Loynaz, la Miradora del Teide

 La Miradora que figura en esta imagen no es otra que la escritora habanera Dulce María Loynaz [1].  Espero que se me perdone el atrevimiento de colocar sobre el Roque de García esta estatua femenina sentada que un día fotografié en los jardines de las Tullerías, en París.

En el año 1997, murió Loynaz, la poetisa más importante de Cuba. Hoy su casa se ha convertido en el Centro Cultural Dulce María Loynaz, cuyo Director es un descendiente de canarios, el poeta Edel Morales, con cuya amistad me honro.

Dulce María vino a las Islas Canarias con su segundo esposo, el tinerfeño Pablo Álvarez. Conoció Tenerife en el año 1947 y regresó a la isla en 1951. Fruto precioso de este segundo viaje fue su libro Un verano en Tenerife.

Uno de sus capítulos, bajo el título de Volcán, describe con maestría el Teide. Este pequeño extracto ofrece una idea de su riqueza literaria.

«No es fácil ya escribir sobre el Teide, y yo desde el principio me propuse no hacerlo. ¿Qué novedad podría contarse hoy de este coloso en cuya nevada cima convergen desde tiempo inmemorial las más diversas plumas?

Geólogos, geógrafos, viajeros, hombres de ciencia y hombres de aventura, pintores y poetas y ensayistas, cuanta gente se asiste en este mundo de cálamo o pinceles, en llegando a su vera se han puesto a trasladar al lienzo o al papel la presión que el volcán dejara en ellos.

Con la sola excepción del Fusiyama –también oriundo y una isla–, ninguno de sus hermanos ha sido, como él, objeto de tantos cantos, citas y memorias; ninguno ha estado tan presente en el recuerdo de aquellos que lo conocieron.

Mil metros más bajo que el volcán japonés, su forma, sin embargo, no cede a la de aquél en elegancia: si el Fusiyama es más esbelto, el Teide es más redondo, más suave de línea, y ofrece sobre aquél –creo que sobre todos los que existen– la ventaja de erguirse solo, esto es, limpio de horizonte, libre de sierras y picachos adyacentes.

Ello significa para quien emprenda su ascensión un premio que no hallará nunca en ninguna otra altura de la tierra, ni aun en el mismo Gaurisankar, recientemente conquistado. Quien ponga el pie en la cima del Teide puede decir que así, con el pie puesto en tierra, ha contemplado la más dilatada extensión de nuestro mundo que es dable contemplar desde su suelo.

Porque esa perspectiva se prolonga hasta un horizonte que da la vuelta en redondo, trazando. un circulo dentro del cual nuestro volcán viene a ser el centro; situado en una isla pequeñita, brota casi del agua, y en sólo una veintena de kilómetros –que es lo que dista del mar por el poniente– alcanza los tres mil setecientos siete metros de elevación que le midiera a principios del siglo XVIII el padre Feuillée, que debió de ser un clásico abate de esa época.

Y ahora caigo en cuenta de que yo, que no quería hablar del Teide, me encuentro ya enredada en cifras que le conciernen. Pero ¿cómo escribir un libro sobre la isla de Tenerife y pasar de largo junto al volcán que es su signo, su perfil sobre el Atlántico, su encanto y su misterio?

Sólo por eso seguiré adelante. Síganme en este ascenso hasta la cumbre los que fíen más en sus propios pies que en los míos.»

(Dulce María Loynaz: Un verano en Tenerife. Aguilar, Madrid, 1958. Pp: 290-291)

Esta foto de Dulce María Loynaz (en blanco y negro) junto a su marido, Pablo Álvarez, fue tomada durante una misa en la capilla del Sanatorio Modelo de Nuestra Señora de Candelaria, el mejor de toda Cuba, en su época. Esta imagen es poco conocida: procede de una fotografía que tomé del álbum fotográfico de la institución, con el amable permiso del Director médico. Este sanatorio fue construido en la década de 1950 con las aportaciones de los emigrantes canarios. Está situado en las Alturas del Arroyo, a 7 kilómetros del corazón de La Habana. Cuenta con 16 pabellones.  Desgraciadamente, a principios del siglo XXI, dedicado ya a hospital psiquiátrico, llegaría a un estado casi ruinoso, esperando que alguien se acuerde de restaurarlo y devolverle su pasado esplendor.

Loynaz pasó sus últimos años recluida en su casa de La Habana. En la década de 1990, conocí a otra poetisa que iba cada dos días a leerle libros a Dulce María, la cual estaba ya casi ciega y me contaba que los responsables cubanos de la cosa cultural tuvieron el detalle de regalarle un pequeño motor que le proporcionaba electricidad para el uso doméstico; pero que no la estaban tratando como se merecía una figura de su talla que tanto dio a conocer la cultura de su país en todo el mundo.

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[1] Dulce María Loynaz Muñoz (La Habana, Cuba, 10 de diciembre de 1902 – La Habana, Cuba, 27 de abril de 1997), una de las principales figuras de la poesía lírica cubana y universal. Hija del mayor general del Ejército Libertador de Cuba, Enrique Loynaz del Castillo, creador del Himno Invasor.

Publicó sus primeros poemas en La Nación en 1920, año en que también visitó a los Estados Unidos. A partir de esa fecha realiza numerosos viajes por Norteamérica y casi toda Europa. Sus viajes incluyeron visitas a Turquía, Siria, Libia, Palestina y Egipto. Visitó México en 1937, varios países de América del Sur entre 1946 y 1947 y las Islas Canarias en 1947 y 1951, en donde fue declarada hija adoptiva.

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