Al fin y al cabo, ya el gobierno habla por nosotros, mira por nosotros y escucha por nosotros. Siendo así, ¿para qué queremos hablar de nuestras necesidades, escuchar a quienes toman decisiones en nuestro nombre o mirar la realidad sin que nadie tenga que contárnosla?
Ser un sordo-ciego-mudo es más cómodo. Qué necesidad tenemos de que los vecinos, los compañeros de trabajo y la familia nos digan que somos unos incordios, que no estamos conformes con nada, que ya tenemos edad para ser personas respetuosas con el poder. ¿No nos vamos a morir todos? Entonces, para qué malgastar el tiempo en luchas inútiles. Al fin y al cabo, siempre ha habido desigualdades y unas personas han tenido más que otras. El mundo es así, señores.
Además, siempre habrá quien se sacrifique por nosotros. De eso no cabe duda. ¿Se necesitaron millones de mujeres para imponer el voto femenino? Pues no. Bastaron unas pocas gritonas que salieron a la calle como loquinarias mientras la inmensa mayoría estaba en su casa, tranquilas como Dios manda. Y, sin embargo, hoy todas gozan del derecho de voto. Así es la cosa: uno tiene que ser listo y no botarse a la calle porque sí: hay que esperar: alguien terminará por sacarnos las castañas del fuego.
Lo mejor es ser sordo-ciego-mudo. Es la moda. Y la moda pocas veces se equivoca. La moda es como el pueblo, como el Papa, como el Dalai Lama, como Angela Merkel, como Pablo Coelho o como el iPad WiFi 4G que tampoco se equivocan. Sigamos el sendero del Zen: vaciémonos por dentro. Aún más, tomemos el ejemplo del anticonceptivo católico: vaciémonos por fuera. Destruyamos nuestro Yo y unámonos a la Gran Cabeza y seamos uno con ella, como las serpientes en Medusa.
Éste es el camino de la salvación económica, el que nos sacará de la crisis, siguiendo las proféticas palabras de George Bush hijo: cortemos todos los árboles y no se incendiará más el bosque. Facilitemos, pues, el camino a los leñadores, siendo apacibles ciegos, apacibles sordos y apacibles mudos.

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