamente, pero avanza.
No obstante, llama la atención que mientras los regímenes parlamentarios de cualquier género llegan a implantarse a base de mucho tiempo y de grandes sudores, las monarquías –a semejanza de las más vulgares dictaduras– son capaces de surgir por generación espontánea si encuentran el adecuado caldo de cultivo. Quizás, por esta razón se les ha achacado un origen divino, igual que se creía en la procedencia diabólica de los gérmenes de las enfermedades hasta que Louis Pasteur demostró que se trataba de microorganismos que se reproducían de manera similar a cualquiera de nosotros. ¡Lástima que el sabio francés no haya investigado la fórmula para pasteurizar las monarquías!
Sin necesidad de traer a colación a Napoleón Bonaparte para ilustrar la reproducción real espontánea, podemos fijarnos en un caso especialmente significativo, más cercano en el tiempo. Sucedió en Albania, durante la primera mitad del siglo XX, después de que el país lograra independizarse del imperio turco. Lo protagonizó un aristócrata llamado Ahmet Muhtar Zogu.
Este buen hombre, que ya tenía un pasado político en el Partido Reformista Popular, fue nombrado Presidente de la joven República de Albania, en 1925. Como nadie le hizo oposición organizada, se dedicó a modernizar el país con un grupo de amigos a quienes instaló en el poder. Pero al buen Zogu le parecía que podría aspirar a algo más que a Presidente, sin que nadie se lo impidiera, y, en 1928, se hizo nombrar rey por el Parlamento albanés. Así nació Zog I de Albania y terminó cualquier atisbo de discrepancia política. Llegó una paz en la que nadie podía quejarse. ¡Ni que se le ocurriera hacerlo!
Después el soberano Zog I se dedicó a coquetear cuanto quiso con Benito Mussolini, lo cual tuvo como consecuencia que los fascistas italianos tomaran las riendas políticas, financieras y militares de Albania. Finalmente, coincidiendo con el nacimiento de un heredero al trono, don Benito ordenó la invasión y don Zog I salió como alma que lleva el diablo. Terminó por establecerse en París, donde él y su esposa y sus hijos vivieron felices y comieron perdices, porque se habían fugado con todo el oro de Albania. Él murió en 1961 y ella en 2002.
Ésta es una breve pero significativa historia sobre cómo nacen y actúan los monarcas cuando no tienen un férreo control parlamentario ni una prensa que los vigile y les siga los pasos en todas sus fechorías, por muy lejos y muy en secreto que las hagan.
La materia prima para que las monarquías sobrevivan son las ignorancias y estas ignorancias sólo ceden ante la cultura, y a la cultura se accede mediante la educación. De manera que debemos estar preparados para tener una monarquía durante muchos años más, tantos como tardemos en ser un pueblo culto. Procuremos, pues, que la enseñanza funcione bien, que el parlamento legisle de manera adecuada y que nuestros reyes molesten lo menos posible, lo cual no es una postura resignada, sino paciente.
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