Catorce escritores vestidos de verde y uno de blanco

«Tomó el cartapacio y la pluma, y ya tenía recogida bastante sangre de drago en vn vaso de faldriquera, que, como dicho es, servía de tinta. Púsose a escrevir y los demás se fueron por el campo en busca de los cavallos. El de Don Fernando acertó a estar más cercano; púsole el freno y, por no inquietar a Antonio, que estava pensatibo en su glossa, se sentó a la orilla de vn arroyo, no menos suspenso que el compañero.» (Pedro de Solís y Valenzuela, El desierto prodigioso y prodigio de desierto, 1650)

«–No se trate de años, que ninguno los tiene, pues se pasan y deshacen como la niebla a los rayos del sol. Nuestra vida no consta de años, sino de sombra que, en faltando la luz de la respiración, falta ella. La edad del hombre es flor de almendro que a la primer luz visita el sepulcro. Los años se hicieron para los cursos celestes, que, acabados, vuelven; pero no para el hombre, que se va y no vuelve a tener parte en el siglo.» (Antonio Enríquez Gómez: El siglo patriótico, 1644)

«Y henos aquí de repente incomunicados, cada cual aislado en este rincón sin salida, rozándonos por donde más nos duele y sin poder decírnoslo uno a otro.» (Gonzalo Zaldumbide, Égloga trágica, 1910)

«Para quien en un momento dado decide que va a ser escritor, no existe diferencia alguna en haber nacido en cualquier punto de Centroamérica, en Dublín, en París, en Florencia o en Buenos Aires. Venir a este mundo al lado de una mata de plátano o a la sombra de una encina puede resultar tan bueno o tan malo como hacerlo en medio de un prado, en la pampa o en la estepa, en una aldea perdida de provincia o en una gran capital. El pequeño mundo que uno encuentra al nacer es igual en cualquier parte en que se nazca: sólo se amplía si uno logra irse a tiempo de donde tiene que irse, físicamente o con la imaginación.» (Augusto Monterroso, Los buscadores de oro, 1993)

«Amarga como la retama, la mujer no salía de ruegos a San Nicolás, llantinas y escandaleras, viniendo para atrás como con unos fríos y calenturas. Le pidió y más que le pidió que dejara la «consumía gayera». Y un día, a fuerza de mocos y babas, acabó poniendo el esposo mollar. Entonces le expuso tímidamente una idea:

–Estaba pa desirte, ende cuando, Pepiyo, que pa qué no te días conmigo ca don Osé el Espiritista, que la gente jabla y no acaba de ée, pa ve si ée te quita de la bebía y de la gayera de Péres…

–¿Qué dises tú…? ¿Tú te has jas vuerto loca, o qué…? ¡Ca don Osé el Esperitista…! Mi que cara…

–Te lo digo, hombre, porque tú me jas dicho a mí, más de una ves, que esto queee… que si tú pudieras no dibas y que como si te jalaran de allí…

–¿Y eso qué tiene que vée pa íi ca el totorota ése…?» (Francisco Guerra Navarro: Los cuentos famosos de Pepe Monagas, 1941)

«Miré con asombro a Clarita como para indagar la certidumbre de cuanto estaba pasando. Era convencida creyente, que manifestaba respeto fanático. Para ahuyentar mis dudas, expuso:

–¡Guá chico!, Mauco sabe de medicina. Es el que mata las gusaneras, rezándolas. Cura personas y animales.

–No sólo eso –añadió el mamarracho–. Sé muchas oraciones pa tóo. Pa topá las reses perdías, pa sacá entierros, pa hacerme invisible a los enemigos. Cuando el reclutamiento de la guerra grande me vinieron a cogé, y me les convertí en mata de plátano. Una vez me apañaron antes de acabá el rezo y me encerraron en una pieza, con doble yave; pero me volví hormiga y me picurié. Si no hubiera sío por yo, quién sabe qué nos hubiera acontecío en la gresca de anoche. Yo tuve listo pa evaporarme, cuando entraran, y taparlos a tóos con mi neblina. Apenas supe  que usté taba herío, le recé la oración del»sana que sana» y la hemorragia se contuvo.» (José Eustaquio Rivera, La vorágine, 1924)

«Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga.» (Juan Ramón Jiménez. Platero y yo, 1916)

«[…] y se habría detenido la ciudad al verle pasar bajo sus banderas verdes –verde hoja de banano–, entre antorchas de racimos de oro más oro que el oro y esclavos centroamericanos de hablar tan melancólico como el grito de las aves acuáticas.» (Miguel Ángel Asturias, El Papa Verde, 1954).

«Eva

Porque tu pecado sirve a maravilla para explicar el horror de la Tierra, mi amor, creciente cada año, se desboca hacia ti, Madre de las víctimas. Tu corazón, consanguíneo del de la pantera y de el del ruiseñor, enloqueciéndose ante la ira de Jehová, que te produjo falible y condenable, se desenfrenó con la congoja sumada de los siglos. La espada flamígera te impidió mirar el laicismo pedestre que habría de convertir al verdugo de Abel en símbolo de la energía y de la perseverancia. Pon mi desnudez al amparo de la tuya, con el candor aciago con que ceñiste el filial cadáver cruento. Mi amor te circuye con tal estilo, que cuando te sentiste desnuda, en vez de apelar al follaje de la vid pudieras haber curvado tu brazo por encima de los milenios para pescar mi corazón.b Yo te conjuro, a fin de que vengas, desde la intemperie de la expulsión, a agasajar la inocencia de mis ojos con el arquetipo de tu carne.Puedo merecerlo, por haber llevado la vergüenza alícuota que me viene de ti, con la ufanía de los pigmeos que, en la fábula de nieve, conducen el cadáver cuyas blancas encías envenenó la fruta falaz.» (Ramón López Velarde: Prosas poéticas de 1921)

«La consabida le echó unas tan atroces rociadas de desprecio, todo con el mirar, nada con la palabra, que casi casi hicieron conmover en su firme asiento a la iracunda estatua; y se fue despacio, con irrisorios alardes de dignidad. Daba pataditas, y en la escalera marcaba los peldaños con insolente cadencia… Abur, espanto de las edades, viruela de los corazones, epidemia social, brújula del infierno, carril de perdición, vaso de deshonra, rosa mustia, torre de las vanidades, hijastra de Eva, tempestad de males, hidra corruptorísima. Carguen contigo los diablos feos y llévente, con tu séquito y corte de pecados, a donde no te volvamos a ver.» (Benito Pérez Galdós: El doctor Centeno, 1883)

«[…] ahógase el matrimonio con la yedra del hastío y las enredaderas de la costumbre; desaparece el hogar cubierto por la yerba, la yerba que crece y crece hasta enseñorearse del último remate de la fachada. Carmen ahora explicábase una porción de cosas inadvertidas en su principio; todas las pequeñas repugnancias y los involuntarios alejamientos de dos cuerpos que han vivido en íntimo contacto y ya no tienen sorpresas que cambiarse, ni sensaciones que ofrecerse, ni curvas que no se conozcan, ni besos que no sepan a otros besos, los de novios y de recién casados, entonces nuevos y celestiales, después repetidos sin entusiasmos, como en recuerdo aproximado de los que se fueron para no volver.» (Federico Gamboa, Suprema Ley, 1896)

«Entre la fruta que necesariamente había de comerse madura, ninguna de colores tan bermejos y dorados, de pulpa tan zumosa de miel, ni de sabor en sí mismo tan oloroso, porque era el sabor de su perfume, como el higo chumbo, «higo de pala», pero nacido en los nopales arrabaleros. Legítimos nopales plantados por los moros y que no degeneraron de su progenie de Méjico, como las cepas de la suya germánica. No era manjar predilecto de don Magín, y lo aceptaba contagiado de la complacencia que los del arrabal sentían comiéndolos; y había de comerlos allí, entre la plebe aborrachada por el sol de su sangre y de las peñas. Se adormecía mirando la primorosa destreza de aquellos dedos para tomar el chumbo y hundirle la faca en el erizo y dárselo sin tocarlo en la carne.» (Gabriel Miró: Nuestro Padre San Daniel, 1921)

«[…] la condesa era de las que «no podían comer sin aguacate» y don Bibiano y su esposa adoraban el tasajito, la carne aporreada, el arroz en blanco, el majarete y otros platos de la tierra, que Mari Francisca aderezaba con verdadero primor. » (Alberto Insúa: El negro que tenía el alma blanca, 1922)

«Y dixo el ortelano:

–Maestro, las yervas y ortalizas que diligentemente se siembran y se labran con gran cura, ¿por qué vienen más tarde que las que nacen por sí y no se labran?

E Xanthus, como oyesse esta quistión philosophal y no pudiesse responder a ella, dixo:

–Estas semejantes cosas proceden de la providencia divina.

De lo qual Ysopo se rió con gana.»

(Anónimo: Vida de Ysopo, 1520)

«De un lado, palos de sauce y molles a pique, asegurados por guascas peludas; de otro, exóticos agaves espinosos ya proyectos en su mayor parte, pues con raras excepciones, de cada planta que extendía a todos rumbos sus hojas erizadas de pinchos, se elevaba robusto un pitaco sólo comparable a un tubérculo o a un espárrago gigantesco, provisto de barbas fibrosas de un color negruzco como el del cogollo. Estos frutos o vástagos únicos del agave, que hienden el espacio a gran altura como últimas manifestaciones de la fecundidad y de la energía de la pita que luego se seca y muere, después de haber alimentado con sus hojas carnudas a los grandes bueyes aradores, no surgen ni crecen simultáneamente sino según la edad o grado desarrollo de la planta.» (Eduardo Acevedo Díaz: Nativa, 1890)

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