En hipopótamo a la escuela

Dibujo de Raphaële.

La niña se subía cada mañana a lomos del hipopótamo pigmeo* y emprendía la marcha hacia su escuela. Su prima Tomoko la veía alejarse, bamboleándose, a lomo de la extraña montura.  El jardinero de la casa, el señor Kobayashi, conducía al animal con un ronzal, y los tres se perdían de vista en un recodo del camino.

La escena descrita en el párrafo anterior no parece tan extraña cuando uno lleva leídas unas pocas decenas de páginas de la impagable obra de Yoko Ogawa, traducida a nuestro idioma con el título La niña que iba en hipopótamo a la escuela. La traducción literal del original (Mīna no kōshin) debería haber sido La marcha de Mina, como se hizo a otros idiomas y como la nombraré en adelante, por comodidad.

Aunque la primera edición japonesa apareció en 2006, no leí este libro hasta el año pasado cuando se publicó la traducción en español. Desde entonces, siempre tuve ganas de comentar la buena impresión que me produjo, porque no es fácil encontrar obras con tanta frescura y calado que uno pueda recomendar a sus amigos sin vacilaciones.

La novela contiene una narración, en primera persona, que desarrolla una historia muy simple, ambientada en el Japón de la década de 1970, coincidiendo parte de su relato con los Juegos Olímpicos de Munich y los famosos atentados contra los atletas israelíes. La Editorial Funambulista ofrece la siguiente sinopsis en la contraportada del libro:

Al cumplir doce años, Tomoko, huérfana de padre, deberá cambiar de ciudad y separarse de su madre para ir a estudiar primero de secundaria. Para ello irá a vivir a casa de su prima Mina, una lujosa mansión de estilo occidental, cerca de Kobe, donde todo es singularmente diferente: su prima se pasa el día entre libros, o jugando con cerillas, su tío (director de una conocida fábrica de bebidas) es mestizo y se ausenta misteriosamente de la casa, y su tía abuela Rosa es alemana y habla a duras penas japonés. Pero, sobre todo, en la finca (que en su tiempo había albergado un zoo) vive un hipopótamo enano, que Mina utiliza como medio de transporte para ir a la escuela primaria, debido al asma crónica que la aqueja.

La escritora Yoko Ogawa (es obligado reseñar que también es autora de La fórmula preferida del profesor**) posee una especial maestría para contarnos historias ficticias o reales –nunca he podido delucidar qué porcentaje de fantasía y de realidad hay en ellas, aunque sospecho que hay muchas vivencias propias– en primera persona y de fácil lectura.

Esta levedad sintáctica –tan apreciada cuando leemos durante las digestiones pesadas– la ha demostrado, sobradamente, en  varias novelas, sin que el relato pierda contenido, sino todo lo contrario.

Si aún no conoce la obra de esta interesante japonesa y tiene interés en leer algún  texto suyo, puede ir a este enlace, donde encontrará un relato, Pregnancy Diary, extractado de su novela del mismo título y publicado en la revista  The New Yorker. Apreciará que en esta narración utilizó la misma técnica que con posterioridad aplicaría en la novela La marcha de Mina, si bien relata el embarazo de una hermana.

El hipopótamo pigmeo no suele sobrepasar los 80 centímetros de altura.

Llama la atención la facilidad con que la autora va abriendo, capa tras capa, el alma de dos niñas que están entrando en la adolescencia. Su ritos infantiles con la oscuridad y los miedos, sus apegos, sus tristezas, sus felicidades, sus generosidades y una lista de pulsiones emocionales, tan compleja como el teclado de un  piano, desvelando, tecla a tecla, las sensibles y, a veces, tensas cuerdas de la psique preadolescente.

Difícilmente, una escritora con estas características se hubiera abierto paso franco hacia la fama en una cultura diferente de la japonesa. Por fortuna, como también sucedió con Kenzaburo Oe –de quien Ogawa parece haber heredado su sentido del humor–, la sensibilidad de los lectores y críticos nipones la ha salvado del ostracismo al que culturas más agresivas y consumistas la habrían condenado de antemano.

Buena parte de la novela gira alrededor de dos elementos icónicos: Pochiko –el hipopótamo pigmeo que ha sobrevivido al desmantelamiento del zoo que había en el jardín de la casa familiar– y el  Fressy, un refresco mítico que fabrica la familia desde hace dos generaciones.

Cuando cualquier miembro de la familia pronuncia la palabra Fressy, sus ojos chisporrotean y aparece en su boca un gesto goloso: en esa casa, nadie imaginaría una comida donde no estuvieran presentes muchas botellas del refresco más estimado en el Japón del relato. Los lectores de las Islas Canarias entenderán perfectamente lo que representa el Fressy en esta novela si piensan en lo que supuso para su infancia el aún mítico Clipper de fresa, refresco isleño que más de una multinacional ha tratado de imitar sin demasiado éxito.

Además del Fressy y del hipopótamo, los personajes de La marcha de Mina son escasos: dos primitas preadolescentes, una anciana abuela alemana y su criada japonesa, una madre alcohólica, un padre infiel y un jardinero servicial. Además, dos jovencitos con escaso protagonismo: un repartidor de cajas de refrescos y un bibliotecario. Todos son descritos a la perfección, sin olvidar pequeños detalles y, aún más importante, sin perderse en ellos.

Al lector le llega la valoración de cada personaje desde la mirada infantil de Tomoko, tamizada por la experiencia de la misma Tomoko treinta y tres años más tarde, en 2005. Cuando en la página 413 se nos termina la novela, experimentamos dos sentimientos:

a. una especie de pena por despedirnos de unos personajes que se han colado sutilmente en nuestra sala de estar y,

b. cierto agradecimiento a la autora por cerrar la historia con ese epílogo que casi siempre nos niegan los narradores y que nosotros venimos reclamando inútilmente desde niños, cuando mamá o papá nos contaban que Blancanieves se había casado y les preguntábamos «¿Y qué pasó después?»

Como mucho, nos decían que había comido perdices, pero jamás nos respondieron esa pregunta de manera satisfactoria, por mucho que insistiésemos. Sin embargo, Yoko Ogawa sí lo hace, y con creces. Quizás, por eso mismo, cerramos el libro con una sonrisa en los labios… y ganas de leer algo más de la misma autora a quien, por cierto, terminamos identificando –¿falsamente?– con Tomoko, por muchas razones que usted descubrirá.

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NOTAS:

*Los hipopótamos pigmeos tienen la misma forma general que los hipopótamos. Poseen un esqueleto que soporta el peso de su fornido cuerpo, con cuatro patas cortas y cuatro dedos en cada pie. Miden unos 75-83 centímetros de alto hasta la cruz, tienen una longitud de 150-177 centímetros y pesan unos 180-275 kilogramos. Su longevidad en cautividad va de 30 a 55 años, aunque es improbable que vivan tanto tiempo en libertad.

** Auténtico fenómeno social en Japón (un millón de ejemplares vendidos en dos meses, y otro millón en formato de bolsillo, película, cómic y CD) que ha desatado un inusitado interés por las matemáticas, este novela de Yoko Ogawa la catapultó definitivamente a la fama internacional en 2004.
En ella se nos cuenta delicadamente la historia de una madre soltera que entra a trabajar como asistenta en casa de un viejo y huraño profesor de matemáticas que perdió en un accidente de coche la memoria (mejor dicho, la autonomía de su memoria, que sólo le dura 80 minutos). Apasionado por los números, el profesor se irá encariñando con la asistenta y su hijo de 10 años, al que bautiza «Root» («Raíz Cuadrada» en inglés) y con quien comparte la pasión por el béisbol, hasta que se fragua entre ellos una verdadera historia de amor, amistad y transmisión del saber, no sólo matemático…

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